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Foto de Adriana Barba
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Por Adriana Barba

Monterrey, Nuevo León, 03 de abril de 2020 (Neotraba)

Varias veces he externado lo feliz que me haría tener una suegra. Pero no una suegra, suegra, como la del 70% de las personas. No entro en detalles en la descripción para no herir sentimientos, yo quiero un amor leal y protector de la madre del caballero al que ame, que me vea como una hija más.

En fin, mientras llega, recuerdo con cariño la frase dominguera que mi mamá se aventaba por allá de principios de los ’90: “Estoy limpiando solo por donde vea mi suegra.” Quiere decir: que la limpieza no es profunda, es solo por encimita.

En mi casa nunca hubo una señora que le ayudara a mamá con el quehacer diario y yo adopté esa idea –sea una tontería o no– en 16 años. Siempre, la dueña y patrona del trapeador, escoba y recogedor, he sido yo y lo seré hasta la muerte.

Así, que por mis rutinas de 13 horas fuera de casa, tenía años limpiando por donde vea mi suegra.

Y no se imaginan cuál fue mi mayor descubrimiento después de mover camas, cajoneras y burós, descubrí un tostón de calcetas negras que particularmente estaban perdidas de meses.

Yo había escuchado la leyenda de que la secadora se comía los pares de calcetas, pero en mi casa desaparecía el par, para siempre. No crean que no me daba cuenta, solo no entendía qué pasaba, y cómo faltaban a la hora de guardar en los cajones.

Yo, toda buena proveedora de las necesidades de estas traficantes de calcetas, –mis hijas de 16 y 11 años– salía a comprar otra docena.

A la hora del reclamo “Nadie fue, nadie vio nada nunca”. Buenas para lavarse las manos. Por eso estoy segura que, al menos ellas, serán inmunes al bicho que acecha al mundo.

Y yo aprendí mi lección en cuestión de la limpieza profunda y aunque no tenga una suegra que venga a supervisar, las calcetas jamás se perderán.


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