La huida del mundo
Noé Vázquez ensaya sobre las ideas de la fuga y la huida: No todos pueden escapar, fugarse del mundo, huir: se requiere de cierto desapego emocional, ingenio, agilidad del espíritu, voluntad, motivación.

Noé Vázquez ensaya sobre las ideas de la fuga y la huida: No todos pueden escapar, fugarse del mundo, huir: se requiere de cierto desapego emocional, ingenio, agilidad del espíritu, voluntad, motivación.
Por Noé Vázquez
Puebla, México, 25 de abril de 2025 (Neotraba)
Todos hemos pensado alguna vez en la huida. Otros, lo pensamos siempre. Mientras escribo estas líneas me viene un recuerdo vago e impreciso, algo sobre el mito de la condición fáustica en el ser humano. Como se sabe, lo fáustico es el intercambio de un bien valioso de naturaleza humana: el alma inmortal, la moralidad de nuestras acciones, nuestra integridad a cambio del conocimiento, el dominio del arte, la posesión de algún bien, la felicidad, el amor. La obra de Goethe recoge una tradición antigua en la cual un ser humano vende su alma al diablo a cambio de ciertos bienes materiales o inmateriales. Una cesión de lo material sobre lo espiritual, lo temporal sobre lo eterno, lo frívolo o superficial por encima de lo sublime. Todos nos hemos enfrentado a esa condición fáustica. Un momento para tomar una decisión a la que no podemos escapar.
Así que, impresionable como solía ser de niño, veía en un viejo televisor aquel dramón en donde Fausto conoce a Elena de Troya. Veía los intercambios dramáticos de los dos personajes y sufría con ambos. Mi pregunta al interior era por qué no huir, abandonarlo todo y refugiarse en la soledad de alguna montaña con un río, una cabaña alejada, una ciudad que no nos conociera, un mundo que no supiera de nosotros. Fausto no tiene por qué estar ahí sufriendo, nadie tiene que hacerlo. Tardaría muchos años en descubrir que no todos tienen la velocidad del espíritu para hacerlo. La misma agilidad que nos permita renunciar al trabajo o cambiar de residencia.
El ser humano está asociado de forma indisoluble a una serie de rutinas, de obligaciones monetarias, de pactos sociales no escritos que nos atan a un lugar, una sociedad, una tribu, una familia; a las obligaciones morales y legales, a un Estado omnisciente al que parece que le debemos todo, tal y como aquel personaje de Terry Gilliam, Sam Lowry, en la película Brazil, quien, de súbito, se enfrenta con la idea que ha vivido engañado con una idea equivocada de falsa libertad y termina por descubrir los lazos y resortes, el escenario y aparato social y estatal en donde él solo representa una parte. Son innegables las influencias de este guion con la conocida novela de Orwell, 1984 y el personaje Winston Smith. Ambos personajes terminan apresados y torturados por una fuerza de represión superior a ellos que termina por someterlos, encauzarlos al raíl de sumisión y esclavitud de donde ya no es posible la libertad individual. Sam Lowry, protagonista de Brazil, vive en un mundo totalitarista y casi surreal, un mundo gris que no da lugar al escapismo y la expresión personal. Y lo mismo pasa con Winston Smith, quien busca indagar en el pasado como una forma de obtener una identidad social y una verdad acerca del mundo en el que vive. Ambos personajes tienen formas de disidencia particulares. Al final de Brazil se nos sugiere que Lowry va a ser torturado de una manera terrible, pero él encuentra la forma de liberar su mente y, al menos en su fuero interno, viajará a una idílica campiña con la mujer que ama, Jill. Un picnic en un ambiente bucólico cierra la trama de la cinta. El escape a su libertad solo existirá en su mente.
Winston Smith tiene recuerdos vagos acerca de los procesos políticos de tres personajes juzgados por alta traición por el estado: Jones, Aaronson y Rutherford. Es notorio el parecido con los personajes involucrados en los Procesos de Moscú en donde fueron juzgados Bujarín, Kaménevy y Zinoviev. Smith no tiene manera de validar sus propios recuerdos con una referencia externa porque esos registros han sido borrados de la historia oficial. No olvidemos la frase que nos dice que quien controla el pasado, controla el futuro y, quien controla el presente, controla el pasado. O al menos, la idea que tenemos sobre éste.
En la distopía orwelliana, la gente está demasiado ocupada con canciones tontas y actividades frivolizantes y estupidizantes así que, no tiene ni el tiempo ni la energía para pensar en el pasado social o la memoria común que conforma una identidad nacional. Orwell anticipa un mundo en donde los hechos dejan de ser relevantes y se privilegian las verdades oficiales del discurso público, la posverdad sobre la realidad.
