Una ventana inmensa: Enrique Horna
El taller de poesía en prosa de Manuel Parra Aguilar presenta esta semana al fundador de la asociación literaria TRILCE.
El taller de poesía en prosa de Manuel Parra Aguilar presenta esta semana al fundador de la asociación literaria TRILCE.
Por Enrique Horna
Hermosillo, Sonora, 9 de junio de 2022 [00:01 GMT-7] (Neotraba)
Filadelfia, la luz trajiste a un viejo año cuyo número era quince, quince razones de curiosa esperanza, quince argumentos para buscar el amor en la lejana isla de los nativos. Una vieja cantina te destila todo el dolor y la pena que deja amar sin horizonte, esa aurora que te hacía aspirar a no ser la primera en su corazón, pero sí la última en marcharse. Las horas pasan, se mezclan con las centenarias calles, los árboles callados testificando con su verde el llanto cómplice de la noche, oscura quimera, estática ausente de un lugar transitado donde tu anfitrión te escucha como tú, Filadelfia. Gritas tu amor entrañable al poeta, a quien continúas amándolo a pesar de que te abandonó por una bella joven con “futuro”. Filadelfia, estás cargando la pesada ansiedad que deja el olvido, la indiferencia, la distancia, el desamor cruel como espada indolente. Filadelfia, aun así te atreves a desafiar los senderos oscuros, te atreves a no llorar en las noches tibias de verano donde la brisa del puerto te recuerda un beso, te atreves a no desabrigarte en las noches frías de invierno donde tu curtida chimenea te recuerda el calor de un abrazo. Filadelfia, qué raro es el amor; eres absolutamente libre para creer que es maravilloso. Tu gran amor no lo encontraste con quien concebiste tus hijos. Qué sarcástica y juguetona es la vida; te puso un poeta en tu camino y toda la ternura de sus versos lo bebiste con tus besos, santificaste el ero de su afecto y lo amaste con la locura que solo los amorosos pueden sentir. Filadelfia, no hay casa para siempre, ni caricias y abrazos omnipotentes, menos aves mágicas para volar en las noches de tormentos, tampoco vinos para calmar la pena, aniquilar los recuerdos, asesinar las caricias tatuadas en el alma. Filadelfia, atemoriza la soledad. La nostalgia nos atrapa sigilosamente; nos hace creer que encontramos el amor de nuestra vida, pero el amor, mi buena Filadelfia, es una vieja baraja que juega con nosotros, engatusándonos con los posibles y borra los imposibles, ritualizando las danzas de las frescas ilusiones que nos queman más que nunca.
Para Rosa María Artigas
El tiempo y su callada melancolía visitan tu recuerdo de rosas, grabado con cartas de ternura risa, de colores abrazándome una mañana australiana vestida de San Ángel y Michoacán. Cita hecha verbo reverenciado, viajera osada calmando curiosidades, cariñosa amiga de todas las soledades, cultora de la amistad más fraterna; tía querida juguetona con la inocente aurora esperada de mis hijos. Lejano setiembre esperando nuestro abrazo, capitana generosa que regala alegrías, riega con amor a tus semejantes, ora las edades de sus almas peregrinas, esparce tus huellas, cultiva la miel de la palabra. Entrañable Rosa mexicana, guardaste ochenta flores perfumadas en los corazones de tus amigos, caminas íntimamente. Mi alma está agitada y suspira el íntimo instante de tu nostalgia.
