Un hombre sensible
Cuento | Un hombre acorralado por los celos de su esposa trata de elaborar un argumento para evitar la sospecha. Hasta que sale a la calle a despejarse...
Cuento | Un hombre acorralado por los celos de su esposa trata de elaborar un argumento para evitar la sospecha. Hasta que sale a la calle a despejarse...
Por Jorge Damián Méndez Lozano
Mexicali, Baja California, 21 de septiembre de 2020 [00:02 GMT-5] (Neotraba)
Patricia entró a la habitación y sintió ganas de dispararle un escopetazo al rostro. Entre sus brazos no cargaba un arma sino un cesto con ropa limpia, pero mirar a Gabriel tirado sobre las sábanas echas bola, silbando una pegajosa cumbia, la desquició. Su descaro sólo aumentó la dosis de rabia que llevaba en las venas desde que revisó su celular y vio algo que calló, pero que hoy le reclamaría airadamente.
Ambos estaban próximos a los 37 años y, a pesar de los intentos, no lograban embarazarse. Ella, profesora de pedagogía en una universidad privada, y él, vendedor de publicidad en una revista gastronómica. El primer año juntos, bajo el mismo techo, marchó sin obstáculos, pero desde meses atrás la burbuja de su hábitat se había crispado y no había señales de que fuera a suavizarse. Al contrario, cada día empeoraba.
—¡Así que le mandas caritas sonrientes por Facebook!
—¿Eh, de qué hablas? —preguntó Gabriel interrumpiendo su silbido.
—No te hagas tonto, hablo de tu platiquita con esa idiota de tatuajes de calaveras en las piernas, la que vende hamburguesas y renta videojuegos. Algo intentas con ella, no soy idiota.
—No intento nada con ella, Patricia. Simplemente la entrevisté para un publirreportaje de su negocio y me surgió una duda y le escribí; es todo, no hay más.
—¿Y para hablar de su puto restaurante debes mandar una carita sonriente? ¿No te bastan las palabras para comunicarte?
?Me preguntó si sabía dónde comprar marihuana, la carita sonriente la mandé en señal de que sí lo sé.
—¡Oh, qué bien! Aparte de querer cogértela también le conseguirás droga. ¡Es el colmo!
—¡El colmo es que revises mi teléfono! ¿Y la confianza?
—¿La confianza? Esa se acabó hace mucho, desde que leí lo que hablabas con el cocainómano de tu amigo, ese al que le falta un pedazo de oreja.
—No sé qué leíste, Patricia —dijo Gabriel sentándose en la orilla de la cama.
—Hablaban de la rubia nalgona, la mesera del restaurante chino que tiene un oso panda pintado en la puerta.
— ¡Por Dios! Sólo me preguntó si la he mirado.
—¡Pero reconociste que tiene las nalgas grandes!
—¡Pues así las tiene! Deben ser herencia de su madre. No es mi culpa que las tenga redondas.
—¿Redondas? ¡Eres un cerdo cretino! Seguramente te masturbas pensando en ella. Dime, ¿quisieras que me masturbara pensando en mis alumnos? ¿Qué sentirías?
?¡No sé, hazlo y lo sabré!
Por la ventana abierta del segundo piso donde se hallaban entró una ola de frío. Gabriel se acercó a cerrarla, pero antes contempló detenidamente el cielo negro, tratando de armar un argumento que lo ayudara a terminar una discusión que consideraba absurda.
—A los humanos nos gusta comunicar lo que pensamos, sentimos y comimos. Por eso rayamos monumentos, escribimos poemas y compartimos imágenes de nuestro desayuno —dijo Gabriel, orgulloso de sus palabras.
—Una cosa sí te digo, si vas a andar de puto es mejor que nos separemos. No soportaré que esa pendeja y tú se burlen de mí.
—Estás enloqueciendo, Patricia. Te comportas como si me hubieras sorprendido en el baño destazando un cuerpo humano.
—¡Qué cínico eres! A ver, ¿por qué a mí nunca me mandas una carita sonriente? Jamás tienes un maldito detalle, un abrazo, un te quiero —Patricia comenzó a llorar, era buena haciéndolo.
Buscando que la situación se enfriara, Gabriel salió a la calle. Caminó sin prisa y se detuvo hasta que llegó a una parada de autobuses. Un hombre yacía muerto sobre la banqueta rodeado por varias personas. “Estaba junto a mí y de pronto cayó al suelo; ya no respira; fue un infarto; llevé un curso de primeros auxilios en la maquiladora; por eso lo sé” —escuchó decir a una mujer sumamente afectada por lo sucedido.
Aturdida su sensibilidad por la trágica escena, Gabriel volvió a casa. El drama, aunque ajeno a él, sería una excusa para buscar reconciliarse con Patricia. Fue directamente a la habitación a contar la noticia, pero ella dormía en pantaletas con la televisión encendida. Sin más qué hacer, bajó a la cocina por una cerveza. El refrigerador continuaba realizando el mismo ruido que las avionetas hacen cuando está a punto del despegue. Bebió un par de tragos de oscura y recordó que dentro de una taza, en la alacena, aguardaba una bolsita con un par de gramos de cocaína. Eso lo motivó a pensar en lo que había leído por la mañana: la NASA sostenía que alguna vez el planeta Marte tuvo hielo, mares, ríos y lagunas. “Marte podría haber tenido agua, pero nunca cocaína”, pensó satisfecho.
Vació el polvo sobre la mesa y delineó una carita sonriente usando como herramienta una tarjeta que el técnico en reparación de refrigeradores le había dejado. Inhaló ojos, nariz y boca. Tomó dos cervezas más e inhaló el contorno de la cabeza. Regresó a la habitación y ella continuaba dormida. Sobre el tocador, un plumón azul con el que Patricia calificaba los exámenes de sus alumnos le dio la idea de dibujarle una carita sonriente en la nalga derecha. Cuidando que sus movimientos no perturbaran su descanso se masturbó y cerró los ojos. Todavía no los abría cuando escuchó la voz adormilada de Patricia que le recriminaba su descarga.
?¿Por qué que eyaculas encima de mí? ¡Carajo!
?Acabo de mirar el cadáver de un hombre al que jamás escuché hablar ni vi sangrar. Por cierto, el refrigerador ahora hace más ruido, llamaré otra vez al técnico.
?Nunca dejarás de ser un cerdo cretino. Límpiame tu esperma y deja de defraudarme.
En un comercial de la televisión dos ancianos se abrazaban felices de haber adquirido una dentadura postiza. Uno de ellos se parecía al hombre muerto. Gabriel sintió una ligera taquicardia y ganas de llorar, mientras Patricia se perdía nuevamente en sus sueños.