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Guadalajara, Jalisco, 10 de diciembre de 2024 (Neotraba)

–Soy Luisa Vega. Tenía veinte años cuando me pusieron en este lugar. Mi memoria fragmentada no me permite tener muchos recuerdos, pero lo intentaré. Esta es mi historia.

Nunca había creído en los fantasmas, pero ahora me doy cuenta de que sí existen; también puedo afirmar que las personas dan más miedo que ellos. ¿Se acuerdan de las veces que nos decían los adultos que no habláramos a extraños porque era peligroso? ¿Se acuerdan cuando nos decían que tuviéramos cuidado al caminar porque los de la camioneta te podían subir? A mí me pasó. Todo era verdad.

Nací en Juárez, Chihuahua. Me terminé de criar con mis abuelos porque mi papá un día fue por cigarros y nunca más regresó. Mi madre se fue a Estados Unidos a trabajar, que dizque para tener una mejor vida. Tampoco regresó. Nunca supimos más de ella. Las historias que contaban mis tíos acerca de las personas que las agarran cruzando la frontera me daban mucho susto, así que mejor me iba cada vez que comenzaban a decir eso. Me aterraba pensar que a mi mami le hubieran hecho algo así. Fin de esta historia.

–Tengo frío.

–Yo también. Pronto estaremos mejor, lo peor ya pasó. Cálmate; ven, acércate más.

–No puedo, ya lo he intentado.

–¿Te duele mucho?

–Un poco. Estoy aprendido a ignorarlo. Es la única forma de mantener la cordura en este lugar.

–Hemos pasado tanto tiempo aquí que el dolor se ha convertido en una parte inevitable de nuestras vidas.

–¿Qué crees que nos espera afuera?

–No lo sé. Espero que podamos regresar a nuestras casas.

Terminé la prepa, me gradué con una de las mejores calificaciones de mi generación; sin embargo, no pude ir a la universidad. Tenía que trabajar. Pedí trabajo en una de las maquilas que estaban cerca de casa y a los tres meses me llamaron. No era el trabajo que esperaba o que hubiera soñado, en realidad, nunca había pensado en eso, pero me pagaban y podía ayudar a los viejos y a mis tíos que vendían fruta afuera de las escuelas. Allí en la fábrica, Juan rompió la rutina monótona; era un hombre.

Conocí a Juan, un hombre alto, flaco, güero, con la mirada profunda. Destacaba entre los demás con su presencia callada y a la vez reconfortante. Aunque era dos años más chico que yo parecía poseer una inteligencia que me intrigaba. Cuando estábamos solos era muy tierno. Me platicaba mucho, me hablaba de los libros que había leído. Nos gustaba pasear por las calles de esta oscura ciudad, íbamos al cine, compartíamos risas, nuestros sueños. Nunca le dije que era mi refugio, que me hacía olvidar por un momento lo difícil que es vivir en esta ciudad. Algunas ocasiones me siento mal por haberme sentido así con él. Fui una tonta. Me enamoré. Fin de esta historia.

–¿Por qué me cuentas todo esto?

–Porque la memoria es importante. Porque quiero que sepas quién me hizo esto. Además, estoy segura de que ya no le importamos a casi nadie. Ni siquiera recuerdo cuántos meses llevamos aquí. Siento los gusanos por todas partes de mi cuerpo, en especial en mis piernas.

–Yo los siento en la cabeza y en mis tripas. No puedo pensar en otra cosa.

–¿Ves? Así pasamos mejor el rato y nos olvidamos de los gusanos.

Nunca entendí muchas cosas de mi vida, mucho menos lo que te voy a contar a continuación. Hace dos años, un día, al caer la noche, salimos siete compañeras y yo de la fábrica. El aire frío de Juárez nos envolvía mientras caminábamos por las calles desiertas. No se vayan solas», nos advirtió el jefe. «Están llevándose a morritas como ustedes. Tengan cuidado. Sus palabras se quedaron resonando en mi mente, una premonición inquietante que se materializó rápidamente.

Una camioneta blanca sin placas comenzó a seguirnos, sus faros iluminaron nuestro camino con una intensidad aterradora. ¿Vieron eso?, susurró una de mis compañeras. ¿Nos están siguiendo?, dijo la otra. El miedo era evidente en sus voces. Aceleramos el paso, nuestros corazones latían, frenéticos.

De repente, la camioneta se detuvo y unos hombres saltaron de su interior. «¡Corran!», grité, y todas nos echamos a correr hacia un baldío con la esperanza de perdernos ahí. Era un terreno lleno de escombros y sombras inquietantes. El baldío parecía nuestra única oportunidad de escape, pero pronto se convirtió en una trampa. El terreno irregular nos hizo tropezar y caer. Mis piernas temblaban mientras intentaba levantarme, sentía el frío de la tierra bajo mis manos. Miré hacia atrás y vi a mis compañeras siendo alcanzadas una a una. Sus gritos de terror llenaron el aire, mezclándose con los insultos y órdenes de los hombres.

Unos brazos fuertes me agarraron por la cintura, no me di cuenta. Me estaba cazando. Me levantó del suelo. ¡No! ¡Déjenme!, grité, mientras pataleaba con todas mis fuerzas. Mi resistencia fue inútil. Me lanzaron contra la camioneta. Mi cabeza golpeó el metal con un dolor sordo. La vista se me nubló por un momento.

Nos forzaron a entrar a la camioneta, apretujándonos en el espacio reducido de la parte de atrás. Intenté mantener la calma, pero el pánico se apoderó de mí. «No les vamos a hacer nada», dijo uno de los hombres con voz áspera. «La subasta es mañana, así que tranquilas», sentenció. Pero sus palabras no lograban calmarme, sólo aumentaban mi desesperación.

–Ya somos dos, a mí me hicieron lo mismo en Guadalupe. Saliendo de la escuela me subieron a una camioneta blanca sin placas. Nos habían confundido con otras chicas; ya era tarde. Después me aventaron aquí, suerte que después llegaste, no quería estar sola. Ven, intenta acercarte, porfa. Abrázame.

–Lo intentaré. Los gusanos no me dejan de molestar.

Nos llevaron a una bodega oscura. Nos amarraron las manos y nos taparon la boca, nos obligaron a mirar al suelo. El silencio era opresivo, roto sólo por nuestros sollozos y el sonido de nuestros corazones desbocados. En un momento de desesperación, levanté la vista y vi algo que me heló la sangre. Un rostro conocido entre los captores. «Juan», pensé incrédula. Sus ojos se encontraron con los míos por un segundo, y vi la chispa en sus ojos. Mi corazón se hundió al darme cuenta de lo que sucedía. El hombre que amaba, el que me había hecho sentir segura, era parte de esta pesadilla. Me golpearon en la nuca y todo comenzó a fragmentarse más.

–¿Y por qué no te soltaron? ¿Por qué no te dejaron ir?

–Porque nadie puede irse así nomás. Me había reconocido. Lo había reconocido.

Me sacaron de la bodega. Sentí un profundo dolor. Me aventaron en esta zanja y quedé a un lado tuyo. En ese momento te vi por primera vez. Todavía tenías color en tus mejillas. Seguro habías llegado poco antes. Me sentí tranquila al verte. Tenías el cuerpo caliente, no como ahora que estás fría y con gusanos por todas partes. Extraño a mis viejos, espero que me sigan buscando. Fin de esta historia.

–Calla. ¿Escuchaste eso? Están moviendo la tierra.


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