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Puebla, México, 27 de agosto de 2024 (Neotraba)

1-. Así como la literatura del siglo XIX inventó la figura del poeta maldito y la del niño huérfano (aquél que tiene todo y se regodea en la nada y aquél que no tiene nada y se regodea en la utopía del todo), el siglo XX inventó la figura del adolescente rebelde, contestario, insurrecto. El típico Holden Caufield que no le gusta nada y no quiere hacer nada y no cree en nada y sólo da vueltas por la ciudad sin ninguna clase de propósito trascendental. Sin embargo, en el siglo XX hay algunos relatos protagonizados por niños. Desde el afamado Tambor de hojalata de Günter Grass hasta la esquizoide Ferdydurke de Witold Gombrowicz. Mas, cabe resaltar la distinción. Así como la infancia decimonónica apuesta por el costumbrismo, la mímesis, el afán de una representación fotográfica; así la infancia “moderna” apuesta por la ironía, el equívoco y la mímesis fracturada. Si se recuerda a los dos protagonistas de las novelas, se puede decir que son niños anómalos. El primero es un niño que, al sufrir un terrible golpe en la cabeza tras caerse de las escaleras del sótano, deja de crecer. El segundo es una suerte de adulto anodino que (a la usanza kafkiana) se descubre una mañana convertido una vez más en niño y es llevado a la fuerza por su tío a la escuela. Es decir, la novela moderna (al menos los dos ejemplos que usamos y el próximo que anunciaremos) no está realmente preocupada en la “psicología” infantil, sino que la infancia es entendida como un género. Un espectro de posibilidades narrativas donde el ojo del niño (tanto agudo como torpe, tanto simbólico como literal, tanto genial como estúpido) proyecta una nueva luz sobre un territorio sumido en las sombras de la “adultez”.

2.- Dentro de la avalancha de novelas que se publican en México sobre la Ciudad de México, cabe separar la irrupción de Anónimo Hernández (2024, NITRO/PRESS-Dirección General de Publicaciones BUAP), obra de Mauricio Bares. La novela apuesta por una infancia dislocada. El protagonista, de nombre Anónimo Hernández (aunque, a lo largo del libro, el “anonimato” de su nombre variará en función de las pericias o lastres retóricos de los que lo rodean) no sólo nació feo, deforme, verdoso, sino también muerto. Aún a pesar de que se alimenta de las magras porciones que la madre cocina (debe tenerse en cuenta que el niño tiene doce hermanas) no crece. Por tal anomalía, pronto se gana fama en el barrio de monstruo, deforme, niño endiablado. Pero Bares, en lugar de hundir el cuchillo cual dios colérico mas piadoso y quitarle la vida al “monstruo”, lo dota de inteligencia superlativa. Antes siquiera de poder caminar sin caerse, Anónimo ya sabe leer, escribir y formular esa clase de comentarios sesudos en voz alta que hace que los adultos frunzan el ceño y crispen los puños.

Mauricio Bares. Foto de Alexis Salinas.
Mauricio Bares. Foto de Alexis Salinas.

3.- Como todo genio incomprendido, Anónimo es sometido al exilio. Cuando la madre y el padre y las hermanas descubren que sus métodos de enseñanza (golpes, amenazas, maldiciones) no funcionan para convertirlo en un niño normal de cinco años, lo someten a un peregrinaje normativo. Cual fabula picaresca-foucaultiana, Anónimo Hernández pasa por la iglesia, la escuela militar y la escuela “laica”. En todas las instituciones, más allá de sus aparentes diferencias, encuentra lo mismo: violencia, ignorancia, amistad, revelación, conocimiento y múltiples facetas de embrutecimiento. Bares, quizá preocupado por el realismo (es decir, la mímesis dislocada) en lugar de volver a Anónimo fumador, borracho o adicto al pegamento, lo vuelve adicto al azúcar. Cual yonqui respetable, practica toda clase de malabares para conseguir sus dosis azucaradas y poder soportar la realidad. Al saber que no tiene cabida en ninguna cuadrícula social “respetable”, Anónimo Hernández se muda a la covacha (una suerte de mazmorra al lado de la casa familiar) y se convierte en pepenador. Así como el protagonista de La conjura de los necios vende hotdogs en las calles mientras medita sobre filosofía medieval, así Anónimo Hernández escarba en la basura ajena mientras descubre el potencial artístico del lenguaje: la literatura.

4.- Aún a pesar de que el foco del libro recae sobre las aventuras y tribulaciones y revelaciones de Anónimo, la novela también puede entenderse como un drama familiar. Quizá los momentos más emotivos se refieren tanto a la tensión paterna como a la materna. El padre, taxista (conductor de un “cocodrilo”) es una figura presente y ausente. Gracias a su origen rural, posee un uso particular del lenguaje. Sin importar que la familia dude de la veracidad de sus relatos, celebra sus historias. Sin embargo, su poder es opacado por la televisión. Otrora, a la hora de la comida, el padre abandonaba su estado de nimiedad para convertirse en un juglar, un cronista, un bromista de alta categoría. De súbito, con el advenimiento técnico, el convivio familiar muere y todos centran su atención en las acciones insulsas que proyecta la pantalla. Predominan los monosílabos. Todos repiten los mismos mantras comerciales. Por el contrario, la madre, al ser una madre típicamente mexicana (ubicua, colérica, abnegada, amorosa, castrante) ocupa un lugar protagónico en la novela. Quizá por ello, cuando Anónimo descubre que ella utiliza sus antiguos libros escolares para aprender a leer, acontece una de las escenas más bellas y crudas del libro.

De izquierda a derecha: Lilia Barajas y Mauricio Bares. Directores de Nitro-Press. Foto de Óscar Alarcón
De izquierda a derecha: Lilia Barajas y Mauricio Bares. Directores de Nitro-Press. Foto de Óscar Alarcón

5.- El poder de la novela, más allá del dinamismo de la acción y el rápido cambio de escenarios que termina generando un mosaico muy personal de la Ciudad de México, radica en el lenguaje. Todos los personajes, gracias a su vitalidad callejera, gozan de un vínculo poético con las palabras. En cada página, sin soslayar las descripciones de la ciudad que nos trasladan a la estética e ideología de finales de los ‘60 y principios de los ‘70; predomina un cariz musical. Además del disparate retórico que engendra el nombre de Anónimo, casi todos los personajes gozan de una identidad lingüística. A modo de síntesis, véase la siguiente digresión de Anónimo:

Ninguno había hecho muecas de ningún tipo, supongo que, porque desde el interior de la caseta debían verme como una silueta a contraluz, pero en cuento entré, me senté y la iluminación descubrió el tono verdoso de mi piel (que si estuviera obligado a describirlo tendría que forzar el lenguaje con palabras como verdáceo o verdecino), en cuanto pudieron apreciarme en detalle, todos voltearon hacia otra parte (pag. 35).

6.- Quizá ahí, en ese acto de forzar el lenguaje hacia un territorio atrabancadado y rítmico, tonto y preciso, atropellado y locuaz, culto y pendenciero, se halla el cariz más grato de la novela. Un fondo musical que intensifica las honduras existenciales y literarias de Anónimo Hernández.


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