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Por Graciela Matrajt

Seattle, Estados Unidos, 06 de abril de 2021 [01:00 GMT-5] (Neotraba)

Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz.  

Benito Juárez

Aquella noche por fin conocería a un amigo de mi novio. Nuestra relación ya llevaba dos meses y aún no me había presentado a ninguna de sus amistades ni a su familia. Él era un chico taciturno y algo introvertido. No podría decir que fuese tímido, sino más bien reservado. Sin hacer preguntas ni presionarlo, esperé pacientemente hasta que al fin se decidió a abrirme las puertas de su ferozmente resguardada vida privada. Prefirió empezar por Antonio, su mejor amigo y además colega que conocía desde hacía más de tres lustros. Ambos, músicos y compositores, se conocieron en los ensayos de un concierto para un festival de música clásica local y desde entonces, a pesar de la diferencia de edad, eran inseparables.

Nos citamos directamente en el restaurante. Llegué al encuentro unos minutos tarde; la reunión en mi trabajo se demoró y me tomó tiempo encontrar un taxi libre. Cuando entré, busqué a mi novio en todas las mesas y lo hallé en una del fondo, sentado frente a un hombre unos quince años mayor que él, con canas en el cabello, la barba y el bigote. Al acercarme, mi novio me vio e hizo un ademán para saludarme, al tiempo que su amigo me mostró una sonrisa que pareció más bien una mueca mal pintada sobre una máscara. Antonio era divorciado y, al verlo solo, deduje que no tenía pareja en ese momento. Me senté entre ambos, con mi novio a la izquierda.

El mesero tomó la orden de las bebidas y dejó el menú. Mientras lo leíamos, me percaté de que Antonio me observaba de reojo y seguía con su mueca inalterada, como si la tuviera pegada a la boca y fuera parte de su anatomía. Pedimos la cena y comenzamos a charlar sobre todo y nada; ese tipo de conversaciones que parten de un tema anodino y, si se dan, pueden desembocar en un apasionado debate.

Mi novio estaba emocionado. Al presentarnos esa noche, dio el doble paso de franquearnos la entrada a su privacidad tanto a su mejor amigo como a mí. Lucía complacido de haber tomado esa decisión. Con una gran sonrisa en el rostro, sus expresivos ojos negros brillaban sin cesar. Mientras nos hablaba, observé a Antonio a detalle. Algo no cuadraba en ese hombre. Esa mueca y su mirada persistente, casi inquisitiva, me daban mala espina y no lograba entender por qué. ¿Era mi intuición femenina que levantaba una bandera roja y me llamaba a ponerme en guardia? Dicen que no hay que guiarse por las apariencias, no juzgar a un libro por su portada. Resolví ignorar ese malestar y traté de concentrarme en la conversación que ahora mi novio llevaba con gran fervor.

De repente, sentí una mano sobre mi rodilla derecha. La mano se posó primero con suavidad, pero después la agarró con firmeza al tiempo que Antonio volteaba y me miraba a los ojos. Y mientras lo hacía y cambiaba su mueca por una sonrisa triunfante, la mano empezó a subir sobre mi muslo lenta pero firmemente. Atónita, dejé caer el tenedor sobre el plato y el ruido hizo que la mano se desprendiera de mi pierna. Por un momento sentí que me costaba respirar. La sorpresa me dejó en shock y mi mente estaba envuelta en una bruma. Mientras recuperaba el aliento, traté de ser discreta para no atraer la atención de mi novio, quien conversaba con vehemencia. También intenté ordenar mis pensamientos, que parecían sumergirse bajo una ola enorme sin salida.

Tomé un sorbo de vino y acerqué mi mano a la de mi novio, la cual rocé tímidamente para no distraerlo de su monólogo. Pensaba en lo que ocurría y en cómo abordarlo. Como un juego de ajedrez que se gana con sofisticada estrategia, resolver esta paradoja requería una táctica elegante. Dos opciones se me presentaban a primera vista: Por un lado, podría callar y hacer como que “aquí no pasó nada”; dejarme humillar y guardar silencio para salvaguardar la relación con mi novio, de quien estaba profundamente enamorada. Por otro lado, podría armar un escándalo, lo que sin duda causaría un enfrentamiento con mi novio y lo pondría en un dilema: creerme a mí, de quien decía estar enamorado, pero a quien conocía escasamente desde hacía un par de meses, o a su mejor amigo, al que lo unía una amistad de más de quince años. Era la primera persona a quien quiso presentarme; tan importante era este amigo para él.

Someterme sentaba precedente con Antonio, quien podría interpretar mi silencio ante su acoso como una concesión, como si fuera para mí una coquetería aceptada y, más adelante, convertiría en una aventura. Peor aún, Antonio podría interpretar mi disimulo como un temor a estropear su relación con mi novio, lo que le daría ventaja para llevar su agresión a otros niveles.

De cualquiera de estas dos formas, Antonio saldría victorioso. No importaba hacia dónde moviera el rey, estaba en jaque y estaba por perder el juego. Si se lo decía a mi novio, seguramente él no me creería y nuestro noviazgo terminaría en ese instante. Y si no se lo decía, debía encontrar pretextos para evitar futuros encuentros con su mejor amigo y se quebrantaría nuestra relación en muy poco tiempo. Era una de esas circunstancias de la vida en donde unos siempre ganan y otros siempre pierden. Y yo parecía formar parte del segundo grupo.

Mientras reflexionaba sobre todo esto, la mano volvió a posarse sobre mi rodilla. Esta vez se aferró a ella y no se movió, como si quisiera conservar su lugar a toda costa.

En ese instante, entendí que tenía perdida la guerra. Pero estaba determinada a salir vencedora de esta particular batalla. Entonces, se me ocurrió una tercera opción. Tomé la mano de mi novio y la besé tiernamente, al tiempo que, con fuerza y rabia, clavé mi tacón en el empeine de quien tenía a la derecha.

Él, sobresaltado, inmediatamente retiró la mano de mi rodilla y tomó un sorbo de agua para ayudarse a tragar y acallar el grito de dolor que ahora lo ahogaba. La mueca se transformó en un vergonzoso gesto de derrota mientras que en mi rostro apareció una sutil, pero victoriosa sonrisa.

Jaque mate.


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