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Ciudad de México, 29 de noviembre de 2024 (Neotraba)

Todas las fotos aparecen por cortesía de Sergio Núñez

Tenía como seis años cuando mi madre tocaba la puerta del baño fuertemente y apuraba a mi padre que llevaba horas adentro, después de un rato mi papá salía con una sonrisa en el rostro sin importarle los reclamos, en su mano traía Los viajes de Gulliver, se me acercó y me susurró que lo había terminado.

Mi viejo, con ese pequeño gesto, me mostró que el mundo se puede ir al carajo mientras uno está leyendo y que esa actividad de complicidad entre el texto y uno mismo causa felicidad.

De adolescente me fijé el propósito de ser un buen lector y tomaba cualquier ejemplar que caía en mis manos, desde obras infames donde la selección mexicana jugaba la final del mundial con Brasil hasta obras de Hermann Hesse, Máximo Gorki o H. G. Wells. Llevaba una vida de lector normal, como la de cualquier persona hasta que cayó en mis manos un pequeño libro encuadernado de color café y letra pequeñita llamado Cien años se soledad, ya sabía algo de García Márquez, pero nada de la obra. Me perdí en el mundo de Macondo desde las primeras páginas, pensaba “¡esto no es posible, ¿cómo puede ser tan bueno este cabrón!”, casi lloraba de la emoción. Paré la lectura en la página cien más o menos y no pude seguir, tenía miedo de que en algún punto la novela se pusiera aburrida o peor aún, que fuera mala, no lo soportaría.

Varios detalles de ese bendito día en que inicié el libro se me quedaron grabados, forman parte de la experiencia, el café capuchino que tomaba en una banca de la Plaza Río de Janeiro, la ruta que hice caminando hasta la Biblioteca de México, los hot dogs que comí afuera del metro Balderas mientras pensaba en Melquiades, en cómo llegaron los gitanos a Macondo y en la terca curiosidad de José Arcadio Buendía.

Dejé trunca la lectura por varios meses, cuando la retomé volvió a ocurrir que me quedé a la mitad, esto se repitió por un par de décadas, lo intenté reiteradamente siempre con el mismo resultado. Presumía por el mundo que amaba la obra, pero yo era un fraude, no la había leído completa. Tuve la fortuna de ver a Gabriel García Márquez algunas veces mientras trabajaba en las librerías de viejo, se me caía la cara de vergüenza, nunca me atreví a pedir su autógrafo, ¿cómo hacerlo si era un tramposo, un mentiroso?

Mientras vivía en el engaño, leía artículos de cómo el Nobel de 1982 escribió la novela en México, las penurias que pasó, la deuda de meses de la renta, el error de mandar la segunda parte al editor, la frase de su esposa “sólo falta que sea mala”, el dilema de la portada de la primera edición, la E al revés de la carátula de Vicente Rojo, etc. Entendí un texto de “Cajón Desastre” de Vicente Leñero donde narra porque no leía Cien años de soledad, si le encantaba como a todos los demás se iba sentir parte de la borregada y si no le gustaba sería tachado de contreras o de envidioso.

Como librero de viejo tomé la manía de almacenar todos los ejemplares de la obra que me llegaban, versiones en sueco, inglés, japonés, alemán y de distintos países de habla hispana. Recopilé decenas, incluso un par de cientos de ejemplares, sólo por terquedad y por una especie de deuda con el autor y conmigo mismo.

Llegué a odiar la versión de Editorial Diana donde vienen los dibujos de los personajes, la vendí inmediatamente intentando borrar de mi memoria esas imágenes, no quería que nadie influyera en cómo me imaginé a cada personaje. Hace unos meses me hice el propósito de terminar la novela y lo logré, pensé que llegaría al nirvana al pasar la última hoja, no fue así, pero festejé el logro y la obra no me defraudó en absoluto.

Justo el día que la terminé me enteré que Netflix haría una serie basada en el libro contraviniendo los deseos del autor quien en vida no aceptaba llevarlo al cine. Para mí la sola idea de ver a José Arcadio Buendía y a Úrsula Iguarán en dibujos me horrorizaba, saber de la serie me llenó de coraje y despotriqué contra ello, jamás apoyaría esa decisión de la familia que por intereses económicos aceptaba.

Con la pandemia mi socio y yo adquirimos una deuda que no podíamos terminar de liquidar, al grado de negociar una quita con el banco para pagar en una sola exhibición un porcentaje de ella y olvidarse del asunto. El día del pago nos faltaba un piquito para completarlo cuando me marcaron del área de marketing de Netflix, buscaban ediciones vintage y raras para exhibirlas en la FIL de Guadalajara y promocionar la serie. Por dinero me tragué mis palabras y vendí parte de mi colección.

Estoy seguro que Cien años de soledad me acompañará toda la vida, como goce y como tortura.

Gabo, estés donde estés, perdóname.


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