King Diamond, toda historia de amor es una historia de fantasmas (II)
Una crónica de Samuel Segura sobre el concierto de un músico que habita pesadillas memorables.
Una crónica de Samuel Segura sobre el concierto de un músico que habita pesadillas memorables.
Por Samuel Segura
Ecatepec, Estado de México, 16 de diciembre de 2024 (Neotraba)
Nicholas C. avanza por el campus hasta la librería y a la distancia la ve.
Le basta ver su espalda para saber que es ella. La que lo ha acosado durante los últimos tres años. Como un fantasma carroñero y maldito.
Nicholas C. da media vuelta y, sin pensarlo, echa a correr. Además, desde hace rato se viene orinando.
Nicholas C. cree que ella va detrás de él; cree que es el Diablo mismo y que no dejará de perseguirlo por toda la eternidad. Por lo que no mira atrás y corre tan rápido como puede.
Hasta que llega a un baño y se encierra. Ahí desahoga un intenso chorro de orina transparente. Al salir ella ya no está. Por ahora.
Su historia, le digo a Nicholas C., me recuerda a una que narré en la primera parte de esta crónica. Un texto en el que también pensé ahora que quiero hacer un compilado de las crónicas que he escrito bajo un estilo al que he llamado, a últimas, lúdico.
Una crónica sobre King Diamond.
–¿Conoces a un tal King Diamond? –me pregunta DT Mendoza a través del whats. Tiene un rato que no sé de él, desde la última vez que me publicó un texto.
–Simón.
–¿Lo quieres ir a ver?
El Mexibús avanza apacible hacia la CDMX. Voy hacia un curso que estoy tomando sobre cine documental. No tenía idea de que esa noche tocaría el Diamante Bandido. No tenía idea de que terminaría yendo a un concierto.
–Va –y pienso que es mucha coincidencia que se esté presentando esta oportunidad. De cerrar el ciclo de crónicas. Le advierto que saldré un poco tarde del taller.
–Entonces te veo en la estación de Metrobús que te quede más cerca –me dice Mendoza. Usualmente no es tan cordial, lo cual me resulta sospechoso.
Cuando llego con él entiendo por qué. Un hombre a su espalda está recargado sobre la estación de Ecobici. Lleva un bastón, de esos de cuatro patitas. DT Mendoza me lo presenta:
–Él es Charly. Y es mi primo.
Charly es un sujeto muy alto; me parece que el bastón le queda un poco pequeño.
–Mucho gusto –dice y me da la mano. En su mirada descubro el escrutinio. Así se acerca al alma humana de su interlocutor.
De tal modo que esperamos un DiDi que nos lleve al estacionamiento del Estadio Azteca, el cual, ahora mismo, está en remodelación de cara a la copa mundial de futbol del 2026 que se celebrará en México, Estados Unidos y Canadá.
Por su parte, Charly me informa del gusto que solía tener por el metal, el cual se ha diluido de a poco, especialmente con el avance de su enfermedad.
–Tengo esclerosis múltiple –dice, sin que se lo pregunte.
King Diamond es de los grupos que conserva intactos de aquel gusto suyo de antaño.
–Lo vi hace siete años, cuando vino al Palacio de los Deportes –le digo mientras miro, primero, a esos ojos escrutadores y luego a su bastón mientras pienso en que quizá él sea el protagonista de esta segunda parte.
Cada noche será otra escena malvada;
como en los sueños de terror
yo quiero, te ordeno gritar
Eso canta King Diamond en Halloween. La canción que ya se escucha cuando bajamos del DiDi en una de las empinadas calles de Santa Úrsula, a los alrededores del Estadio Azteca.
–Fue como una pesadilla –me dice Vini (metalero de cepa, dibujante y escritor en ciernes al que he visto mucho en las últimas dos semanas) cuando le digo que el concierto me pareció muy extraño, una vez que me lo encuentro en la salida para recoger mis cosas. Esa caminata hacia la nada si te saca de pedo. Fue como entrar a un reclusorio.
