El bucle del despertar
Estos seres se alimentaban del sonido. Cualquier ruido los llamaba y atacaban sin piedad. La regla era clara: no hagas ruido, o vendrán por ti. Un cuento de Dani Mondragón
Estos seres se alimentaban del sonido. Cualquier ruido los llamaba y atacaban sin piedad. La regla era clara: no hagas ruido, o vendrán por ti. Un cuento de Dani Mondragón
Por Dani Mondragón (@Monstritosauria)
Puebla, México, 6 de febrero de 2025
El aire en las oficinas era pesado, como si las paredes respiraran con una ansiedad apenas contenida. Había risas, conversaciones dispersas, preparativos para lo que parecía un montaje teatral. El trabajo siguió su curso normal hasta que el primer grito desgarró el espacio.
Nadie sabía de dónde habían salido. Eran pequeños, apenas del tamaño de un perro, pero sus cuerpos parecían estirarse y encogerse de manera antinatural, como si no tuvieran huesos, solo músculos bajo una capa de piel grisácea. A pesar de las garras alargadas, sus movimientos eran silenciosos, apenas si rozaban el suelo.
No detectaban el miedo o el sudor como lo haría un depredador común; estos seres se alimentaban del sonido. Cualquier ruido, por mínimo que fuera, los llamaba, y entonces, con movimientos inhumanamente rápidos, atacaban sin piedad. La regla era clara: no hagas ruido, o vendrán por ti.
Nos tiramos al piso en un acto de supervivencia, el olor a miedo y sudor se impregnaban en el ambiente, podía verlos paseando alrededor, buscando a sus presas, en medio de ese silencio tan perceptible, sentí el movimiento de una garra en mi espalda, mis latidos se aceleraban conforme avanzaba hacía mi cuello, ese intento de nariz recorría mi cuello, buscando un mínimo ruido de mi parte, me llevé una mano a la boca, pero mi respiración estaba a punto de traicionarme.
Entonces sentí tu mano, fuerte, cubriendo mis labios para silenciar cualquier sonido que pudiera escapar, las lágrimas corrían por mi cara y el tiempo parecía no avanzar. El silencio en aquella oficina era un ente sofocante, aplastando cualquier intento de lógica o cordura. Cada segundo se dilataba, cada inhalación reprimida era una lucha desesperada por mantenerme viva. Podía sentir el sudor frío recorriendo mi espalda, pero no me atrevía ni a moverme, estaba paralizada. El miedo era el único sonido que no podía apagar, resonando en mi cabeza como un eco traicionero.
Cuando las criaturas se alejaron, sabíamos que el siguiente paso sería aún más peligroso. Sigilosamente y con movimientos casi imperceptibles, nos escondimos debajo de un escritorio viejo, y mientras la oscuridad nos envolvía, susurraste, “Tenemos que salir de aquí”. Pero el siguiente escenario no sería más amable.
De pronto me encontré en un barrio olvidado, con casas construidas una sobre otra, como si la gravedad misma estuviera fallando. ¿Cómo llegué aquí?, me pregunté, este lugar lo he recorrido antes. Comencé a caminar entre las casas, avisando a la gente que no hicieran ruido y sigilosamente buscaran un refugio, pero en vez de resguardarse, estaban ahí inmóviles, sus miradas mostraban resignación y rencor, si ellos no sobrevivían, tampoco iban a dejar que yo lo hiciera.
Empecé a correr, cruzar entre pasillos para encontrar la salida, pero ellos parecían obstruir cada oportunidad de escapatoria, no podía esconderme porque sabía que me delatarían. “Déjenme salir”, les dije, pero ellos no escuchaban, desesperada les decía que tenían que irse, que dejarme, pero seguían sin siquiera verme. “Por qué no me escuchaban”, pensé, aunque algo en sus ojos me hacía dudar. ¿O acaso no querían escuchar?
De pronto el tiempo se detuvo, ellos estaban ahí, quietos, en silencio, como si el fin ya estuviera escrito, como si aquí me fuera a quedar también.
“Voltea”, escuché a lo lejos. La voz era tenue, pero clara, resonaba dentro de mí. “Voltea”, insistió, me negaba a acceder, pero algo más fuerte que mi voluntad me obligó a hacerlo… frente a mí, vi mi cuerpo, inmóvil, con los ojos cerrados y una respiración apenas perceptible, atrapada en un trance profundo.
¿Qué estaba pasando?, un escalofrío recorrió mi cuerpo, vi mis manos y mis dedos. Ya no eran los mismos. Eran largos, deformados, cubiertos por esa piel grisácea y rastros de sangre. Mi cuerpo, ahora retorcido, se movía con la misma agilidad monstruosa de esas criaturas.
Ahí estaba yo, inconsciente, soñando. Si despertaba, cualquier ruido que hiciera rompería el silencio. Si despertaba, me delataría y yo misma me atacaría.
El miedo se apoderó de mí en una nueva forma. No era el miedo a ser atacada. Era el terror de saber que, si despertaba, no habría salida. Yo era la cazadora y la presa.