No es extraño que, en la sociedad estadounidense, alguna funcionaria del gobierno trumpista haya mencionado alguna vez algo tan peregrino como «hechos alternativos». Para Mark Fisher, las sociedades actuales tienen el carácter de ser anti-históricas, anti mnemotécnicas y anti intelectuales. Otra característica: concebimos y entendemos nuestro entorno a partir de la cultura visual en una serie de estímulos incesantes que nos mantienen en aquello que Neil Postman llama «divertirse hasta morir».
La monotonía de nuestras vidas posmodernas nos provoca un estado de apatía y de inacción con respecto a las delimitaciones de nuestra propia libertad, y esto incluye nuestras ideas sobre el escape. Se crea un efecto de pared de cristal infranqueable en donde la idea o el sueño de fuga entraña un cúmulo de dificultades y, al mismo tiempo, son un evento deseable y aspiracional.
La publicidad está repleta de invitaciones al viaje, a la vacación, a la escapada. Es muy común ver en las redes a un grupo de personas, por lo regular blancos y afluentes, hablar sobre viajes, sobre el automatismo y la inmediatez del escape: a alguna ciudad californiana, una playa exclusiva, una isla exótica… Siempre la necesidad impuesta e interiorizada de la fuga constante. Hablan desde el sesgo del privilegio, claro está. Jamás se enfrentarán a la condición fáustica del intercambio asimétrico con el diablo: la esclavitud laboral a cambio de un techo, una comida caliente sobre la mesa y un poco de dignidad.
Desde luego, habrá vacaciones dos semanas al año pero, ni hablar de un viaje al extranjero, a la isla de Santorini o Punta Mita, Nayarit, sitio de escape de los juniors mexicanos hijos de papi. La posibilidad del escape tiene que ver con nuestro grado de privilegio. Yo también escribo desde el sesgo, mi excusa, la de un Sísifo de bolsillo que arrastra la piedra una y otra vez en un call center.
No todos pueden escapar, fugarse del mundo, huir: se requiere de cierto desapego emocional, ingenio, agilidad del espíritu, voluntad, motivación. Una amiga mía tenía una librería llamada Itineralia, a la que llevaba para todas partes como dando a entender que los libros viajan, nos hacen viajar. Supongo que, hasta la fecha, debe andar por ahí en un itinerario constante e interminable y sin posibilidad de arraigo. O quizá me equivoco y encontró un destino menos vertiginoso.
Me parece curioso que la palabra «itinerante» se parezca tanto a la palabra Ítaca. Desde luego, el parecido solo es circunstancial, itinerante viene de iter, que es camino, e Ítaca es el nombre de una ciudad griega. Mientras que una palabra señala el escape, la otra, el arraigo, la posibilidad del hogar y el regreso, la querencia, como dicen algunos escritores bucólicos. Me hacía reír una etimología desquiciada como la propuesta por Xitlálitl Rodríguez Mendoza, quien familiarizaba la palabra «itacate» con Ítaca, es obvio que no existe una relación pero la primera, nos permitirá llevar el terrenal viático para no pasar hambre mientras pensamos en regresar a la segunda.
Rémy Oudghiri en su libro Pequeño elogio de la fuga del mundo hace un recuento de escapes notorios como los efectuados por Petrarca, Rousseau, Tolstoi, Flaubert. Destaca mucho en la imaginación colectiva la huida de Tolstoi, quien, a sus ochenta y dos años decide huir de su finca Yásnaia Polyana y de su esposa. Como se sabe, la compleja y contradictoria vida de Tolstoi lo hacía identificarse con los mujiks, con miembros de la clase obrera, con vagabundos. Solía albergar a viajeros que iban de paso por su finca y también fue visitado por muchas personalidades de la época. Tolstoi, un noble de la Rusia zarista, había vivido en la opulencia y trató de ser coherente en los últimos momentos de su vida escapando de una condición social que siempre le causó conflictos e incomodidad. Fue un último acto de rebeldía sobre su propia circunstancia. El escritor defendía y practicaba creencias de generosidad, desapego económico y frugalidad cristiana. Quiso ser coherente por lo menos una vez en su vida, aunque este momento fuera el último ya que fue encontrado por su mujer, Sofía, en la casa del jefe de la estación de Astapovo. La huida de Tolstoi solo dura cuatro días y culmina con la muerte del escritor.
Quienes huyen o se fugan buscan la reinvención de sí mismos y esto ya entraña la reconstrucción de una vida, la formación de un nuevo cimiento. Quizá más desapegado del mundo y sus demandas constantes, quizá más libre de necesidades superfluas. Cuando Tolstoi muere, lo hace en plena libertad y tal vez esa pueda ser la motivación final de los que se escapan del mundo: un momento, aunque sea uno solo, de liberación.
Avisos