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Ciudad de México, 24 de abril de 2025 (Neotraba)

“Curarme de ese combate no es solamente un gesto de metamorfosis autocentrada.

Es un gesto político”.

Nastassja Martin

Esta historia termina donde inicia, conmigo hundida en el sillón de piel café y gigante de una psiquiatra. Las piernas me cuelgan, aunque soy una adulta que recién pasó sus treinta años, hace calor y mi cuerpo se adhiere al asiento, siento náuseas. Así pasamos, muchas tardes y muchas noches, yo sintiendo que el sillón café me engullía siempre un poco más y ella revisando su cuestionario, comes, bebes, cuánto fumas, tienes sexo, dormiste. Y yo sin poder decir una palabra. Cuando lo intentaba, lloraba sin parar, como si tuviera dos meses de nacida, con hambre, sueño y mierda en el culo. Ahí se iban otros mil pesos.

He intentado escribir tantas veces esta historia que soy incapaz de distinguir lo real de la fantasía, si es que alguna diferencia existe. Palmo a palmo he transitado por los recovecos de este relato donde me descubro, me encuentro y me vuelvo a perder para reencontrarme. En el recorrido infinito de este laberinto circular, las palabras han sido un hilo rojo que, como un rastro de mi propio miedo, me ha dejado el Minotauro, porque de Ariadna sólo quedó un montón de huesos. No fue compasión lo que motivó al monstruo a dejarme ese cordón, sino el deseo que provoca el hambre. A fuerza de repetición y de variación, he terminado por aceptar que esa bestia, compuesta por retazos condenados a la hostilidad mutua, zurcidos con ese mismo filamento que ahora se deshila, esa bestia y ese laberinto sin salida soy yo, somos nosotros. Soy legión.

En este país, alrededor del 1.5 por ciento de la población presenta Trastorno Límite de Personalidad. Somos casi dos millones de cabronas, porque el 75 por ciento somos mujeres. Pese a los intentos de suicidio, a las automutilaciones, al disociarse y tener al menos dos personalidades distintas, al estar siempre en riesgo porque el peligro no se percibe o, en su lugar, se siente una paranoia bien perra, pese a la tendencia a las adicciones –me intentaba explicar la psiquiatra– no se tiene border, se es border. O sea, una no está enferma, sino que una es eso, una es locura, una que somos muchos.

Visitar a un psiquiatra fue mi último recurso. Ni a mi peor enemiga, que resulté ser yo misma, le desearía escuchar a alguien etiquetándote luego de contarle tus babosadas de infancia, sólo para convencerte de que no es una etiqueta, que sí tienes esquizofrenia, pero poquita, también neurosis y paranoia, pero poquita también y que no eres depresiva, que eso es sólo un síntoma. Si terminé en ese sillón de piel que me daba tremendos calentones fue porque un día, luego de veinte años de buscarle sentido a lo que me pasaba, acabé por no comer, por no dormir, por golpearme la cabeza contra la pared o con mis propias manos hasta quedar como boxeador de peso welter, morada, hinchada y con los dientes rotos, convencida de que debía morirme, pero esta vez para siempre. También influyó ver a mi madre, a mi padre y a mis hermanos parados frente a mí. Yo, en un ataque de locura feliz, revolcándome en la cama y por dentro sintiéndome tan tranquila como si flotara en el mar más salado del mundo, diciéndome que, si eso era la locura, pues qué sabroso, era un remanso, un oasis en este desierto que es la vida. Ellos al borde del llanto, pero sin soltar una lágrima. Me dieron tanta pena que abandoné mi deliciosa locura y, así, acabé sumergida en el sillón café.

