Por fin.
La cuarta ficción de Israel Rosas tiene que ver con un recuerdo doloroso y liberador. Un texto breve que nos recuerda de qué se trata estar vivos.
Por Israel Rosas (@irosasr)
Parecía una mañana de sábado cualquiera. Me sentía cansado, había voces en el comedor y había despertado sin la alarma del celular. Por unos segundos permanecí acostado y desorientado, hasta que una caja en la mesa de noche me recordó la contundente realidad. Se había ido. Es decir, definitivamente se había ido, por fin había terminado.
Por fin.
Esas dos palabras retumbaron en mi mente con cierta culpabilidad. Aunque también tuve que admitir que me salieron del alma, con una sinceridad que no es políticamente correcta en esos momentos ni fácil de admitir. Menos con quienes lamentaban tan sentidamente su ausencia.
No diré que no la extrañaba. La extraño todavía, incluso a varios años de distancia. Eso es lo que tiene la ausencia. Se convierte en un “nunca más” constante y pesado, de esos que duelen profundo cuando se trata de momentos felices, pero que también alivian al recordar el sufrimiento vivido.
Ahí radica la clave de ese sentimiento de culpa, pero de auténtica liberación al pensar en los momentos difíciles. No solamente en los propios -esos como quiera pasan- sino en los de la otra persona. En la tristeza, angustia y ansiedad producidas por la incertidumbre y las eternas esperas que desembocan en noticias pesimistas que le quitan a uno el aliento.
Me incorporé, desorientado aún y somnoliento. El olor del desayuno me animó un poco, porque me di cuenta que volvía a tener hambre después de mucho tiempo.