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Estocolmo, Suecia, 17 de noviembre de 2024 (Neotraba)

En enero de 2004 emprendí un viajé a Bolivia después de muchos años de ausencia. El periplo comenzó en el aeropuerto de Estocolmo. Era una mañana gris y fría que se deslizaba lenta entre los cristales empañados de la terminal. Allí, rodeado de desconocidos que, como yo, cargaban sus maletas llenas de historias, me sentía feliz al solo pensar que retornaba a la tierra en donde se forjaron los primeros latidos de mi identidad. A esa tierra que me sostuvo cuando aún no sabía caminar y que me enseñó, con la paciencia infinita de una madre, a dar mis primeros pasos en la vida.

El avión hizo escalas en Londres y en Miami para finalmente aterrizar en La Paz. El vuelo de Londres a Miami era largo, y el tiempo parecía detenerse en esa hilera de asientos estrechos y conversaciones en voz baja. A mi lado, una mujer mayor leía un libro, me acuerdo bien. El sonido de los motores provocaba un zumbido constante y monótono que acompañaba mis pensamientos. Llevaba en mi maletín de mano el manuscrito de mi primer poemario que se titula Preámbulos y ausencias. Empecé a leerlo tratando de encontrar algunos posibles errores. Así pasaron las horas. Cuando llegué a La Paz, una mañana con un cielo despejado, mi hermana mayor me esperaba en el auropuerto. Después de unos fuertes abrazos con ella y lágrimas de alegría en mis mejillas, lo primero que hice fue tomar un «sorojchi pil», una cápsula contra el mal de altura. La ciudad de La Paz está a 3650 metros sobre el nivel del mar.

Posteriormente fuimos al coche de mi hermana para continuar el viaje hasta mi ciudad natal Oruro que se encuentra a tres horas de La Paz. En Bolivia, desde que tengo uso de razón, siempre han existido conflictos sociales. Y ese día no era la excepción. Había huelgas y protestas. El camino entre La Paz y Oruro estaba bloqueado con enormes piedras, y mineros que marchaban vociferando en contra del Gobierno fascista de Gonzalo Sánchez de Lozada. Bolivia atravesaba una fuerte crisis política y social conocida como la «Guerra del Gas». Y el presidente Sánchez de Lozada tuvo que renunciar a la presidencia. Entonces el vicepresidente, el ultrarreaccionario Carlos Mesa Gisbert, no elegido por el pueblo, sino cayendo como un paracaidista en el patio del Palacio Quemado, asumió la presidencia entre los años 2003-2005.

Para llegar a la ciudad de Oruro tuvimos que seguir otros caminos por las pampas del altiplano boliviano. A veces eran caminos con pequeños monticulos, entre la paja brava, que hacían temblar el coche. Se sentía un viento helado y, de vez en cuando, aparecía un pastor cuidando sus ovejas. Entrando a Oruro invadieron los recuerdos en mi memoria. Veía muy emocionado a mi ciudad. Los nombres de muchas de sus calles que pasábamos los repetía mentalmente. Y pasando por la Plaza principal, a eso de las cuatro de la tarde, lo vi caminando al poeta Alberto Guerra (Q.E.P.D.), a quién había conocido en Estocolmo en un Encuentro de Poetas y Escritores Bolivianos en el año 1991. Yo fui uno de los organizadores de este magnífico encuentro. Entonces, inmediatamente hice parar el coche y me dirigí a saludarlo. Nos dimos un abrazo, se emocionó mucho al verme, y me invitó ese día a una reunión de la Unión Nacional de Poetas y Escritores de Oruro (UNPE). Le dije que estaba cansado y que más bien asistiría a la próxima reunión. Y así fue. Me presenté con el manuscrito de mi primer poemario, y fue justamente Alberto Guerra quien escribió el prólogo de mi libro.