Intenté de todo. Limpias con huevo, limones con clavos, chiles asados. Probé sacarme el aire que insistía en meterse en mis ojos, siempre rojos como de mariguano, en mis sueños, siempre oscuros como tormenta de agosto. Me colgaba ojos de venado, cuentas rojas, ámbar, todo se rompía. Cierra el cuerpo, me decían. Fui a una ceremonia de umbanda. A través de una anciana me habló un santo que hacía siglos cruzó el océano en un barco esclavista, sabía todo de mí, me oriné encima y salí corriendo. Fui a un ritual del santo daimel en la selva y vi a gente dislocarse los huesos hasta transformarse en animales, probé ayahuasca, los niños hongos, LSD y, a veces iba al hospital por tantita morfina, sólo para sentir alegría, aunque fuera un poquito. Tomaba alcohol durante semanas, para ver si cuando regresara de la nube etílica se me había pasado la locura. Descubrí el opio y su canto nocturno de millones de grillos. Discutí con Dios hasta maldecirnos y mandarnos a la chingada mutuamente, le rogué a la Virgencita de Guadalupe, me sometí a un exorcismo al menos un par de veces. Eso sí, nunca me volví cristiana. Lo mío se acercaba más al método científico, al positivismo, al ahora llamado naturalismo.

Mi madre, quien cargó con esta cruz desde antes de que yo naciera, también hizo todo lo que pudo. Que le arrancara la cabeza a los pollitos que cuidaba con esmero, bajo el pretexto de conocer su funcionamiento y de experimentar si al pegarles la cabeza nuevamente volverían a correr, no la aterró tanto como cuando se dio cuenta que platicaba con el aire. Me preguntó con quién hablaba, le describí a mi abuelo, quien murió de borracho, triste y con delirium tremens. Antes de mudarse al otro mundo, agarró consciencia. Mandó llamar a mi papá y a mi mamá que apenas se habían juntado y les dijo que me cuidaran mucho porque iba a ser una niña. Mi mamá ni sabía que yo estaba creciendo en su vientre.

La mamá de mi mamá, santurronasa, se asustó más. Con apenas tres años me llevaron a un lugar donde unas señoras rezaban, era una casa llena de fetiches y veladoras que olía a palo santo, a ruda y tabaco, a menopausia y alcohol. Cuiden a su niña, dijeron las doñas brujas, haciendo eco a mi abuelo muerto quien, con mucho cariño y para que no tuviera miedo, ese día me tocó el hombro. Luego le pidieron a mi mamá que me dejara ahí, con ellas. ¡Cuídela, señora!, porque tiene una luz en los ojos que le gusta a los muertos. Mi madre me abrazó y salió corriendo de aquel nosocomio espiritual. Ella sabía que ese cuidado tan solicitado no se resolvería llevándome con el doctor de la esquina. Ella bien sabía que ese cuidado se debía al peligro que trae consigo lo que llega de otro lugar. Siempre lo supo, pues venía de una larga tradición de mujeres que curan, mujeres que soban y sacan aires.

Y procuró tener cuidado. Cuando mi padre, que para su fortuna era un poco falto de entendimiento en esas cosas, le dijo una noche que verme dormir le daba mucho miedo, mi madre le echó unos ojos de fastidio. Cansados de que la gente me mirara con temor se mudaron de ciudad en ciudad hasta perderse en una gran urbe. En ocasiones se me salía decir, como jugando y con una voz chiquita, usted se va a morir. No era un chiste siniestro, sino un aviso.

Me da miedo, parece muerta, mira, se le va la vida y luego tiene cara de marrano, decía mi pobre padre. Aquella misma noche, los dos fueron testigos del momento en que de mi boca salió una luz blanca, una chispa que flotó encima de mi rostro para salir a madres por la ventana. Ese día prendieron una veladora y mi mamá le contó a mi padre sobre el día en que nací.

