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Palmera con helecho, foto de Antonio Arroyo Silva
Palmera con helecho, foto de Antonio Arroyo Silva


Por Antonio Arroyo Silva

(Yo que tengo la manía de arrimar las palabras a otros sentidos, he decidido que, como la palabra “enyesque” hace alusión a comida entre horas, es decir, antes de la cena (sobre todo), entonces debe hincar su diente en otras viandas que no sólo sean alimento del estómago, sino también de los sentimientos, los sosiegos y desasosiegos que asolan o enriquecen la razón misma de la vida. A veces mejor alimentar eso que llamamos espíritu con el ejercicio de la mirada para comprobar que ésta no sólo está en los ojos (ni en el estómago), sino en los demás sentidos físicos, que la literatura y el arte nos demuestran que superan el número de cinco. Pero, claro, siempre sin olvidarse que el hambre ronronea como la gata de esta historia. Así que tengan un buen enyesque mientras enyescan).

No dan abasto las jambas de la ventana para abrirse a tanto milagro de la primavera. Tienen una escocedura en su cuerpo que sostiene esa parcela del cielo  adherida a los sonidos de las palabras cuando canta el mirlo con  voz metálica.

Es un milagro estar en el desierto y sentir su punzada llenarse de muerte para crear vida. Un milagro: no estar dormido para ver cómo sangra la araucaria y cómo el helecho hace el amor con la palmera. Vampiro succionando la savia en la desolación aparente. Ese helecho procaz da lecciones de vida. Ha hundido sus raíces en el corazón de la támara y encuentra una dulzura aun más honda que todos los discursos. O acaso las palabras necesiten ser helechos o palmeras para olvidarse que existen, y ser la esencia del amor. Por eso respirar este acto es  un trallazo que la luz trae al pensamiento. No una magdalena, sino la leche que escurre entre los labios en la acción misma de amar.

Hoy miraba el pinar sobre la meseta, apenas cabellera más allá de los riscos. Una nube sedosa daba aliento a esa lejanía. Mas el cielo está limpio aun subiendo al marasmo que trae maresía al sopor de las cuatro de la tarde. Nada hemos perdido, todo está en su lugar. A la gata la atropelló un automóvil. Le rompió el espinazo. Ahí está, luchando por la vida, incluso sin saberlo. En un rincón del patio, se acerca mansamente a un matojo de yerba y selecciona la hoja salvadora, ésa que le dará aliento para acercar su hocico al cuenco de agua. No maúlla, no la eriza el dolor o el miedo. No saber quizás sea la eternidad del instante, no saber que así y todo el próximo mayo vendrá otra camada para estar siempre ahí ajada en el yerbajo de la contemplación, sin objeto, sin prisa.

Sin embargo, hace un año, mi gata tuvo un desasosiego humano: lloraba como una niña cuando su compañero fue a alimentar a la palmera. Y el helecho introducía su lengua verde por el escote del tallo. ¡Qué inmenso devaneo sobre los huesos felinos! Oh hambre que succiona la ausencia cuando el amor llega a su clímax, ¿por qué le hablaste a mi gata del abandono? ¿Por qué tuve que mirar a mi gata con pena?

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