Cinco cortos infantiles
Para festejar a niños y niñas, Víctor Roura nos trae historias de catarinas que viajan en aviones de papel, sapos molestones, rehiletes, bicicletas y más.
Para festejar a niños y niñas, Víctor Roura nos trae historias de catarinas que viajan en aviones de papel, sapos molestones, rehiletes, bicicletas y más.
Por Víctor Roura
Ciudad de México, 30 de abril de 2023 [00:10 GMT-6] (Neotraba)
La Bruja del Este caminaba con prisa porque momentos antes le había caído un pedacito de cielo. De pronto se le vino encima una lámpara. Luego una pelota de futbol, después una pelusina, y Winnie Poh, y una bicicleta, y un zapatito azul, una diadema, un penacho, un foco encendido, Maui, dos ratoncitos de circo, una quesadilla, un pañal, un biberón, tres pantuflas, una peluca de Rapunzel, dos relojes, un libro de L. Frank Baum, una enfrijolada, una zapatilla de Cenicienta, una estrella de mar, una varita mágica, un diente de león, una hamburguesa, una cereza, una partitura de Los Beatles, unos lentes redondos como los de Harry Potter, un gusanito medidor, Pinocho de madera, seis canicas y, ¡zaz!, la casa de Dorothy.
El sapo le dijo al león que no parecía león sino un búfalo con cabellera alborotada, por lo que el león le contestó al sapo, bostezando, que no parecía un sapo sino una salamandra gorda, por lo que el sapo brincó, de puro coraje, a la melena del león para revolvérsela más, lo que el león, de un manotazo, lo lanzó al suelo para que lo dejara de molestar, por lo que el sapo, más enfadado aún, le dijo al león que tenía cara de hiena retorcida, por lo que el león, rascándose la panza, le dijo al sapo que no tenía cara de sapo sino de lechuza espantada, por lo que el sapo, chorreando de disgusto, le dijo al león que tenía cuerpo de escoba de bruja, por lo que el león, ya casi adormilado por el calor del Sol, le dijo que sus patas parecían no de sapo sino de gallina clueca, por lo que el sapo, irritado de veras, fue a hacerle cosquillas al león en su garganta, por lo que el león no dejó de reírse durante diecinueve minutos hasta quedarse profundamente dormido, por lo que el sapo decidió, por fin, dejarlo en paz para ir en busca de otro animal a quien molestar.
El avión morado despegó con mucha fuerza, pero en menos de un minuto fue a estrellarse contra la pared.
El papá fue a recogerlo del suelo. Le hizo otras dos dobleces, sacó algo de una bolsita de plástico y lo metió en los pliegues del avión y se lo entregó a su hijo, quien lo lanzó de nuevo arrojándolo lo más alto que pudo, y esta vez voló con tanto vigor que incluso salió por la ventana, que permanecía abierta, y se perdió en el horizonte.
El niño brincaba de gusto, porque había logrado su objetivo: en ese avión viajaba una catarina que no podía ya volar, de manera que ese transporte la iba a llevar al parque, que estaba a dos calles de distancia. De eso estaba muy seguro el niño, porque ya había practicado con su papá varios días antes, estrellando sus aviones acá y allá pero otros escapándose por la ventana.
No podía fallar, porque su papá ya había puesto a la catarina en el avioncito de papel.
Y no falló.
Al día siguiente el papá llevó a su hijo al parque, recogieron cuarenta y cuatro aviones… ¡y ahí estaba el morado que transportó a la catarina!
Claro, ya sin el animalito, que seguramente andaba ya con su familia.