Era de madrugada, el reloj marcaba las tres y quince. Afuera llovía como cuando Dios le dijo a Noé que había decidido acabar con todos por ser unos animales violentos y malvados. Mi madre aguantaba el dolor de sus huesos abriéndose, partiéndose en dos, para que yo pudiera salir de su cuerpo. Soltó un chorro de agua salada como avecinando los cientos de lágrimas que derramaríamos juntas, y luego, la doctora, intrigada, rasgó con su uña una piel oscura que envolvía mi cuerpecito. Al salir, henchí los pulmones de aire, no para llorar, sino para saludar a mi madre, mamá le dije, y ese sería su primer día de espanto.

Los padres de mis padres, como cientos de miles de personas, migraron a los cinturones de pobreza que emergieron, en la década de los setenta, alrededor de las ciudades. Luego que la industrialización del campo le diera en la madre al cultivo de autoconsumo, aquel lugar gris y lleno de basura sería la tierra prometida. Para ese momento, ya estaba muy mal visto usar huaraches y, peor, andar descalzo, como mi padre, o hablar un español medio mocho y rascuache, como el de mi abuela.

A inicios del siglo pasado seis o siete de cada diez personas no hablaban español, ni comían pan de trigo, ni usaban zapatos y, para ser sinceros, ese tipo de cosas les tenía sin cuidado, básicamente les valía madres. Fue después, que unos hombres blancos medio europeos y que se creían paridos por Dios se les ocurrió que había algo muy malo en esos cientos de miles de millones de personas y decidieron ayudarles, decían los hijos de la chingada, a ser mejores. Y aquí ser mejor significaba parecerse a ellos, pero nunca ser ellos.

Y ahí fueron nuestros bisabuelos y nuestros abuelos, a convencerse de que estar prieto es feo, que ser mujer es peor, que hablar cualquier otro idioma es de nacos, que sentir que la virgencita te cuida es ignorancia, que lo más chingón de la existencia es tener una fiesta para alabar una bandera, no mamen ni para eso les alcanzó la imaginación, un pinche trapo mugroso, para ponerte bien incróspita y gritar viva México cabronas, para sentirte orgullosa porque la selección de futbol mexicana no perdió tan culero. Así vaciaron a mis abuelos para llenarlos de vacío. Lo más siniestro de toda esta historia que parece un mal chiste, es que ellos se lo creyeron tan profunda y seriamente que el culmen de todos sus esfuerzos era que sus hijos, como yo, nos transformáramos en algo radicalmente distinto a ellos.

Para empezar, aconsejaban casarse, si podían, con el güerito o la güerita del barrio donde vivían, para mejorar la raza. Estudiar era fundamental para, como florecita de pantano, salir de aquel agujero. Y una vez que salías, porque hubo quien logró escapar de aquel terror cósmico, debías renegar, cambiarte el apellido, no hacer cosas de pobres como cubrir con plástico la mesa, en su lugar era preferible avergonzarte de tus padres, cambiar tu forma de hablar, de comer, de vestir, de soñar y hasta de cagar. Si podías, te casabas con alguien no sólo blanco sino con dinero, porque siempre hay que aspirar a ser mejores. Y una vez que salías no volteabas atrás porque si no, como la esposa de Lot, te convertías en estatua de sal y las decenas de manos morenas que te empujaban te volvían a jalar al charco de agua sucia de donde habías escapado.

Mi familia lo logró y estaban contentos por ello. Me descubrí y me descubrían sin una partícula de parecido con mi abuela, ni sus trenzas, ni su delantal, ni su silencio, ni esposo, ni hijos ni nada. Yo nací para estudiar, para que me sirvieran, para ser amada, para pedir y que me fuera concedido. Me educaron para mandar y para recibir sin reproche, para despreciar cuando se podía y cuando no se podía también, para marcar la diferencia con los que juraban ser parecidos a mí, pero seguían en aquel charco maloliente. No sólo eso, religiosamente, mi madre, me bañaba en agua con limón, naranja y una pizca de bicarbonato, para blanquearme la piel. Emprendimiento exitoso. Cuando miro las fotos de la niña prieta y greñuda que fui apenas reconozco ese brillo en los ojos que asustaba a mi padre. Y así, como esta tierra asolada desde hace cientos de años, yo también me convertí en un territorio invadido.

