Por José Luis Dávila
Cada que escucho a Paul McCartney se me antoja echarme a dormir. Hace años que es lo mismo. Me imagino que Coldplay será así, si no se separan a tiempo: tendrán éxito, venderán millones, les admirarán, todo eso. Y la música será, sin duda, disfrutable. Pero habrá algo que aburra. Recordemos: Hay que sospechar de aquellos que tienen éxito en todo, sobre todo en el arte, porque eso quiere decir que hay algo que siempre es repetitivo y que llega a cansar. Como con McCartney.
No crean que lo desprecio. No, no, no. Bueno, sólo un poco. Me gustan algunas de sus canciones, realmente muy pocas. Pero el punto no es ese; no importa lo que yo piense sobre su trayectoria (al menos no en este momento), lo que importa es lo que he escuchado en su último disco, salido a la venta hace poco más de un mes.
¿Y qué es?
Imaginen que viajan en el tiempo a la Inglaterra de los 40, a un barrio de esos que vemos en las películas, las radios dominan en las casas de quienes se pueden permitir una, todos se reúnen para escuchar sus programas favoritos, y sobre todo, la música. Esa música que trae otras épocas es la que nos ofrece Kisses On The Bottom, música que suena del pasado y se inserta en el presente mediante la nostalgia.
Sin embargo, hay que acotar algo. Esta nostalgia es pesada, es lenta, es, en una palabra, aburrida. Es una nostalgia que sumerge en las aguas de un río llamado tedio si no se va a bordo de una balsa resistente o al menos con un chaleco salvavidas adecuado, aunque hay quienes lo surcan en un crucero de lujo, a ellos nunca los comprenderé.
Pero, pese a todo, hay que escucharlo. ¿Por qué? Porque lo quiera o no, McCartney es un Beatle, y a los Beatles se les respeta, ya sea por su música, por su personalidad, por su nariz o sus lentes, a ellos siempre hay que escucharlos ya que, si bien no a todos nos llega, siempre hay a quienes les hacen sentir y emocionarse. Estén vivos o muertos.