Camino a casa
Cuento | Revisar la niñez de camino a casa de los padres es la trama de este cuento de Leñada R. C.
Cuento | Revisar la niñez de camino a casa de los padres es la trama de este cuento de Leñada R. C.
Por Leñada R. C.
Puebla, México, 17 de diciembre de 2020 [00:00 GMT-5] (Neotraba)
Unas palabras de la última noche que salí con Fátima me hicieron recordar algo que me parecía tan ajeno. Esa noche era una de tantas en las que Fátima quería desahogarse y maldecir su suerte. Que porque no tenía suerte en el amor o porque no tenía un gran empleo. “No importa a dónde vaya o lo que venga del futuro, mientras siempre sepa de dónde vengo” le gustaba decir.
Tal vez porque iría a visitar a mis padres, estas palabras contribuyeron a la efervescencia de mis recuerdos. A mis padres jamás les gustó vivir en las ciudades, ni siquiera en las pequeñas. Temían a los aparatos tecnológicos, o quizá a que su realidad ya no fuera como ellos creían debía ser. Reproducir videos en un celular era un motivo para que estuvieran incómodos o molestos durante la mayor parte del día. Sólo reconocían o el radio, uno descompuesto que sólo lograba sintonizar una estación, o una televisión de las viejitas, similares a las cajas.
Para llegar a su casa era necesario abordar dos autobuses. El primero me lleva de un estado a otro. Y el segundo de la ciudad al pueblo. Mis padres no viven en tal pueblo, al llegar todavía se debe recorrer un sendero junto a un río, el cual comienza en uno de los límites del pueblo. Era una caminata de casi media hora, cuesta abajo. Cuando me encontraba al inicio de este sendero me pareció extraño observar cosas fuera del tiempo, como si no cambiaran. Caminaba.
El lado izquierdo el río parecía mantener, desde mi niñez, cada una de sus piedras, algas e insectos en el mismo lugar. Del lado derecho, campos delimitados con palos y alambre. En cada uno de ellos se visualizaban a lo lejos las casas de los dueños: casas de madera que parecían ser indestructibles, siempre del mismo color, sin pintura y con sus siempre mismas puertas chuecas. Hasta la basura como las llantas, los huaraches de colores, los envases de champú, parecían tener asegurada su permanencia, casi eterna, en este lugar. Algunos lugares parecen no cambiar.
Cada paso hacia la casa de mis padres aclara más y más mis recuerdos. Mi padre nunca demostró un afecto a mis hermanos o a mí. La resolución de los problemas generalmente iba acompañada de golpes y mentadas de madre. Si uno de nosotros creía que con pegar la carrera podría zafarse del azote, inmediatamente se daba cuenta de la inutilidad de esta estratagema. Esta era una oportunidad de mis padres para poner en práctica su siempre acertada puntería: tomaban una piedra, apuntaban y daban en el blanco.
Los recuerdos iban en fila durante la caminata. Como el día en que mi padre pidió que lo acompañara, sin excusa alguna. A lo mejor a recoger alguna cosecha olvidada, pensé. Caminamos rápidamente cerro abajo, cerca del río. Cuando a lo lejos vimos a mi hermana mayor. Parecía esconder algo. Mi padre aceleró y me rebasó. Sólo alcancé a ver cómo sacaba la pistola. Y, en un momento fugaz, mi hermana cayó. Cuando logré verla, le salían chorros de sangre de la cabeza. Le había pegado un culatazo.
No pude reaccionar. Si ayudaba a mi hermana, era un motivo para que también me abrieran la cabeza. Ella se levantó y comenzó a andar hacia la casa. Me enteraría después por mi madre que mi hermana se veía con un muchacho de otro pueblo. “Vieja fácil” decía mi madre, “no sabe ni limpiarse la cola y quiere novio”. Se fue unas semanas después, para no volver.
Numerosos recuerdos golpearon mi memoria. Cuando tenía diez o doce años y vendía leña en el pueblo más cercano. Cargué el burro hasta el tope. Me monte en él y empezamos a descender del cerro. Hasta que, de momento, el burro comenzó a correr desbocadamente. No tuve tiempo ni de meter las manos cuando me lanzó contra las piedras. Desperté y el día comenzaba a oscurecer. Sentía la cabeza muy mojada. Me palpé, era sangre. Tardé en recuperar el sentido mientras me encaminaba a casa. Llegué, abrí la puerta y mis padres comían. “¿Dónde está el dinero de la leña?”, preguntaron. “Más te vale que no te lo hayas gastado”. No notaron —o no les importó— mi llegada con la cabeza rota y la camisa llena de sangre. Entonces me fui a lavar al río.
Otros recuerdos. La mayoría similares: un acontecimiento donde se involucran un desafío a mi supervivencia y la indiferencia. Más y más recuerdos de los que no había puesto atención, surgían. Uno me sacudió completamente: hasta donde sabía, yo era el quinto hijo de ocho, sin contar a quienes se quedaron en el camino. Algún día busqué a mi padre en la cantina del pueblo. Puede escuchar desde afuera, “¡Qué compadre! Sí la libro su hijo, ¡qué no!” decía su amigo. “Creía que se lo cargaría la chingada, como dice tía Lupe que cuando nació estaba rechiquito”. “Sí compadre, si tía Lupe no hubiera llegado a la casa ese día, mi vieja lo hubiera dado por muerto”. “Yo creía que no aguantaría ni la noche, ahí lo dejamos en el petate, pero tía Lupe de aferrada de que se lo llevaba. Y pues se lo llevó”, decía mi padre.
Todavía me faltaban algunos kilómetros para llegar a su casa. Tenía que cruzar el río y subir un tramo del cerro. Llegué al borde del río. Me senté y comencé a lanzar piedras al agua. Anochecía.