Sentada en aquel sillón marrón, reconstruí esta historia que, honestamente, hacía que me desatornillara un poco de la risa. Un día, la psiquiatra, muy seria ella, muy en su papel profesional, me preguntó por qué me parecía tan divertido, jocoso y festivo contar una historia tan llena de dolor. Ahí me di cuenta. El dolor era tanto que ya no se sentía.

En los días de lluvia me resistía a los intentos devoradores del sillón café. Erguía la espalda y me esforzaba para que las puntas de mis pies tocaran tierra. Seguía explorando el laberinto de mi locura, palabra que a mi psiquiatra no le gustaba pero que aclaraba esa sensación de extravío entre tantos sentidos y explicaciones posibles.

Un día le conté. Allá lejos, donde quedaron enterrados los ombligos de mis abuelos y de mis padres, en aquellas tierras erosionadas por el aire caliente, en aquellas todas nuestras Comalas, las personas que nacían en medio de tormentas de sal, de días invernales en pleno verano, cubiertas de pieles negras, hablando y entendiendo el mundo como si hubieran pasado por mil vidas anteriores; le conté: esas personas no eran precisamente gente. Unos hablaban todavía estando en la panza de sus madres, otros tenían dientes o como yo, hablaban al nacer. Y, a veces, los vecinos del pueblo dejaban a los niños en el bosque para ver si sobrevivían. Si lo lograban, pues eso, eran “cosas” que venían de otro lugar, seres viejos que llegaron para enfermar y matar. No sabían bien el motivo de su existencia, ni por qué estaban aquí, ni si Diosito los había mandado por algún motivo, es más, ni siquiera sabían si tenían algo que ver con Dios. Lo que sí sabían era que, si esas personas no asumían matar al prójimo, pasaban la vida enfermos. Esa gente nunca se casa, decían las señoras, porque no necesitan completarse, porque es como si fuera mucha gente en un solo cuerpo, es que son legión.

Igual que la locura, todas esas historias dotaban de sentido a mi infancia. Los maestros atribuían mi infinita comprensión del mundo a que poseía una inteligencia sobresaliente que, por cierto, fue la que me ayudó a escapar del charco que platicaba antes. Esa inteligencia, insistían, provocaba que entendiera situaciones que normalmente un niño de cinco o incluso de diez años no debería siquiera percibir. Recuerdo cuando entendí que mi madre mentía, recuerdo con mayor claridad cuando comprendí que todos se mentían, unos a otros y, sobre todo, a sí mismos.

Era semana santa y categóricamente mi madre advirtió que no debíamos comer carne, de lo contrario, nos convertiríamos en marranos. Curiosa y llena de emoción, fui al refrigerador, tomé un par de salchichas que estaban al alcance de mi pequeño cuerpo de cinco años. Las devoré con ansiedad esperando la transformación. Poco me importaba si el proceso era reversible o no, miraba mis manos, temblando esperaba se convirtieran en pezuñas, pero eso nunca pasó. Desilusionada, luego de horas de observación, le pregunté a mi madre qué significaba eso de convertirse en marrano y a qué carne se refería la prohibición. Sin saber qué hacer, ahí mismo recitó un salmo.

Un año después, en el catecismo, un par de señoras que olían a jabón y a vestidos viejos afirmaron que los animales no pensaban y apenas sentían. Idea con la cual difería, pues en ocasiones llegué a creer que los perros entendían mucho más que aquellas mismas mujeres. Remataron con un “no pidan nada a los santos reyes porque son sus papás y sus papás son pobres”. Más que romperme una ilusión, porque desde hacía tiempo estaba consciente de que por ser pobre el deseo no me estaba permitido, sentí rabia. Además de mentirosos, antes de los siete años sabía que todos eran estúpidos.

