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Ciudad de México, 9 de febrero de 2025 (Neotraba)

Insensatos lectores: en días recientes me dio por revisar dos libros. Uno de ellos lo escribió el gran Alejandro Zambra y el otro fue escrito por el inigualable Pedro Mairal. Dos de mis autores favoritos. Casualmente escriben sobre temas diversos, pero es muy curioso, ambos narran algunas historias sobre el tiempo que pasaron encerrados durante la pandemia. Como muchos de nosotros, ellos también se quedaron guardados en casa. Supongo que no encontrando nada mejor qué hacer, les dio por escribir un poco y por quejarse un chingo. Creo que no era para menos debido a la situación en la que el mundo se encontraba por aquellos días.

Lo anterior me llevó a pensar que yo hice casi lo mismo. Con el agregado de que, aparte de escribir y quejarme, también me dediqué a hacer pendejadas. Luego entonces, me dio por buscar las cosas que escribí, en aquel lejano 2020, y me encontré con el texto que leerán el día de hoy.

Siendo muy honesto yo no la pasé tan mal (es muy factible que Claudia, mi ex-roomie, no opine lo mismo) y me hice una vida medianamente llevadera. Ahora que comparo las cosas que escribieron Mairal y Zambra, no tienen nada que ver con las cosas que yo escribí. Sin duda que influye el hecho de que ellos son escritores profesionales y yo sólo soy un incipiente aprendiz, pero, lo que más me sorprende es la formalidad con la que escriben y la seriedad con la que confrontan cada texto.

Les juro que yo he intentado escribir de una manera más formal y correcta. No les miento, en ocasiones lo consigo, pero me gana la risa. No más no hay modo de que me pueda comportar como si estuviera escribiendo con traje y corbata. En fin, que en un momento se darán cuenta de lo que les digo.

Antes de que comiencen a leer, sobre el tópico en cuestión, me parece que es necesario rememorar algunos pandémicos asuntos: 1) A cierta actriz o cantante (no sé bien qué madres hace), le dio por cocinar y subir sus recetas a la red. 2) Había una teoría de que el COVID fue provocado por ciertos vampiros. 3) Yo fui de aquellos que no salían a la calle ni porque el departamento estuviera a punto de estallar (ahora que, pensándolo bien, recuerdo que tembló durante la pandemia y sí salí corriendo a la chingada. Lo peor es que no sabía si quedarme en un lugar seguro junto a los vecinos o si lo más seguro era huir de ellos. Nadie traía cubrebocas. Yo tampoco).

También debo decirles que me hubiera encantado ver las calles vacías a través de los cristales de mi auto, pero Doña Valium se hubiera puesto bien intensa, por una parte, ella traía una paranoia terrorífica y, por otro lado, yo no tenía muchas ganas de que me corriera de su casa. En fin, que, sin más dilaciones, acá va el muy mentado texto:

“Y resulta que la roomie se puso creativa, un fenómeno llamado Anahí la inspiró y decidió que el día de hoy comeríamos enfrijoladas. Por fortuna no eran de tofu (no sé qué invento chino sea el tofu, pero después de lo que pasó con los murciélagos no se me antoja saber nada de inventos chinos) (¡Pinches chinos!) Así que, me tocó deshebrar el pollo y me siento como si me hubieran mandado a las mazmorras a pelar patatas.

Mientras desmenuzo unas pechugas gigantescas (que más bien parecen pechugas de rinoceronte), una pequeña pregunta se me trepó por el tobillo y continúo ascendiendo por mi adiposa humanidad, hasta que fue a parar a mi oído. Después de un rato la pequeña pregunta emitió un murmullo: ¿y ahora qué chingados vas a escribir, cabroncito? ¡En la madre!, exclamó el cabroncito, ¿qué chingados voy a escribir?

Justo en esas estaba cuando recordé algo de mayor importancia: se me acabó el desodorante (¡Pinche desodorante!), pero, la roomie es muy precavida, su casa parece tienda de abarrotes, tiene de todo: tres escobas distintas para barrer tres superficies distintas. Cuatro tipos de aceite: aceite de oliva, aceite para cocinar, aceite con especias y seguramente en la despensa habrá aceite de motor. Cinco clases de jabón, diez mil cuchillos, cuarenta tablitas para picar fruta, en fin, tiene de todo.

Aún no le he preguntado, pero sospecho que en la despensa debe tener unas cien marcas de desodorante, sólo que no creo que haya desodorante para hombre, por lo tanto, supongo que el día que abandone este encierro (si es que eso llega a suceder) saldré de aquí oliendo a Mum bolita mágica.

El caso es que el cabroncito terminó con el pollo y llegó el turno de ponerle en su madre a la temible cebolla. Mientras picaba la cebolla, para preparar las enfrijoladas, comencé a llorar. Lo único bueno fue que con el llanto dejé de lado las pequeñas preguntas y encontré algo, en los nebulosos pasillos de la memoria, que había olvidado y que necesitaba escribir.

Verán: hace mucho tomé unas clases de teatro, más bien eran clases de dramaturgia (no me imagino haciéndole al Brad Pitt, ni de broma). La maestra era una muy mala escritora, pero muy buena maestra y una porquería de persona. El asunto es que un día llegó muy puntual a dar la clase y nos repartió unas copias fotostáticas. Se trataba de una obra del gran Edward Albee.

Recuerdo que me gustó, pero no recuerdo que me hubiera gustado tanto. Era un montaje de cuatro personajes, el cual leímos en grupo, es decir, la inmamable maestra seleccionó a cuatro alumnos quienes comenzaron a leer cada quien un personaje distinto. Mientras tanto, los demás escuchábamos y seguíamos el guion con nuestra respectiva copia. Fue algo que nunca había hecho y la sensación me dejó impresionado. Era como haber asistido al teatro y ver la obra sin verla. Le llaman lectura dramática (¡Piches lecturas dramáticas!).

