Ese algo.
Ese algo, un cuento de Adolfo Reyna. El narrador se asombra ante la vida de Brisa, una pequeña de 9 años que parece interesarse por la lectura.
Ese algo, un cuento de Adolfo Reyna. El narrador se asombra ante la vida de Brisa, una pequeña de 9 años que parece interesarse por la lectura.
Por Adolfo Reyna (@chrisaguilar95)
Brisa se llama la pequeña. Ha pasado frente a mí unas cuantas veces, escurriendo la mirada sobre el libro que sostengo en las manos. Su madre es una embustera que, con toda la viveza de un zorro, se hace de la confianza de las personas del barrio, para que producto de la lástima que profieran, pueda sacar algún beneficio económico. Madre de cuatro hijos, se dice que deambuló por las calles desde que tenía 15. Buscando hombres que le hicieran un hijo y poder vivir a sus costillas. Para su desgracia se encontró precisamente, y en cada cuarto donde se quitó la ropa, con los personajes que disfrutan de una prontitud y astucia para huir de las responsabilidades: pandilleros, militares, burócratas y taxistas. De entre ellos los padres de cada uno de sus hijos.
La más grande, es una chica de 19 que ahora sigue sus pasos. Abandonó la escuela tantas veces como pudo para correr a la casa de una amiga con mejores ventajas socioeconómicas y vaciar la cantina de su padre. Cuando los problemas llegaron, y aunque a ambas las corrieron del instituto, solo una pudo pagar educación privada; la otra está a punto de quedar embarazada. El segundo desaparece con el sol y regresa con la luna. No tiene vicios ni anda en malos pasos, sencillamente le gusta arrimarse a las faldas de los tenderos o amigos de dinero para comer, divertirse y perder el tiempo. Cuando conozca los excesos terminará sucumbiendo, teniendo como única opción la charlatanería para solventar los gastos que la inclusión social requerirá. La tercera, una niña de 11 años que le gusta ver pornografía a escondidas. No sabe lo que es, pero su hermana mayor no tiene cuidado al dejar el teléfono desbloqueado con videos de tremendas posiciones sexuales que le hacen llevar ropa ajustada, aunque tenga la panza llena de lombrices. Brisa con apenas 9 años, aguarda en el banquito de madera junto a su madre, que a su vez, trabaja en un puesto de tlacoyos para trasnochados. Es ella quien hace los mandados cuando su madre está muy ocupada.
Entradas la once de la noche termino de cenar. Las humaredas de manteca y olor a chile se elevan frente a los focos amarillos. Humo perceptible solo unos instantes, ya que si observas mucho tiempo esa luz, arruina tus ojos, dejando en ellos una mancha púrpura que va contigo una buena parte de la noche. Unos chistes, la cuenta y las buenas noches. Me dispongo a caminar rumbo a la plaza para continuar con la novela Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. Creo intuir de qué va, pero me atrae la forma en que de lo cotidiano viene lo sublime. Laberinto perfumado de lo que seguramente hemos pensado o dicho, pero no hemos atinado a describir con tal fidelidad.
Me resisto a enviar un último texto que me entregue compañía de madrugada. Ayer cogí con Blanca toda la noche, bebí cerveza de su vientre y experimenté por primera vez el placer del sexo anal. Hasta la plaza me acompañó esa idea. La frenética emoción donde al final su hija de tres años nos topó gimiendo sobre la lavadora. El corazón me palpitó con más fuerza que cuando le jalé el pelo y la hice chupar mi dedo pulgar.
Llegué a la plaza y tenía la verga dura dura, tan dura que el pantalón me lastimó al sentarme. Cuando abrí el libro la intención no cambió, el relato de García Madero, escabulléndose por el patio de María para cogerla bajo el árbol del patio, me hizo frotar mi trozo y recordar la revolcada que pasé con Blanca. Figuré una sonrisa pícara, cuando de la nada, escucho: “¿todo ese libro vas a leer hoy?”… Como electroshock que me recorre de los pies a la cabeza, brinco en el asiento. Giro el cuerpo como látigo para darme cuenta que del lado derecho, precisamente detrás de la banca que había elegido, estaba la pequeña Brisa. No pensé que algo pudiera anular o sustituir aquella vergüenza cuando mi madre me sorprendió masturbándome mientras veía el video de Molotov “Rastamandita”, pero sí, ese algo llegó.