Seria, muy seria, la psiquiatra dio su veredicto. Que debía reformular y reacomodar, le encantaba esa palabra, la experiencia de nacer con algo maligno y con la potencia para hacer daño. Aquí se refería específicamente a la historia en la que mi madre me prohibió maldecir a la gente, porque eso se regresa y porque era mejor no probar su eficacia. Un amigo, a manera de reto, me propuso maldecir al Peña Nieto o a Felipe Calderón para que se los llevara la chingada. A lo que respondí: yo no voy a arriesgar mi alma por tan poca cosa.

La psiquiatra, que por los problemas de percepción provocados por el border que tengo… no, por el border que soy, a veces era alta y rubia y otras pelirroja y medio gordita, ella seguía. Que si ese era sólo un relato familiar que estructuraba mi psique, pero que la verdad, verdad, la química de mi cerebro era como una discoteca con karaoke abierto las veinticuatro horas. Que si era mejor dejar de creer en esas cosas que, no lo dijo así, pero palabras más palabras menos, no eran reales.

Algo que comprendí en la incomodidad de aquel sillón café era que había muchas realidades. Algunas las podía compartir con otras personas y otras eran sólo mías. Eso, por ejemplo, me ayudó a vivir con serenidad los momentos en que veía gente muerta a mi lado, sentados en las vallas de contención del segundo piso, reunidos en los camellones de la ciudad en plena madrugada o en el fondo de los baños, ese lugar les gusta mucho, debe ser por el sonido del agua corriendo.

La infancia no fue tan complicada como la adolescencia, momento en que la vida se escindió definitivamente. Iba a la escuela, era brillante, poseía una inteligencia aguda, tenía memoria fotográfica. Ganaba premios, becas, era el orgullo. Pero en casa, cansada de ver muertos y de sentir miedo, dormía, sólo dormía. En ocasiones, azotaban las puertas y los muebles, con su vaho caliente y cadavérico me hablaban al oído hasta despertarme o me tocaban con sus dedos gélidos bajo la ropa y cuando volteaba no había nadie. Lloraba, sentía miedo, no sabía qué hacer y menos sabía que querían. Mi madre decía que los mandara a la chingada, pero era tanto el miedo que no me salían sonidos de la boca, no podía mover las piernas y luego la catatonia que me acompañaba desde que llegué a este mundo… ¡Chingados!, ni como defenderme.

Y así fue, escindida y fracturada. Solar, brillante, triunfadora, escalando socialmente, blanqueándome, pero siempre, oscura, atada del ombligo a ese mundo del que provenía y que mis abuelos dejaron atrás, atada a esa condena de no ser gente, de dañar, de destruir, de los muertos que viven conmigo, loca. Border, esquizofrénica, pero con posibilidad de enganche social, depresiva, suicida, homicida de pensamiento. Mucho tiempo pensé que tenía dos personalidades, pero luego sabría que dos es apenas el principio de la multiplicidad.

Fui medicada con antidepresivos cinco años, antiepilépticos veinte, antimigrañosos que aceleran el corazón el resto de la vida, antipsicóticos cuatro. Las voces cesaron, los muertos se quedaron en las sombras, la voz que me exigía matar y esa sensación de no sentir la mínima empatía por nada ni por nadie hibernó. Entonces, la vida se convirtió en un lago tranquilo de aguas oscuras y profundas, pero tranquilo.

