De los nombres malsonantes
Quizá después de llevar toda una vida a cuestas con ese epíteto de cruel incongruencia, terminaron por aceptar que el nombre no lo elige uno.
Quizá después de llevar toda una vida a cuestas con ese epíteto de cruel incongruencia, terminaron por aceptar que el nombre no lo elige uno.
Por Juan Rivas
Puebla, México, 23 de junio de 2023 [00:05 GMT-6] (Neotraba)
En el prólogo a su muy útil Diccionario etimológico comparado de nombres propios de persona (1956), Gutierre de Tibón aborda las categorías que omitió en su estudio, así como las razones que lo llevaron a excluir determinados ejemplos. Desde los nombres del santoral que “son todo menos eufónicos” como “Crucodemo, Croato, Mapálico”, hasta aquellos cuyo “sonido evoca conceptos negativos o molestos […] asociaciones de ideas que mueven a la risa: Memo, Canico, Dragón, Parodio, Neón, Nimia, Pinito, Meneo […] Criseta y Mamila […] Pancario, Fileto y Papas” (8).
Difícil será encontrar hoy día algún Crucodemo, alguna Mamila (que los hay, pero no de nombre); algún Parodio o algún Dragón (aunque haya cada vez más niños llamados Gohan, Vegueta o Kakarotto, inspirados por el fanatismo de sus padres a Dragon Ball).
Por otro lado, ciertas combinaciones de nombres propios con el apellido pueden generar calambures involuntarios, como cuando alguien se llama Mónica y se apellida Galindo. Hay de plano nombres albureros con los que le juegan bromas en vivo a conductores de televisión y les piden saludos para Alma Madero, Rosa Melano y el proverbial Benito Camelo. Nunca deja de preocuparme el hecho de que, sin duda, hay gente en la vida real con estos nombres. Esto se puede deber a que sus padres pecaron de inocencia o llegaron al registro civil con un exceso de malicia, como aquel personaje de La Colmena de Camilo José Cela, que apostó una cena con sus amigos a que era capaz de llamar Cojoncio a su hijo. Y ganó.
Si a los mártires abnegados que cargan por la vida la cruz de estos nombres se les preguntase por qué, luego de indudables años de escarnio público, de padecer numerosos (y repetitivos) chistes a razón de portar un nombre tan santo como el de Falopio o Maciosare, no han decidido cambiarlo por la vía legal, probablemente dirían que hay dificultades burocráticas o legales, o que no tienen tiempo ni recursos para hacerlo. Pero quizá también opinen que este mero vocablo ha dejado de afectarles o se han desconectado de él. Es más o menos lo que argumenta uno, por ejemplo, cuando es ateo y se llama Jesús (o peor: “de Jesús”, como su seguro servidor). Quizá después de llevar toda una vida a cuestas con ese epíteto de humor involuntario o de cruel incongruencia para con su persona, cuya ironía rivaliza con el colmo del panadero (tener una hija llamada Conchita), terminaron por aceptar que el nombre no lo elige uno. Al menos no el nombre legal: pero sí los seudónimos, los nombres artísticos o con los que uno firma lo que escribe.
Porque las palabras son arbitrarias: no hay relación intrínseca entre un significado y su significante. El signo lingüístico es una convención social. Tal fue la afirmación más útil y más radical de Ferdinand de Saussure, el padre de la Lingüística. De manera que, en un acto de racionalización o de estoicismo, quienes viven con un nombre que les disgusta, pueden en muchos casos sobrellevarlo, olvidar sus significados ocultos por largos períodos e incluso llegar a verlo con humor, con autoescarnio, hasta con la distancia crítica suficiente para escribir un artículo de opinión al respecto.
Siempre evoco, junto con las tardes de sobremesa que pasé solo con mi abuelita, una de sus parábolas con forma de refrán, de anécdota o de chiste.
“Conforme la gente empezó a formarse en tribus y las tribus fueron creciendo”, explicaba de la nada mi abue en tono catedrático, “los nombres ya no alcanzaban y hubo necesidad de inventar los apellidos. Esto fue convenido por los jefes de cada familia en una reunión, luego de la cual acordaron que lo primero que vieran en el camino, de vuelta a sus casas, sería su apellido. Así, sucedió que un señor vio un río y su familia fue la familia Río. Otro señor vio un prado y su familia fue del Prado. Pero un desafortunado hombre se topó con una caca de perro. Así, luego de generaciones, hubo un infeliz que se llamó Jacinto Caca. Y Jacinto Caca fue un día al registro civil. Ahí explicó que quería cambiarse el nombre.
–¿Cómo se llama Ud.?, le preguntó el juez.
–Jacinto –respondió.
–¿Jacinto qué? –indagó el leguleyo con recelo.
–Jacinto Caca.
El juez suprimió toda mueca de descompostura y sólo dijo:
–Ya veo. ¿Y cómo desea llamarse ahora?
–Pedro –afirmó el hombre.
–¿Pedro qué?
–Pedro Caca.”
Referencias:
Tibón, Gutierre de. Diccionario etimológico comparado de nombres propios de persona. México: Fondo de Cultura Económica, 1956.