En la presentación del poemario de Javier Claure. Fotografía por cortesía del autor
En la presentación del poemario de Javier Claure. Fotografía por cortesía del autor

En abril de 2004, un trozo de mi alma tomó forma en palabras. Mi primer poemario, Preámbulos y ausencias, vio la luz en el salón del Instituto de Bellas Artes de Oruro. El recinto se vistió de una luz distinta, una luz que no provenía de las lámparas. Era la luz de los recuerdos que se filtraba desde lo más profundo de mis entrañas. Volví, entonces a mi niñez, a mi adolescencia y a mis raíces. El poeta Alberto Guerra me presentó con palabras que eran como pétalos cayendo sobre mi pecho. Luego, como un viejo oráculo de tinta y de papel, Luis Urquieta Molleda (Q.E.P.D.), fundador del legendario suplemento literario «El Duende» del periódico La Patria, tomó la palabra. La poeta Marlene Durán Zuleta y el escritor Jorge Encinas también tomaron la palabra. El salón parecía más un corazón latiendo que una sala de conferencias. Se mezclaban los rostros del pasado y del presente: mi familia, las amigas de mi madre, los vecinos que vieron mi adolescencia pasar como un verano, los amigos y amigas de colegio que traían consigo las risas de otros tiempos. Poetas, escritores y gente que ama las palabras me acompañaron con una magia que solo existe en determinados momentos de la vida. Leer mis poemas frente a ese hermoso público fue como abrir un baúl de recuerdos. Sentí que todos éramos parte de una misma melodía, y que allí estábamos juntos como una numerosa familia festejando un cumpleaños.

En la ciudad de Cochabamba, la hermosa ciudad del valle, presenté mi poemario en «La Casa del Artista». Un lugar que parecía flotar entre la nostalgia y la fuerza de la palabra. Como preámbulo de lectura de mis poemas, el sonido de una guitarra y la voz de la cantante Estela Rivera llenaron el aire como un susurro de viento entre las hojas en una tarde de otoño. Cada acorde parecía cantar no solo para el público, sino también para los fantasmas de mis propios versos. Gaby Vallejo Canedo (Q.E.P.D.), maestra de ceremonias, nos envolvió con su voz dulce y firme como un abrazo que no se ve, pero que se siente hasta los huesos. El escritor mexicano Guillermo Razo Cuevas, con un acento marcado de otras latitudes, tomó el micrófono y me presentó como quien presenta a un viejo amigo con cariño y con palabras salidas desde su corazón. Las paredes del lugar estaban impregnadas de versos invisibles. Y mis poemas también pasaron a formar parte de ese cuadro. Leer mis poemas allí fue casi un acto de rebeldía contra el olvido.

En la mesa de presentación del poemario de Javier Claure. Foto por cortesía del autor
En la mesa de presentación del poemario de Javier Claure. Foto por cortesía del autor

En Santa Cruz, una ciudad del oriente boliviano en donde el horizonte parece infinito, el escenario cambió pero la magia persistió. En mayo de ese año, mi libro fue presentado en la Feria Internacional del Libro en Equipetrol. El poeta chuquisaqueño Luis Andrade me presentó con la calma de quien sabe que la poesía es un pájaro que vuela alto y libre. La escritora Blanca Elena Paz también tomó la palabra. Su voz era como un hilo de seda que unía a todos los presentes en un solo sentir. La feria con su bullicio, su colorido y con el cruce de poetas y escritores, era un universo paralelo donde las palabras rendían pleitesía a la literatura y a la poesía. Ese día, al mirar a mis familiares y amigos entre el público, sentí que todo el camino recorrido hasta entonces tenía sentido. Leí mis poemas con mucha emoción.

Esas tres jornadas poéticas fueron el puente que conectó a mi persona con mi tierra, con mis familiares y con toda esa bella gente que me acompañó. Todo aquello era un acto de amor por la vida, por los recuerdos y por la poesía. Al fin y al cabo, eso somos: historias contadas en voz alta, ecos de un susurro que se niega a desaparecer. Oruro, Cochabamba y Santa Cruz se convirtieron en tres estaciones de un tren que no deja de avanzar. Y los atributos urbanos de esas ciudades como palmeras, jardines, fuentes de agua, edificios, museos etc; abrieron un amplio sendero para mi poesía. Una poesía que no se detiene en lo romántico ni en lo familiar, sino que se extiende hacia la humanidad en su totalidad. Todo esto se refleja en mi nuevo hijo literario, ¿De qué espejo está hecha la vida?, recién publicado en España. En conclusión, con la lectura de mis poemas comprendí que mientras haya un público dispuesto a escuchar versos, las palabras nunca morirán.


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