Un día, me encontré con una amiga en un café de la ciudad donde todavía viven mis padres. Una mujer la acompañaba. Olga, astróloga, panadera y rusa. Me miró sorprendida, como si estuviera viendo un árbol ardiente hablando. Me tocó la mano y debo decir que para ese momento ya lograba soportar ese tipo de tacto, pues un año antes, ese contacto de pieles me hubiera provocado vómito, como tantas veces sucedió en el transporte público. Me tocó la mano, Olga, y me relató la historia más curiosa sobre mi vida. Con muchos detalles y exactitud, y ahora que lo pienso no sé qué fijación tiene la gente que trabaja con el más allá de contarme una y otra vez lo que les acabo de narrar… Que si nací solar, leónida, pero encapsulada en el sol invernal de capricornio. Que si la oscuridad me envolvió, que si fui una niña que parecía adulta porque los dos principios de la existencia me constituyeron. Que si en poco tiempo iba a enfermarme hasta morir y que luego de eso, justo luego de eso, la luz, el calor y lo que quedaba de ser humano en mí iba a salir y entonces me convertiría en una guía de este mundo porque para eso estaban destinadas las personas como yo.

La miré mientras sorbía café y le eché una de esas sonrisas sombrías que asustan a la gente. Pues qué bonita historia, pero no me interesa, me da lo mismo y espero morirme antes, le dije. Olga me pidió, como las doñas brujas de mi infancia, que fuera con ella, que le permitiera conocer lo que vivía dentro de mí. No, esa cosa que desea que te mueras justo en este momento por tu impertinencia, esa chingadera, la tengo bien amarrada allá adentro y no pienso dejarla salir de nuevo, advertí con firmeza. Pedí mi café para llevar y nunca volví a ver a mi amiga ni a Olga.

Las visitas a la psiquiatra se fueron espaciando. Y aunque la tiré de loca, Olga tenía algo razón, poco a poco comencé a parecerme más a un ser humano. Además de positivista y naturalista que tomaba religiosamente sus medicamentos, que acreditaba en la neurología y la psiquiatría, elegí un lugar en el parentesco cósmico de las razas y de las clases sociales. Y ahí sí jijos del maíz, por mi raza habló el espíritu. Me entregué, muy a mi modo, a esa otra tierra prometida que Moisés no alcanzó a ver. Usaba zapatos, tenía varios zapatos, en el cuerpo llevaba colgando cientos de miles de pesos en ropa, tenía dos o tres tarjetas doradas y una que otra negra, premium, comía pan de trigo, de cebada, de semillas, acabé una maestría, un doctorado, un posdoctorado, volaba en primera clase y hablaba un español tan extravagante que nadie podía ni imaginar de dónde provenía. En resumen, me quité de encima todo lo que quedaba del charo de donde había salido.

Tal como lo soñaron mis abuelos y como recompensa a todo el trabajo de mis padres, conseguí eliminar todo rastro de ellos en mí.

Pese a todo, un viento frío me despertaba en la noche. Al mirarme al espejo, detrás de mis ojos alcanzaba a ver al demonio que había encerrado y él me devolvía el gesto. Quité todos los espejos de mi casa para no verlo. Aquella fuerza que aprendí a domar, deseosa de asesinar, gozosa de la fragancia a nicotina con carne quemada que producía el apagar colillas de cigarro en el cuello de desconocidos, ansiosa de atestiguar el sufrimiento ajeno, carente de amor, extasiada por dejar al descubierto lo tristemente aburridos que eran todos, aquel ser se quedó conmigo, callado, en silencio, durmiendo en una celda fría, pero conmigo.

Ni los baños con limón, ni mi ropa cara, ni los más de tres idiomas que aprendí, ni todo el conocimiento al que me aferré como un ancla para permanecer en este mundo y no salir flotando con mariposas amarillas Mauricio Babilonia, ni romper todos los lazos con mi familia, ni jugar a ser huérfana absoluta, ni ser un ejemplo de meritocracia o la imagen perfecta del individuo consumista, nada de eso hizo que se fuera, porque uno no tiene border, uno es border.

Y pese a que los muertos me seguían visitando, llegó el tiempo en que ni me acordaba de los abrazos devoradores del sillón café. Victoriosa y con un tono presumido, bromeaba afirmando que estar loca era una decisión, pues es mejor tener alucinaciones y epilepsia que ser el receptáculo de un ser eterno que desea atestiguar el momento en que la vida se te va del cuerpo, es mejor, como decían mis padres, ser pobre, ser un mestizo que un indio sin tierra, un indio al que sus propios dioses ya lo han olvidado.

