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Puebla, México, 6 de febrero de 2025 (Neotraba)

1.- Hay libros que se leen y se piensa que ya nunca más se volverán a leer. Palabras importantes pero que al mismo tiempo están cargadas de cierta evanescencia. Entidades corpóreas que al manifestarse también dejan entrever su condición fantasmática. Boomerangs que se arrojan al aire y, en lugar de regresar, en lugar de trazar en el aire una curva tanto majestuosa como peligrosa, se pierden en la lejanía sin atizar en las entrañas el humor negro. El hálito ponzoñoso de la melancolía.

2.- Según Vladimir Nabokov, los libros no se leen, sino que se releen. Según Nabokov (declaración enunciada en ese libro antí-crítica y anti-academia y pro-imaginación que es Opiniones contundentes) el sentido profundo de las palabras sólo se revela cuando los ojos del lector regresan una vez más. Es decir, según Nabokov, no por nada heredero autoproclamado del tempo parsimonioso-contemplativo-especulativo-olfativo de Proust, una pasada óptica no es suficiente, sino que el ojo debe regresar una vez más y no sólo releer las palabras, sino saborearlas, degustarlas. Clavar los ojos en ellas cual voyeur ansioso por atestiguar el secreto.

3.- El tiempo capitalista-neoliberal perjura del regreso. La relectura. La noción de repliegue. Aborrece el tiempo informe de la memoria. El tanteo. La duda. El flâneur. El arte de perderse en las calles conocidas. Vagabundear por las circunvoluciones sinápticas. ¿En qué tiempo vivimos? Cronopolítica. Cronoliteratura. La línea febril que no cesa de avanzar. La pulsión capitalista del progreso exige que el lector esté atado al potro de tortura de la mesa de novedades. Esa aura plastificada cuyo paradigma se modifica cada mes. Un tiempo acelerado que desprecia el tiempo vetusto de la relectura. El acto transgresivo de leer un libro que no responde a la contingencia del momento.

4.- Hablo, o trato de hablar de un libro. Una “vieja” novela de Paul Auster (1947-2024). La trilogía de Nueva York. El peor escritor de los buenos escritores. La versión snob-noir de Stephen King. El gusto culposo de la gente “entendida”. Eterno no candidato al Nobel. Más leído en Hispanoamérica que en su propia patria. En su juventud parisina conoció y frecuentó a Samuel Beckett. Quizá un poco cercano a Murakami. Policíaco-surrealista-existencialista-light. Obsesionado con las coincidencias. El azar como el mecanismo secreto que articula y enrarece sus tramas. En sus mejores momentos, aquellos donde la complejidad del argumento se combina con cierta angustia, una complexión ontológica cercana al absurdo, evoca una atmósfera cercana a David Lynch. Pero esos momentos sólo son momentos. La vacua practicidad del lenguaje (saturada de lugares comunes y frases hechas) atenúa la intensidad lyncheana. Según Rodrigo Fresán, Auster como una suerte de Coca-Cola. Algo oscuro y azucarado que sabe muy bien pero que se sabe que no está bien, que en realidad debería estarse “tomando” algo más nutritivo.

La trilogía de Nueva York de Paul Auster portada de Anagrama
La trilogía de Nueva York de Paul Auster portada de Anagrama

5.- No recuerdo cuál fue el primer libro que leí de Auster, pero sí cuál fue el último. Recuerdo que lo leí con avidez y placer en la preparatoria. Recuerdo que incluso, ante la imposibilidad económica de comprarme un ejemplar, uno de esos bellos tomos de Anagrama con portada-montaje-collage de Ángel Jové; convencí a un familiar cercano para que me imprimiera “Fantasmas”. La segunda parte de la Trilogía…. Un libro pirata-engargolado que en algún momento perdí. ¿Cómo llegué a él? No lo recuerdo. Quizá internet. Quizá alguna revista. Quizá algún blog. Quizá alguna entrada perdida de ese internet ya muerto que aún no estaba anatomizado-diseccionado por el bisturí de las redes sociales. Pero, lo que sí recuerdo es que a los 21 años (ya más escéptico, ya con muchísimo Nabokov-Beckett-Joyce-Faulkner-Bernhard corriendo por mi sistema) comenzó a parecerme efectista, formulaico, ingenuo. Más literatura de consumo que literatura de experiencia. Por eso, a los 21 años, después de leer La noche del oráculo comprendí que ese era el último Auster que me servía a la mesa.

6.- Más por cuestiones del azar que por cuestiones de la voluntad (aunque, como sabemos, la voluntad no es otra cosa más que una variante mecanizada del azar), llegó a mis manos a inicios de año La trilogía de Nueva York. Vieja edición de Anagrama. Colección “Compactos”. Nostalgia. Perfume rancio. Quizá por la carga de trabajo, quizá por el exceso de lecturas “exquisitas,” me permití un descanso. Leer un libro ligero. Darle otro trago al refresco de cola.

La trilogía de Nueva York de Paul Auster portada de Seix Barral
La trilogía de Nueva York de Paul Auster portada de Seix Barral

7.- La trilogía de Nueva York está compuesta por las piezas “La ciudad de Cristal”, “Fantasmas” y “La habitación cerrada”. Publicadas originalmente a mediados de la década de los 80. Una de las últimas crestas del postmodernismo. Pálido heredero de Pálido fuego. Aún a pesar de que al final hay una confesión metatextual, esa cuchillada borgeana en que la ficción se revela como realidad, esos momentos en que el narrador-autor se cita así mismo, el hilo entre ellas es cuasi nulo. Apela más a la confección de un “universo”. Una cadencia. Una atmósfera onírica que todos los personajes respiran y expiran. De ahí que pueda leerse en cualquier orden.

