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Hermosillo, Sonora, 28 de mayo de 2024 (Neotraba)

Ibán de León agita con palabras el barro y el pantano de la memoria. Emana entonces la poesía, ese camino que recorre ya como una vocación certera e impostergable.

Hace un par de meses se publicó Un solar es la noche (Editorial Garabatos-MAMBOROCK), Premio Nacional de Poesía Ydalio Huerta Escalante; aquí una conversación a partir del contenido del poemario de marras:

–La autobiografía es la garra en tu poesía, cuéntanos: ¿decides o surge natural?

–Supongo que ambas cosas. Lo decido, pero de algún modo ocurre de forma natural, como una especie de necesidad. Es difícil, tal vez imposible, no escribir sobre nuestras experiencias personales. Incluso en textos cuya raíz es la ficción se cuela lo que somos. Y viceversa, porque cada texto que indaga en la experiencia íntima tiene su parte ficticia. Siendo sincero, yo tengo una fijación por el pasado, mi pasado, la infancia. Hay en esto una gran carga de idealización (su motor es la nostalgia), pero también una búsqueda por explicar lo que soy en el presente: ¿de dónde la herida y el milagro?, ¿la desesperanza y el pan sobre la mesa? Algo luminoso y oscuro es el recuerdo, como algo luminoso y oscuro es la poesía.

–Las locaciones son generosas, se disponen ante tu mirada y de ahí a la palabra.

–Creo que lo que más me cautiva de los recuerdos es la imagen. Pienso que, en la infancia, sobre todo, uno toca ese misterio que es la vida, sin ser consciente. Un día cualquiera, de súbito, el recuerdo nos devuelve a un momento que, por alguna razón, sobresale de los demás. Lo que me resulta fascinante es que dicho momento está poblado de cosas, seres que conforman un paisaje: árboles, luz, sombras, cuerpos, rostros, agua, hierba, veredas, tejado. Es hermoso, me parece, que la memoria seleccione esos instantes por significativos, aunque nosotros no lo sepamos. Lo que para uno es especial, para alguien más, que también estuvo allí, pasó desapercibido.

Hay un domingo soleado cuyas horas atraviesa un río, un horizonte de hierba y árboles que dan su sombra generosamente y, de pronto, unos niños que llegan riendo y gritando y se lanzan al agua. Esta imagen se puebla de sensaciones, olores, sonidos. De este modo se va construyendo el texto. ¿Qué más?, pregunta el poema: ¿qué había ahí? Detalles como el cansancio después de nadar, el frío sobre la piel al salir de la corriente, el sol (que era un cálido abrazo), las flores amarillas junto al cauce, su aroma delicado que vuelve a nuestra nariz y nos acerca a ese sitio.

Todo cuenta, todo es parte de ese querer saber. Y uno escarba hasta donde le es posible. Repentinamente un ave oscura (¿un zanate?) aparece en la punta de un árbol (¿una ceiba?). ¿Realmente vi un zanate detenido en la punta de una ceiba mientras nadaba con mis hermanos en el río de mi pueblo, décadas atrás? Sí, responde el poema.

Ibán de León. Foto por cortesía de Carlos Sánchez
Ibán de León. Foto por cortesía de Carlos Sánchez

–Para retratar el mundo es necesario partir de la vida chiquita, la que está en corto.

–No tengo dudas de eso. Para mí, como para otros, la poesía late en las pequeñas cosas del mundo. El árbol frente a la ventana de mi cuarto, sus flores moradas de abril. La breve luz que entra por esa misma ventana al amanecer e ilumina sólo un trecho de la habitación. La hormiga que va por el vidrio de la ventana, probablemente hacia las ramas del árbol, para encontrarse de nuevo con la tierra. La poesía está hecha de cosas sencillas. No podría ser de otro modo. Cómo no asombrarme, entonces, ante lo cotidiano, el milagro de la vida que a diario me visita.

–No hace falta la risa ni el confort ni la bonanza, la vida es y se dice.

A menudo pienso en el consejo de un maestro, en un taller, hace muchos años: insistía en que hay que ser completamente honestos en el poema, porque el lector detecta las imposturas, lo falso. Con honestidad, pienso hoy, se refería sobre todo a la emoción que da origen a los versos, no exactamente a lo que pueda relatar el poema.

–De doce que luego fueron once y tú el penúltimo, el sostén de la historia con los adobes que son las palabras.

Diría que todo está hecho del barro de la infancia: los bajareques que aún se construyen en la región, los hornos de pan, los animales domésticos (como perros y gallinas) y los de caza (especialmente las iguanas), los frutos de temporada (mangos y ciruelas), los sembradíos de maíz (donde también crecían el frijol, el chile, la calabaza, el tomate y, a veces, frescas y dulces sandías), mi familia y los largos silencios del hogar, los poemas.

–La infancia recurrente: ese páramo magistral al que nos conduces y nos encandilas de tanta luz y desolación.

–Como ya he mencionado, vuelvo siempre a la niñez en el poema. Y aunque empiece escribiendo sobre otra cosa, suelo terminar ahí. Dije además que al revisitar el pasado busco explicar lo que soy ahora. Pero también creo que nadie como un niño para observar la poesía del mundo, porque está descubriéndolo, mirándolo por primera vez, en sus rasgos mínimos, y para sus ojos todo es asombro. Esa es, quizá, la verdadera razón por la que regreso una y otra vez a esa etapa de mi experiencia vital.

Portada de Un solar es la noche de Ibán de León
Portada de Un solar es la noche de Ibán de León

–¿Cuántas veces al día viene a tu memoria el hermano aquel?

–Lo cierto es que casi no pienso en él. No lo conocí. Llegué aquí cuando ya se había ido. Su recuerdo perdura, sobre todo, a través de las palabras de mi madre. El poema donde lo menciono, a mi hermano, además de un recuento de pérdidas, un dejar constancia de lo que fuimos, intenta ser una especie de disculpa ofrecida tardíamente a mi mamá, quien murió hace siete años y se llevó consigo el dolor del hijo que le fue arrebatado, al que no volvió a ver.


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