Como en un reclusorio del infierno que le encantaría al propio Diamond, pienso mientras tecleo esto. O como un no lugar.
Una luz de un reflector en lo alto. Alrededor las tinieblas y unos tipos enfundados de negro que avanzan a la orden de otro sujeto, uno con un megáfono que grita:
–¡Cinturones y mochilas no pasan, cinturones y mochilas no pasan!
Los individuos obedecen y en mansedumbre entregan sus pertenencias.
–Ojalá no te roben tu computadora –me dice DT Mendoza sin saber que no la traigo. Lo que sí sabe es que soy un obrero de la palabra escrita y que cualquier oportunidad es buena para escribir. Por lo que guardo tanto su cinturón como el mío como el de Charly (a quien un momento antes, como la rata inmunda que soy, le he pedido que cargue mi mochila por si puede pasarla ya que porta un gafete que lo avala como persona con alguna discapacidad. No sirve de nada: al final, una vez que salimos del concierto, esas ratas aún más inmundas que yo me cobrarán, sin haberlo avisado, 150 pesos por el recogimiento de las cosas).
La Puerta 3 del Estadio Azteca conduce a un amplio paraje que estaría desolado de no ser por unos cuantos puestos de comida muy separados entre sí y sin alguien comprando. En las paredes apenas iluminadas logra verse un dibujo feo resquebrajándose de Cuauhtémoc Blanco.
Un vendedor de chelas grita desde el suelo:
–¡Cerveza, cerveza!
DT Mendoza, Charly y yo nos paramos frente a él. El vendedor no se levanta de su sitio al servirnos las bebidas, que también tiene sobre el piso. Así pues, avanzamos con las chelas un poco más. A lo lejos, rodeado por la negrura, se mira al escenario. Un par de cruces invertidas tras una especie de mansión.
–Muy teatral el pedo –dice DT Mendoza, quien no esperaba nada del concierto y terminó mateando.
–No en vano le dicen el cuentacuentos del metal –dice Charly. DT Mendoza, periodista gonzo de oficio, celebra tal aseveración. Yo ignoro si le dicen así o no, lo que es cierto es que en sus discos sí que King Diamond cuenta historias. Y las representa en vivo.
Por lo que no, no son unas cruces parecidas a las del casi siempre finado Cruz Azul, sino que es el St. Lucifer’s Hospital, donde mora Abigail. King Diamond nos lo hace saber al cantar con ese estilo agudo tan específico, el que le ha granjeado el cariño y respeto del público desde sus días en Mercyful Fate. Parece escenificar una puesta dentro de una maldita casa de muñecas infernal y gigante.
–Ni el mismísimo Freddy Krueger se atrevería a entrar en esas pesadillas –comenta el George un post de facebook de Vini donde brinda su apreciación del evento.
–Seguro por el cierre del Azteca, estos weyes deben querer sacar dinero de donde sea y como sea –dice DT Mendoza, aunque no le conste, y le da una calada a un heater que los azules –quienes revisaron en tres momentos distintos las entradas– no pudieron quitarle. Charly, en cambio, no corrió con la misma suerte y lo detuvieron un momento. A la breve distancia veo que muestra su gafete. No les importa a los puercos y algo le quitan.
–Mi toque –dice cuando se acerca a nosotros. Avanzamos unos metros más y nos quedamos en el primer círculo de gente. Es decir: hasta atrás. Ahí Charly coloca su bastón y a un lado de este su chela. Volteo a los alrededores.
–¿Habrá baños aquí? –le pregunto a DT Mendoza. Voltea hacia todos lados, lo mismo que Charly, quien dice:
–Si están muy lejos, me cae que me hago aquí. No voy a llegar –dice. Supongo que no bromea.
