Casas.
Casonas construidas entre 1887 y 1930 que ahora son testigos mudos en el centro de la ciudad de Monterrey. Testigos que están sufriendo.
Casonas construidas entre 1887 y 1930 que ahora son testigos mudos en el centro de la ciudad de Monterrey. Testigos que están sufriendo.
Por Adriana Barba
Monterrey, Nuevo León, 17 de abril de 2020 (Neotraba)
Pasado.
Tiempo que sitúa la acción en un punto anterior.
Siempre me he sentido atraída a él, creo que de ahí viene mi amor por la novela histórica. Adoro esas novelas cargadas de sentimentalismo melancólico que abren el periodo romántico que se desarrolló plenamente en el siglo XIX.
Cartas de amores imposibles y corazones rotos en una época muy distinta a la mía me hacen vibrar.
Pero hay algo en particular que me hace frenar el coche y querer bajar a observar a detalle y admirar la belleza, esa, que muchas veces está debajo de arbustos y colores opacos, tristes.
Hablo de aquellas casonas construidas entre 1887 y 1930 que ahora son testigos mudos en el centro de la ciudad de Monterrey. Testigos que están sufriendo.
Al ver estas construcciones sin luz, llenas de grafitis puedo recordar un fragmento de La casa, del escritor argentino Manuel Mújica Láinez donde la narradora es la propia casa. Esto no es novedad. En la obra del autor, los objetos inanimados tienen el rol de ser testigos de acontecimientos importantes.
“Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día.
Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe.
Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza.
Me avergüenzo de que me vean así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos bajo los balcones sin persianas.
Que me vean así… así… con el papel del escritorio cayéndose, con la lepra de humedad devorándome, con los vidrios del hall manchados y rotos, con la baranda de la escalera herrumbrosa: lo que fue blanco o celeste o azul transformado en negro, en colores sin color, impuros…”
Podría contarles la historia de cada casona que veo. ¿Qué les duele? ¿Cuál fue su mejor año? ¿Cómo se sintieron en su año glorioso, su año de construcción o de inauguración?
Cuántas fiestas celebraban en sus pisos relucientes y sus muros llenos de gloria.
Cuántas historias de amor en esos metros cuadrados, cuántos secretos, cuántas lágrimas.
Se imaginan los años 80 cuando las familias fueron dejándolas por inseguras, los niños ya habían crecido y otras ciudades del estado les parecían más convenientes para habitar.
Se fueron quedando solas, unas antes que otras, algunas tuvieron suerte y encontraron nuevos dueños que amaron sus cimientos de piedra y losa, sus paredes de ladrillo rojo, puertas gruesas de madera de pino y sus pisos originales, listas para la restauración. Mientras otras siguen en esa tremenda agonía, viendo el paso de los años correr enfrente de ellas, con la incertidumbre de nunca saber cuándo y cómo será su final.