Por Edgar de la Cruz.
Era 1997 cuando unos niños de la ciudad fueron a visitar a sus abuelos, al pueblo donde nació su mamá; de esos lugares en los que apenas hay luz eléctrica, dónde para hablar por teléfono había que ir a una caseta. Los gallos son los mejores despertadores, comenzando a cantar a las cuatro de la mañana, gente preparándose para ir a sembrar, podar, cortar café (según sea la temporada). Pocos niños con infancia, ya que se preparan para seguir con el trabajo familiar y que la minoría que juega, se divierte con rocas y hojas, desconociendo muchas de las cosas que hallas en las zonas urbanas.
Uno de esos pequeños soy yo. Ahora me doy cuenta que desde pequeño me gustaba la cocina y sobre todo comer. Con mis primas, mi hermano y un niño nativo, llamado Daniel, estábamos jugando a “la comidita”, con esa bolita de masa directa del nixtamal que nos daba mi abuelita, y otras cosas que creo no notaban que tomaba de la escasa alacena. En mi inocencia le pedí a Daniel una pizza, el muchacho jamás había visto, comido o siquiera escuchado tal “brujería”. Molesto porque no me preparaban mi hot cheese, fui a la cocina a quejarme de que no me daban mi manjar tan común; me dijeron que eso no existía allá. Salí triste de ahí.
En otro día de juegos, vestidos con trajes de superhéroes, imaginando que cumplíamos grandes hazañas, saltábamos de un lugar a otro, imitando efectos sonoros tales como rayos, explosiones y el estruendo que se hace al romper la barrera del sonido, hasta llegar donde se encuentra la despulpadora de café, conectada a un depósito (en el que llega toda la cáscara del aromático) por medio de una especie de rampa. La diversión se vio interrumpida hasta que uno de los intrépidos intentos de superhéroe cayó de una altura aproximada de 2.5 metros, aterrizando en dicho depósito. Debió ser mayor el susto que la vergüenza que pudo haber sentido al ser visto por los vecinos mientras corría vestido de una manera tan peculiar.
Lo bueno de esto, es que era tiempo de cosecha y el contenedor de la cáscara estaba siendo ocupado. No hubo herida ni fractura, pero el aroma de la piel del fruto en descomposición se impregnó en él.
Ya que toqué el tema del café, me atrevo a decir que el de Zongozotla, Puebla, México –pueblo testigo de las pasadas historias- es el mejor que he probado, sin menospreciar a los instantáneos, los comerciales y los de cafetera. Sin duda, es una de mis bebidas favoritas; ya sea de día o de noche, incluso en la tarde, me encanta tomar una o hasta cuatro tazas de ese delicioso brebaje.
Hoy es un buen día para tomarlo en una terraza, en tu casa, en la cafetería predilecta o donde más se te apetezca.
Aprovecho para felicitar a Neotraba Radio por un año de transmisión y a Óscar Alarcón por la reciente publicación de su libro Veintiuno.
También le mando un saludo a mi amigo Daniel, que dejó su infancia por ir a buscar la “gran oportunidad” al otro lado del río Bravo. Espero que lea esto. Hay más historias para contar que viví en ese lugar, espero volver pronto.
Ojalá en los comentarios me escriban sus cafeterías favoritas, quiero visitarlas.
Hola, soy Edgar, bienvenidos a Eat That Up!
Ameno relato; C: si en algo puedo coincidir, es en que el los pueblitos, como el tuyo o como el mio :p, es donde mayores haza?as se logran y donde mejores historias se entretejen.
Pd: lindo lugar el que muestras en las imágenes ;D
Gracias por tu comentario Meg. Sí, parece que ayuda el hecho de estar alejado de todo eso que se vuelve tan común y hasta monótono.
Ayuda a explotar la mente llena de imaginación.
Y por supuesto, la comida de pueblo es deliciosa.
(aún tengo historias para contar)
muy bonito comentario de tu vivencia de niño, saludos a todos los de Neotraba