Tanto Nicholas C. como Vini acudieron al taller de escritura que recién di en Ecatepec, el barrio en el que crecí. Ambos asistieron a todas las sesiones. En una de ellas vimos, entre otras, la paradoja de la crónica de concierto. Con eso me refiero a que dicho texto, para ser verdaderamente jugoso, debe hablar de todo menos del concierto. De todo lo que está alrededor.
Como esa señora pelocorto y entintado con chaqueta de la UNAM (de las azul y oro, la cual la hace parecer catedrática) que matea enloquecidamente junto a su hija cada canción.
Como aquella pareja de cincuentones ya canosos que juntos matean mientras mantienen en alguna de sus manos la seña de los cuernitos metaleros.
O como aquel godínez a nuestras espaldas, pelocorto y canoso, la camisa abierta por el cuello, un tanto desfajada, del que DT Mendoza expresa:
–Seguro antes se metía al slam y ahora le debe a Coppel –anoto la observación en mi móvil.
–Ese hombre –les diría yo a los talleristas– sería capaz de escribir su propia crónica. Una muy buena.
El tono de voz con el que el danés King Diamond se dirige a su público me hace pensar en que él mismo es un individuo agradable. Bromea, es sarcástico. Educado. Sin importar su maquillaje diabólico, padre de los blackmetaleros (que, aunque blanco y negro, de pronto se torna naranja por la iluminación, haciéndolo parecer un tigre maligno) ni su sombrero aterrador de bombín; sin importar las leyendas de que vivía sin electricidad entre luces de candelabro, o que dormía en un ataúd (y que si lo despertabas te podía matar), Kim Bendix Petersen, de 68 años, hace ver muy lejano el rockstarismo que bandas más pequeñas podrían tener. Al menos así lo parece en esta entrevista con mi tocayo Sam Dunn.
O como se muestra en este breve intercambio con el guitarrista de Slayer, Kerry King.
–King Diamond, ¿ese es su verdadero nombre, así está en su acta de nacimiento? –le preguntan en esta entrevista de 1987, donde revela, entre hombres pelocorto de saco y corbata (iba a mencionar bigote, pero él también lo porta) que fue en 1969 cuando escuchó por primera vez un riff de rock, lo cual lo hizo tener que decidirse entre la música y el soccer, deporte que jugaba casi profesionalmente.
–Sí.
–¿De verdad?
–De verdad.
Y King sonríe.
A uno de los asistentes esta noche, El Rey Diamante, quien carga consigo su clásica cruz de huesos con la que le hace como que toca, le dice:
–Estás mintiendo.
Luego se pone una mano sobre el oído.
–No puedo escucharte…, pero bueno, feliz cumpleaños de cualquier modo.
Luego se aproxima una copa a la boca y brinda:
–Esto es agua bendita de verdad.
Avanzo hacia él. Me voy por la orillita que observa por la izquierda el escenario y apaciblemente, sin tener que empujar a nadie, llego casi a la tercera fila. Ahí un sujeto de lentes y bigotito imita el falsete del King, cuyas letras de horror, a decir de esa entrevista del 87, pudieran atraer a los fans del otro rey: Stephen.
Desde ahí logro ver las gárgolas que vigilan el escenario. El momento en que alguien es metido en un ataúd.
–¡Ya, King, vístete otra vez de viejito! –grita una mujer a mis espaldas. Me perdí el momento, pero ciertamente alguien merodeaba por aquel lugar con los pelos blancos. Y no me refiero al otro guitarrista que no era Andy, el Piedras, LaRocque.
Desde ahí veo a una corista diabólica –que al parecer es la esposa de King– hacer como que toca un teclado (¿o si lo toca?). Luego de decirle que está muy cerca del cielo, el Rey la invita a bajar por las escaleras y la encierra en alguna parte del escenario. Un tipo del público con la cara pintada como él mira la escena con los ojos iluminados por las falsas llamas.
En efecto, una pesadilla.