La niña empezó a serruchar un pedazo grande de madera para construir su casa, luego pintó de color rosa la fachada, después instaló el timbre conectándolo directamente de la corriente eléctrica. Puso una lámpara con cinco focos, lavó los once platos que estaban en la cocina, bañó a la sirena. Construyó un muñeco de nieve con la plastilina, le puso en la nariz una zanahoria, barrió con su escoba los treinta y ocho globos desinflados que yacían en el piso. Con el martillo clavó seis vampiros de cartón en la pared, sopló veintenas de burbujas del frasco en forma de biberón, navegó en su barco por mares procelosos. Dibujó numerosos círculos con su larga pluma de oso panda, vistió con piyama a su muñeca de moño verde en una de sus trenzas, sirvió el té a sus dos gorilas de peluche. Bailó una pieza de Mozart, cantó dos canciones de Cri-Cri, se paseó en su coche teniendo mucho cuidado de no atropellar a las hormigas que se cruzaban en su camino. Representó una obra de teatro con cuatro títeres, hizo aire al rehilete debajo de la bicicleta que manejaba la señora coneja, montó su caballo que relinchaba apenas le apretaba los ollares de la nariz al animal. Brincó en la cama al ritmo de Uichi Uichi Araña, hizo con las almohadas un castillo, fue un fantasma asustando a los tres osos de Ricitos de Oro. Tomó asiento en su silla para comer tres chocolates con pasitas adentro, sorbió en su vaso de plástico jugo de mandarina, se quitó los zapatos para andar sólo con calcetines. Dio dos vueltas a su cerdita en la carriola, comió una nieve de limón mientras platicaba con su mamá en el balcón, se vistió de hada azul y voló durante varios minutos antes de pedir que le contara un cuento tomando su leche.
Trece minutos después, la niña dormía profundamente.
La mamá la abrazó con ternura y, casi inmediatamente, también se quedó dormida.
La niña Escafandra quería taparse con la cortina en lugar de usar la sábana, pero su madre se lo prohibió.
–La cortina es para proteger los vidrios de las ventanas, no es para dormirse con ella.
Escafandra hizo un puchero.
–Y no vayas a llorar porque no eres una niña caprichosa –le advirtió la madre–. ¿No sabes lo que le sucedió al niño de la cortina?
Escafandra negó con la cabeza, interesada en ese cuento que no conocía. Y la madre se lo contó: había una vez un niño que dormía siempre con una cortina, porque no le gustaban las sábanas. Su mamá lo dejó al principio, porque al niño le encantaba la cortina de su ventana pues traía estampado un balón de futbol. Pero no fue una noche, sino dos, y tres, y cuatro, y la semana completa, y el mes entero, hasta que su mamá le dijo que ya era demasiado, que no era una sábana con la que se dormía sino una cortina, y no era bueno que se acostumbrara a algo que no era correcto. “Es como si comieras la sopa en un vaso y tomaras el jugo de naranja en un plato”, dijo su madre. Pero al niño no le importó y continuó durmiendo con la cortina. Su mamá se enojaba cada vez más con él, pero no podía quitársela porque el niño hacía unos berrinches tremendos. Entonces su mamá trazó un plan. A la mañana siguiente sirvió la leche a su hijo en un plato y su cereal se lo puso en un vaso, lo cual sorprendió al niño, porque le costó mucho trabajo poder desayunar con gusto. Luego, cuando se metió a la ducha, su mamá sólo le llenó una cubeta y nunca abrió la regadera, y cuando se iba a cepillar los dientes se dio cuenta de que el peine… ¡estaba relleno de la pasta dental! Y cuando quiso ponerse la camisa su mamá le entregó un pantalón y en vez de calcetines le dio un par de guantes, hasta que el niño le dijo a su mamá que estaba haciendo las cosas al revés, pero su mamá le dijo, tranquilamente, que lo mismo hacía él al acostarse con una cortina y no con una sábana, y por fin el niño entendió: cada cosa sirve para algo, y si no se usa correctamente puede atraer algún problema o simplemente verse mal. Y esa misma noche se durmió con una limpia sábana y la cortina con el estampado del balón de futbol por fin regresó a la ventana, y todo volvió a estar en orden.
Escafandra ya no volvió a pedirle a su madre, nunca más, la cortina para taparse en las noches.