Carta de un psicodélico en cuarentena.
"Este texto no es para narrar la horrible experiencia que me tocó vivir con los psicodélicos sino para el resultado final, lo que descubrí la mañana siguiente, cuando el huracán había terminado."
"Este texto no es para narrar la horrible experiencia que me tocó vivir con los psicodélicos sino para el resultado final, lo que descubrí la mañana siguiente, cuando el huracán había terminado."
Por Brandon Vázquez
Xalapa, Veracruz, 16 de mayo de 2019 (Neotraba)
Donde está la muerte, no estoy yo. Donde yo estoy, no está la muerte
Epicuro
Tomé el camión e iba pensando en lo que compraría para comer. No puedo no salir: vivo sólo, soy foráneo y las horas mudas desesperan a mi alma. De todos los pretextos por los cuáles me quedé en Xalapa, el que más me gusta es el de haberme evitado la pena de convivir con los simios que provocaron que mi ciudad natal deba permanecer tres semanas más confinada. Qué larga oración. En fin. Como decía: se supone que iba a comprar comida; no obstante, cuando me di cuenta, estaba parado frente a la puerta de un dealer, tocando. “Tira esquina, men, véndeme un cuadro y un tostón de mota”. Mala idea. Sólo hasta que una persona vive sola es capaz de darse cuenta de la gigantesca cantidad de imprudencias que es capaz de cometer. O tal vez sea sólo mi caso. El punto es que, si algo aprendí de esta experiencia, es que nunca es bueno consumir psicodélicos cuando todo el mundo está sumido en la miseria, la paranoia, la desesperación y la muerte. Sin embargo, dada mi condición de adulto joven, es probable que no aprenda de mis errores y que lo vuelva a hacer en algún momento del año, probablemente cuando todo haya sucedido. En resumen, este texto no es para narrar la horrible experiencia que me tocó vivir con los psicodélicos (y era horrible en realidad: imagine, lector, poder sentir la angustia, la ansiedad, el miedo, la tristeza, de todos los seres humanos conocidos, uno por uno, en un solo cuerpo, en un solo cerebro) sino para el resultado final, lo que descubrí la mañana siguiente, cuando el huracán había terminado. Recibí una carta desde la cima del infierno psicodélico. Esto es más o menos lo que decía:
Estimado muchacho, muchacha, la vida no tiene sentido. No tienes nada por qué temer, nada por qué preocuparte. Cuando nos hacemos la pregunta “¿cuál es el sentido de la vida?” no nos referimos precisamente a una especie de dirección a la que esté orientada, que no deja de ser una pregunta bastante interesante; nos referimos más bien a “¿cuál es su propósito?”. El primer problema al que nos enfrentamos cuando nos hacemos este tipo de preguntas es el de la infinitud: el mundo es un fractal. La materia se divide infinitamente. Tan sólo hay que pensarlo de este modo: en alguna muy muy lejana coordenada del universo, vista desde ahí, la tierra tiene, de manera equivalente, la dimensión de un átomo; no obstante aquí en la tierra, el átomo ya tiene un tamaño provocadoramente diminuto. La distancia entre el extremo del observador y lo observado es casi inimaginable. Aunque como diré más adelante, no lo es del todo. Otro de los problemas a los que hay que enfrentarse es que si la materia es infinita, el pensamiento que piensa [sic] esa materia también es infinito, fractálico [sic]. Si no ¿cómo puede el pensamiento abstraerse hasta la coordenada susodicha, imaginar que puede ver la tierra desde el rincón más remoto del universo? Es obvio, la razón es capaz de imaginar lugares lejanos e imposibles: la mente es capaz de plantearse la posibilidad de un universo infinito, pero un universo infinito que es una suma de individualidades, es decir, de sucesos unívocos.
Ahora, respecto a la pregunta “¿cuál es el sentido de la vida?” cabe pensar que la palabra “sentido” se refiere a la dirección, no cualquiera, sino hacia donde se expande el mismísimo universo. En realidad nadie lo sabe. Sólo sabemos que este se expande y todo se aleja de todo. Resulta natural entonces que si el universo no se dirige hacia ninguna parte, la vida tampoco lo haga. Siendo así, la vida no muestra ningún propósito estricto. Sabemos que el universo es homogéneo y la vida es parte del universo, algo deben de compartir ¿no? La materia no tiene la voluntad de ser. No es que el átomo diga “quiero existir” y dada esa necesidad se cree a sí mismo; y dado que los átomos han existido siempre y los seres humanos están hechos de átomos, el material del que estamos hechos es producto bruto de la eternidad. Resulta interesante preguntarse si lo que existe puede proveerse a sí mismo de los materiales para existir. Porque entonces la realidad sería el resultado de una generación espontánea: la materia naciendo siempre de sí misma.
Entonces, demostrado provisoriamente el no propósito de la vida, ¿por qué le tememos a la muerte? De una u otra forma nadie es capaz de imaginarse viviendo más de cien años. De verdad. Tenemos una noción muy latente de que somos efímeros. ¿Por qué la muerte provoca tanto miedo entonces? Es decir, claro que existe el sufrimiento, pero a una escala universal, teniendo en mente que el cerebro es el único medio a través del cual nos relacionamos conceptualmente con todas las cosas, una vez que se imposibilita a este instrumento el sufrimiento ya no existe. Y, tratando de ser lo más objetivo posible, el concepto y la sensación, por ejemplo, de amor, desaparecerán para fundirse en la nada. No debe ser tan horrible. ¿Cuándo se ha escuchado que las piedras se quejen de no sentir, no pensar, de ser sólo materia? ¡Pues justo eso! Los seres humanos son sólo materia, en el sentido más estricto: es decir, carbono, oxígeno, nitrógeno. Aunque no deja de valer preguntarse en dónde, en qué momento esa materia es capaz de ser consciente de la infinitud de sí misma. ¿Por qué? ¿Cómo es posible?
No hay que buscar por ende un placebo para la existencia. Me refiero a un consuelo: el dinero, la fama, la atención, las posesiones, la felicidad o el amor. Dado que la vida no tiene ningún propósito, buscarle un significado a ese sin propósito es una necedad. La vida no da lecciones. La vida no se propone enseñar a la vida a vivir. Dado que existimos, adquirimos inmediatamente la sensación de que cabalgamos esa existencia, es decir, de que podemos controlar nuestra propia vida: pero no es así, el mundo sólo es un tejido de convenciones. O al menos lo que conocemos como mundo, sí, eso, un tejido de convenciones. Estamos de acuerdo en que tenemos que seguir viviendo a pesar de que in strictu sentu, teniendo en mente la inmensidad del universo, sus infinitas posibilidades, la vida no aparenta mostrar alguna clase de propósito específico. ¿No? Sería como preguntarse ¿para qué existen las galaxias? Estamos de acuerdo en que debemos trabajar para seguir viviendo. Y ya que vivimos, ya que es irremediable este enfrentamiento con la necesidad de ser de la materia, estamos de acuerdo en que por lo menos la vida debería ser digna de ser vivida. Si va a ser un suceso efímero, ¿por qué no hacerlo vivible? ¡Pero es que vivir no tiene ningún propósito! ¿Por qué preocuparse entonces por cómo pasa? Nosotros no elegimos la razón, ésta nos ha sido impuesta. Nadie elige tener consciencia. Ese principio, por ejemplo, demuestra cómo su propósito, el de la vida, está fuera del control de nuestras manos y nuestra intelección: sólo podemos ser espectadores de nuestro propio destello.
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