Después de preguntarle cómo es que había llegado ahí, y analizar lo estúpido de esa interrogación, ella me preguntó el número de páginas que contenía el libro, la cantidad de páginas que leía por día, si terminaría el libro ese año, si tenía novia y el porqué de una cicatriz sobre mi labio superior. Tomó el separador del libro, leyó las direcciones de la casa editorial con dificultad, deteniéndose en cada una de ellas para hacerme notar si conocía el lugar que mencionaba (mayormente no los conocía) y puso a prueba mi capacidad de creación e improvisación, ya que cuando me pidió leerle un párrafo en voz alta (de un punto a otro según ella), aquello donde señaló era el relato de las piernas de María llenas de semen y las nalgadas que por el Marqués de Sade disfrutaba recibir. Como pude salí al paso.
Era el preámbulo para llegar a casa y terminar jalándomela con el recuerdo de Blanca chupando mi verga, mientras yo le enganchaba el clítoris con los dedos que hacen el mi menor en la guitarra. Debía, si quería robar algo de Bolaño, continuar con la lectura disciplinariamente: la pequeña Brisa me arruinó la noche, ya que, aunque se fuera, había detonado mi paranoia que tanto trabajo me constaba eludir.
Habló, habló, habló y habló. Se escurrió sobre la banca en periodos de silencio. Le
pedí que fuera donde su mamá. Era casi la media noche, pero parecía algo totalmente normal para ella. Decidí, como todo adulto ignoto, simular que estaba solo afirmando con la cabeza a cada cosa que decía. Después de un rato guardó silencio de nuevo y se quedó ahí sentadita sin decir nada. Pasó un rato y de una bolsa de sus pequeños mallones, sacó lo que parecía un pequeño insecticida. Lo oprimió y del aire inhaló las pequeñas partículas que de él salieron. “¿Por qué haces eso?”, le pregunté. “Cuando me voy a dormir, las narices se me tapan”, me dijo. Después de eso, se levantó la blusa y me mostro su ombligo lleno de llagas. Me contó que tenía dermatitis, y acto seguido me preguntó si sabía porque daba eso y qué tenía que hacer. Una niña de 9 años ocupada de su salud. Carajo. Seguro solo habría recibido una mala consulta del Seguro Popular. En ese momento investigué en internet y leí para ella las características e indicaciones de su enfermedad. Me hizo repetir dos o tres veces las causas: polvo, sol, sudor, estrés (¿Qué es estrés?, me preguntó), alimentación, insomnio (¿Qué es insomnio?). “¿Tú qué estudiaste?”, me dijo. Yo quiero estudiar para doctora, respondió sin darme oportunidad de responderle.
De la nada se paró e inicio el camino de regreso a casa. Tomé el separador que había cuidado tanto, dándome cuenta que estaba estropeado. Cuando la busqué con la mirada, caminaba haciendo balance por la orilla de la banqueta mientras las lámparas de la calle iluminaban sus cabellos. Me puse de pie. Sin que me notara, ahora fui yo quien la siguió por las calles vigilando que llegara al lugar donde su madre se divertía gritando vulgaridades a los clientes. Cuando a las personas usan bromas para agradar, aquello es de muy poca clase, más aún si de sexo se trata. Esperé en la esquina de la cuadra hasta que observé que ocupaba su lugar en el banquito de madera.
Blanca tenía mi libro de Kafka, La metamorfosis. Después de escurrirme por la puerta cuando se quedó dormida después de coger, noté que no le había bastado una semana para ir más allá de la página diez. Tomé el libro y viendo que aún no eran siquiera las 11, caminé al mismo changarrito, donde Brisa estaba en el mismo lugar que el día anterior. Cuando corrió para comprar un paquete de platos desechables en la tienda de la esquina, pagué la cuenta y dejé el libro sobre su lugar sin que su madre lo notara, con el separador apachurrado por sus manos.