Culmino la chela y me echo hacia atrás. Camino hacia al baño. No es muy lejos de donde nos paramos en un principio. Hay pocos por ahí. Veo, acaso, algunos rostros conocidos: a Merlina Malvada, al vocalista de Godless Throne. A un tipo que se hace llamar Perro Muchacho. No saludo a ninguno.
Me desahogo en la total negrura de un pestilente baño azul en el que no respiro.
Al salir veo una cosa, una especie de carrito, que me detengo a fotografiar con la infame cámara de mi cel.
A lo lejos King Diamond canta:
Y cuando el sol rompe la oscuridad
ya no los oigo bailar
no hay voces
matando el dolor… dolor… dolor
En efecto, la foto sale horrible.
Así que avanzo. Los pantalones casi se me caen.
Si quisieran, aquí podrían atracarte, pienso.
El atraco ocurre al salir, cuando Charly va en búsqueda de una playera del concierto y yo recojo mi mochila con los cinturones. Entre el tumulto de gente, alguien lo bolseó y extrajo su celular, así como le ocurrió a Vini recientemente en Iron Maiden. Él lleva puesta una yera antigua de King Diamond con la portada del Abigail.
–Estuvo súper chido el concierto –dice, emocionado, poco antes de que baje corriendo hacia el tren ligero, luego de mostrarme alguno de los videos que grabó.
DT Mendoza y Charly se aproximan. Ambos ya están un poco grises. Charly me informa del robo del que acaba de ser víctima.
–No pasa nada, así es esto –dice.
–¿Pudiste comprar tu playera?
–Sí –dice y la extrae de uno de los bolsillos internos de su chaqueta. Creo que debí guardar aquí el cel.
–Vámonos a cenar –ordena DT Mendoza, quien ya ha pedido otro DiDi, el cual nos llevará a unos tacos cercanos a los cuales él asistía en su juventud, mucho tiempo atrás, luego o antes de las pedas con sus colegas reporteros. Esos años mozos en los que trabajaba para cierto periódico de la capital.
Una vez que hemos cenado, afuera de la taquería Charly fuma un cigarrillo de la amistad. No le pido uno. No en ese momento.
–Te ves triste –dice.
–¿Ah sí?
–Sí.
–Yo te vi feliz –le digo, pues estuvo cantando casi todo el concierto.
–Es la primera vez en más de un año que salgo a una actividad como esta –dice y me escudriña con la mirada. No puedo estar más contento.
Otro DiDi está a punto de recogernos, uno que nos llevará al depa de DT Mendoza, donde habitan un perro, un gato negro (este de quince años, aunque no lo parezca) y un sujeto del norte del país, quien nos recibe en camiseta y calzones mientras habla a grito pelado por teléfono con alguien.
DT Mendoza se aplatana en una silla playera y de él no volvemos a saber hasta que abandono su vivienda casi a las 5 de la mañana. Esas horas de madrugada converso con Charly, frente a frente, con un tinto y un cenicero frente a ambos. Con una bocina en donde no deja de repetirse lo último de Michael Kiwanuka, de quien soy devoto.
Así es como me cuenta algo de su historia. De cómo fue que se dio cuenta de que tenía esclerosis una vez que estaba nadando en una alberca y un brazo no le respondió. De cómo su chava, recién, lo abandonó después de una fuerte crisis por su enfermedad. Yo le hablo de mi propia separación, de las puertas que se me han venido cerrando a últimas. Nos sinceramos el uno frente al otro. Mi situación, ante la suya, parece un día de campo, pienso. Por lo que, la mayoría del tiempo, me limito a escuchar. Acaso, en algún momento, lo invito al taller. No puedo evitarlo pues, le digo, escribir es fracasar. Uno vive en el fracaso. Son menos los triunfos.
–Cuenta con ello –dice. Con eso me obligarás a hacer lo que estoy pensando sobre la asociación sobre doña Esclero –así le dice a su condición. Chocamos nuestros puños. Luego nuestros vasos. No hay mejor forma de cerrar un trato, pienso. O un ciclo.