Naciste un día muy lejano en el primer cuarto del siglo pasado, cercano al río y la vega, entre bordes fortificados con mangos, paltos y granados. “Las Delicias”, destino de tus padres, pedazo de tierra familiar cuyos frutos con ropaje de sacrificio, te inculcaron desde muy niño el interés al cultivo del arroz, de las frutas y el cariño por los animales. Entre las angustias tangibles de la necesidad por la supervivencia y las carencias aceptaste tu destino, aprendiendo a trabajar duro, moldeando tu carácter con las ansias de la superación y dignificando tu existencia. Buen hijo eras, así me han asegurado, y en las tardes de nostalgia unas lágrimas bañaban tus mejillas recordando a tu madre y hermanos. ¡Va! Mi Padre tiene muchas vacas, toros, caballos, gallinas, ovejas y todas las aves de los campos, así lo afirmaba con inocente orgullo de niño provinciano recién aterrizado en las calles de la gran ciudad capital. Labrador, guapo y querendón, diestro con el caballo y el lazo, y cuando había que cantarle a la pasión y al olvido, tu pecho se agitaba con emoción. Porque todos buscamos el afecto desde la aurora del ser, entre soledades disimuladas por las multitudes y las calladas voces de las piedras del camino, en los recodos melancólicos del viento y en las majestuosas noches que ocultan las sombras de nuestros anhelos. ¡Va! Mi viejo tenía lo suyo, la curiosidad por la ciencia y los viajes espaciales, pues deseaba ser astronauta para estar cerca de las estrellas. Admiraba a los incas por su refinada ingeniería y dominio del agua, ensalzaba la eficiencia alemana e intentaba hablar limpio y claro puliendo la palabra para acercarse al dolor humano. Cómo no acordarme de tu pasión por el boxeo y tus asistencias a las grandes peleas del valiente Mauro Mina en el antiguo estadio nacional y los elogios al extraordinario Cassius Clay. Soy uno de tus hijos naturales de tu amor, como si el amor no fuese natural, y fui alguna vez una criatura que veía el mundo a través de tus ojos, fascinado con esos viajes de la infancia recorriendo senderos y caminos a pie, en caballo, en bicicleta, en camión o camioneta. A veces discutíamos en mis años de adolescente, rebeldía la mía sin causa aparente. Era tan solo ingenuo idealismo de juventud. Dónde está la filosofía? Yo deseaba marcharme muy lejos, más allá de los cerros y con las novelas ejemplares de Cervantes. Paradoja de la vida ver juntos una película sobre Australia cuando aún era un joven buscando su destino. Anuncio o presagio de que años más tarde me marcharía a la isla continente cruzando un extenso mar aferrado a tu ejemplo, porque cuando el hombre toma su derrotero no hay pero que valga, salga “pato o gallareta” había que dar la cara. Aprendí que los hombres también lloran cuando en la era de arroz te vía abrazando a tu hermano, llorando emocionado por el reencuentro. Cuánta dignidad hay en las lágrimas bien lloradas porque yo también te he llorado a solas, conmigo mismo, nutriéndome de tu valentía y dulzura, enseñándome que la familia es lo más preciado y los buenos amigos los hermanos del alma. Te escribo desde unas tierras muy lejanas a las que fueron tus arenas, surcos y suspiros, las cuales están labrados en mi espíritu como una reafirmación de que en la fugacidad de la existencia, hay algo que siempre perdura: la eternidad del amor que se vuelve misterio con el paso del tiempo. Sigo viajando y no me canso de contar las estrellas. Nos volveremos a encontrar en los sueños, tú con tu sabiduría de la inmortalidad, yo con mis recuerdos.
Las piedras están ahí, viajan sin ser aves. Su tiempo es hondura del espacio, como eternidad inamovible, pariendo los siglos, vistiendo los días con la fragancia de siempre: frío, calor, todas las estaciones del susurro. Son los ecos del silencio, los besos del viento. No se emocionan? Dónde estarán sus almas? Tal vez en el templo del día y la noche, en el manto de la lluvia, en el peregrinaje de las brisas, testigos y jueces de la quietud, cómplices de los fuegos sin llamas, sombras de los hielos sin agua. Calladas formas del misterio, cincelados tesoros de átomos a manera de entrañas guardianes del altar peregrino de los duendes, habitantes de las llanuras, carcajean en las altas cumbres, duermen en el fondo de los ríos, musicalizan las notas de los océanos. Copulan con la tierra, cual ardiente luz, masa alumbrada en una noche universal, no poseen cuna ni el arrullo del principio, son ciencia y el arte del sepulcro, cobijan todos los navegantes de la vida y no me piden nada; les doy mi asombro y mi ternura de niño.
Enrique Horna. Poeta peruano que desde 1991 radica en Sydney, Australia. Fundador de la asociación literaria TRILCE y patrocinador principal del concurso internacional del mismo nombre. Libros: Melodías del Rocío, Del Amor, el Tiempo y la Distancia.