Dedicatoria de Edward Albee
Dedicatoria de Edward Albee

Pasó el tiempo y después de dos semestres un compañero seguía obsesionado con la obra. Se llamaba Marina, (la obra no mi compañero). Me dijo que había buscado el texto por todo el continente y no había tenido éxito, así que, viendo su angustia, me sentí bien chingón y decidí buscarle el libro de Edward Albee.

De lo primero que me enteré fue que la publicación la había hecho una pequeña editorial, no tenían presupuesto y la primera y única edición estaba agotada (¡Piches pequeñas editoriales!) Por lo que tuve que recurrir a cuanta librería de viejo se me cruzó por el camino. Está por demás decirles que no tuve el menor éxito.

Cierto día, y más bien buscando unos libros de Francisco Tario, llegué a un lugar donde me atendió un sujeto bastante agradable. Me dijo que en ese sitio no tenían nada de Tario, pero me dio el teléfono de su hermano y me comentó que sería probable que él pudiera tener alguno.

Así que, llamé al misterioso individuo y nos quedamos de ver en una cafetería. Me llevó algunos libros, no recuerdo muy bien cuáles, sólo recuerdo que le compré uno o dos porque eran bastante raros.

En aquella ocasión estábamos por el sur de la ciudad y los dos teníamos que dirigirnos al centro. Concluimos nuestro negocio (muy pinches negociantes) y nos fuimos juntos. En el camino le pregunté por el libro de teatro que mi amigo César tanto había buscado. Para mi sorpresa me respondió que él lo tenía. Y en ese momento pensé: “seguro este brother me está viendo la cara de nixtamal y esto se trata de una sucia jugarreta para orillarme a ir a su librería y ver qué más me puede encajar”.

Decidí seguirle el juego y lo acompañé a su local. Después de unos minutos llegamos, abrió las puertas de su negocio y en menos de veinte segundos sucedieron dos cosas: A) Puse la mejor cara de imbécil que tenía a la mano. B) Me entregó el libro.

El texto se llama Teatro norteamericano contemporáneo. Ese día pasé de la emoción, al remordimiento y luego al gozo en tan sólo 7.4 segundos, pues me alegré por mi compañero de clases, al fin le había conseguido su libro, pero enseguida dudé si no sería mejor quedármelo y, la verdad, eso fue lo que hice. Me enteré que Edward Albee ganó el premio Pulitzer con esa obra y también había escrito La historia del zoológico y ¿Quién teme a Virginia Woolf?, entre algunas obras más.

Flyer publicitario de la presentación de la Antología Teatro norteamericano contemporáneo
Flyer publicitario de la presentación de la Antología Teatro norteamericano contemporáneo

Por fortuna, tan sólo unas semanas después, en una feria de libros, conseguí otro ejemplar y esta vez sí fue a parar al librero de mi compañero de clases (al César lo que es del César) (¡Pinche César!)

Pero si piensan que la historia acabó aquí se equivocan. Al día siguiente de haber conocido al misterioso individuo, me llamó y me dijo que tenía varios libros de Tario. Esta vez pensé: “favor de no mamar, eso no puede ser posible”. Llevaba chingos de tiempo buscándolos. Me dirigí de nuevo a su pequeña librería y puso en mis manos tres primeras ediciones. Se trataba de Tapioca inn. Mansión para fantasmas, Aquí abajo y La noche. Yo no lo podía creer, eso era un absurdo. De nuevo sólo había dos posibilidades: o yo era un pendejo que no sabía buscar ni madres o el misterioso individuo tenía una imprenta y se dedicaba a falsificar libros antiguos.

El asunto es que pasó el tiempo y seguí visitando la pequeña librería con frecuencia para comprar algunas novelas y gracias a todo ese desmadrito, me encuentro escribiendo estas líneas, pues ahora el misterioso individuo y yo somos amigos y me invitó a escribir este artículo, columna, colaboración o como sea que usted desee nombrarla, honorable damita, gentil caballero.

Jamás olvidaré que un día me vendió un libro de Fernando Pessoa, era una antología de poemas y… ¡no tenía “Tabaquería”! Eso es imperdonable, una antología de Pessoa sin “Tabaquería” es como un taco campechano sin longaniza o como un libro del Quijote sin que le pongan en su madre al gran Alonso Quijano cada dos páginas.

En fin, que les dejó acá los primeros versos del referido poema:

No soy nada
Nunca seré nada
No puedo querer ser nada
Aparte de esto, llevo en mí todos los sueños del mundo...

Para finalizar les diré que mi amigo y yo no nos dimos cuenta, pero el libro de Edward Albee tenía un autógrafo del escritor y, en teoría, ese detalle genera que el libro tenga un mayor valor. Por otro lado, volví a leer la obra y me gustó mucho y, por si tenían la duda, les comento que a pesar del llanto provocado por la cebolla (¡Pinche cebolla!) las enfrijoladas quedaron biendepocamadres”.

***

Pensaba tratar algunos otros temas, pero el espacio y el tiempo se terminaron. Sólo les diré que no puedo creer lo que está pasando con Trump: o la Sheinbaum es una mujer bien brava de Bravolandia o el monstruo naranja cuyo nombre es Donald es puro pájaro nalgón. En fin, que ya hablaremos sobre aranceles y trataremos con calma ese asunto.

Cualquier queja, duda o sugerencia con esta pandémica columna, favor de mandarnos sus comentarios, damita, caballero.


Gabriel Duarte. Ciudad de México 1972. Es Licenciado en Mercadotecnia por la Universidad Tecnológica de México. Estudió literatura en SOGEM. Está por publicar su primera novela.


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