Tarde me di cuenta de que esa decisión me pasaría una factura. Y así como vaciaron a mis abuelos, así también yo me llené de vacío. Pero volver atrás era imposible, ya no había tierra, dioses o sueños a donde regresar. Giré el rostro y sólo vi un paisaje de sal. Tarde me pregunté: si mis abuelos se hubieran quedado de donde fueron expulsados, si hubieran aguantado, ¿acaso yo sería una doña hechicera, con un saber más allá de lo que hemos imaginado, acaso esa virtuosa inteligencia hubiera tenido otro sentido, un poco menos patético que estudiar con el método positivista la composición de una supuesta realidad? ¿Acaso, en lugar de ese sillón café de cuero que me vio morir y renacer, acaso, hubiera hundido mi cuerpo entre la hierba hasta que fuese devorado por las flores?

A veces creo que desde el día que nací no había vuelta atrás, hacía mucho tiempo que mis ancestros olvidaron el punto de retorno, a veces me gusta pensar que tomé la mejor decisión al elegir la locura como explicación y como destino. A veces creo que un día nací mestiza, surgí en una fractura y como una fractura para convertirme en una herida que nunca sana, pero con la cual se puede seguir viviendo. No se confunda esta fractura con dualidad que, luego, dicen los que creen saber, se puede sincretizar. No. Esta fractura es como un golpe que rompe una piedra en mil pedazos y hagan de cuenta que yo soy cada uno de esos pedazos; es más, con esos pedazos, imaginen que construí este laberinto donde estoy metida, donde estamos metidas porque somos legión.

Ser mestizo es el principio y el fin. Uno no está border, uno es border, así mismo, uno no está mestizo, uno es mestizo. ¿Se acuerdan de Ariadna, de sus huesos con los restos de la carne que el Minotauro no se pudo comer? Sigo sentada en el sillón café, hace frío, así que me recuesto, me siento cómoda, mis pies siguen colgando como si fueran los de una niña. Ya intenté lavarme las manos, pero es difícil sacar la sangre de las uñas. Sangre manchando mis brazos, sangre manchando mi cara, dibujando un hilo rojo que, como un mapa sobre mi piel, es testimonio de que esa fuerza, ese demonio que vivió mil vidas y que nació del vientre de mi madre también era yo, siempre fui yo, siempre fuimos nosotros.

Los huesos de Ariadna me miran posados en el sillón de enfrente. Como a los pollos, intenté pegarle la cabeza para ver si volvía a la vida. Será complicado explicarle a la policía que mi psiquiatra me pidió que dejara salir al Minotauro, que si era sólo una historia que me contaron de niña, que si era ignorancia de pobre, que me pusiera en contacto con esa emoción. Ella lo pidió.

Será dificultoso explicarles que lo disfruté y que para eso vine a este mundo, para devorar la poquita alma que les queda, será engorroso contarles que el día que nací venía envuelta en una piel negra, como una advertencia, para que me dejaran morir, sola, en medio del bosque, será un problema que no me miren como si fuera una simple mestiza que perdió la razón o que ya estaba medio loca. No importa. Cuando me miren les voy a soplar un aire en los ojos que los matará, así, despacito y en silencio, hasta que un día, a grito pelado, supliquen para que les llegue la muerte. Cuando se acerquen, así como tú que me están leyendo, les voy a susurrar las palabras que he venido a compartirles y que, sin notarlo, ya has escuchado, y cuando menos se den cuenta, cuando ya hayan olvidado todo esto, podrán entender, en medio del lamento callado en que culmina la angustia y el ardor en cada rincón del cuerpo, por qué desde antes de que el tiempo fuera tiempo estamos con ustedes.

Un día nací mestiza.


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