8.-Me acerqué con cautela. Miedo a desilusionarme. Sin embargo, no sólo me convenció, sino que me sedujo, me ató lenta y cuidadosamente a una trama “policiaca-metafísica”. Un tributo a la dialéctica clásica del perseguidor-perseguido. Pero, al igual que J. L. Borges y Patricia Highsmith, Auster utiliza el género policíaco más como campo de pruebas que como camisa de fuerza. Reniega la síntesis. No hay ninguna revelación deductiva estilo Sherlock Holmes. A partir de su estructura, a partir de sus símbolos más que reconocibles, ensaya situaciones irracionales que perturban la noción convencional de realidad.

9.-Se dice que la diferencia entre la novela inglesa de misterio y la novela policíaca norteamericana no es el tema, sino el marco. En la novela de misterio (más ambientada en los interiores de las casas victorianas-eduardianas, palacios, castillos, yates, espacios acotados donde la aristocracia se da cabida y el culpable es una anomalía, un hombre de pasado pérfido que atenta contra las buenas costumbres) prima la resolución lógica del acertijo. La deducción. El positivismo como aventura esotérica. El archiconocido Dupin-Holmes que babea ante un jeroglífico en lugar de subir a la alcoba de la condesa. Por el contrario, el policiaco, hijo pródigo del siglo XX, explota los salones decimonónicos y traslada la acción a las calles. Las entrañas de la ciudad. Los Ángeles (LA) entendida como meca de la sangre. El dinero sucio como ofrenda sacrificial. La corrupción como la liturgia. Las aventuras del detective que no sólo sigue las pistas del asesino (la mayor de las veces una rubia-viuda-fumadora, trasunto de femme fatale), sino también soporta los embates de las instituciones: la ley, la policía, la familia, el matrimonio. La caída de las buenas costumbres.

10.- La Trilogía de Nueva York se mueve en ambos paradigmas. Según la cuarta de forros, estamos ante una “reinvención del género policíaco” y una “relectura posmoderna con tintes metafísicos”. Quizá… Más allá de que hay una trama policiaca (persecuciones, desapariciones, crímenes), el libro parece más una radiografía de los anhelos, frustraciones y angustias del gremio literario. Vayamos por partes. En “Ciudad de Cristal” nos encontramos con un escritor de novelitas de misterio que, tras recibir una llamada en mitad de la noche y ser confundido con un detective, acepta el caso de proteger a un joven tartamudo (casi beckettiano) que es perseguido por su padre. Un antiguo maestro de teología de Columbia que quiso aprehender la lengua adánica privando a su hijo de cualquier contacto social, encerrándolo en una habitación durante diez años. En “Fantasmas”, un escritor fracasado contrata a un detective para que vigile a otro y le mande reportes de todos sus movimientos, cuando ese “otro” es el mismo escritor fracasado. El detective lo advierte, pero en lugar de abandonar el caso, persiste aún a pesar de que sabe que eso lo llevará a la ruina. En “La habitación cerrada”, un crítico literario acepta convertirse en albacea de la obra maestra de un escritor desaparecido, viejo amigo de la infancia. En la medida que va organizando y publicando las obras de su antiguo amigo, advierte que poco a poco va cayendo en una trampa.

La trilogía de Nueva York de Paul Auster
La trilogía de Nueva York de Paul Auster

11.-De un tiempo para acá, se puede advertir un exceso de libros de “formación”, de “transición”, de “revelación”. El “yo” como mártir. Ese momento en que el joven se libera de la opresión de su entorno (patriarcal, ignorante, hostil) y se convierte en escritor. Accede a un supuesto estadio superior donde su ser se revela en toda su magnitud. El nacimiento del artista. Eso que la lengua alemana (siempre atenta a la histeria especulativa del espíritu burgués) llama Künstlerroman. Por el contrario, Auster, con La trilogía de Nueva York ensaya la antítesis del género. En lugar de hablar de la conversión inicial, habla de la conversión final. ¿Qué pasa cuando un escritor ya no soporta ser escritor? O también, ¿qué pasa cuando un escritor reconoce que en verdad no ha podido convertirse en escritor? Lo más fácil es desertar. Soltar la pluma. Escupir improperios contra el sistema en turno y regresar a la vida “común”, normativa, el éxtasis alienante de las buenas costumbres.

Sin embargo, los personajes de La trilogía no desertan tan fácil. Se saben superiores. Se saben inteligentes. Se saben agudos. Por lo tanto, sospechan que quizá la literatura es un género artístico demasiado estrecho. Su genio sólo puede manifestarse a través del horror. En ese sentido, los escritores torturados de La trilogía de Nueva York parecen herederos de los miembros que conforman el club de Del asesinato considerado como una de las bellas artes. En “Fantasmas” vemos cómo el escritor tortura al detective que lo sigue no haciendo otra cosa más que leer Walden de Henry David Thoreau. El detective, ante la falta de pistas, se compra su propio ejemplar de Walden y trata de resolver el caso a partir de las reflexiones del libro. En “La habitación cerrada”, la identidad del crítico es anulada por la identidad de su amigo escritor. No sólo vive de las regalías de sus libros, sino que se ha casado con su esposa, adoptado a su hijo y escribe su biografía. La gente lo confunde con él. Ya no sabe reconocerse a sí mismo. Es decir, la literatura como arma. Ante la imposibilidad de escribir, optan por urdir una compleja trama policiaca-mortal. Los roles de la víctima y el verdugo no cesan de intercambiarse. Los límites entre el perseguidor y el perseguido se revuelven. Una fina arquitectura tanática. Una suerte de novela-suicidio ritual que, efectivamente, “reinventa el género policíaco”.


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