Por Iván Farías
El cine pornográfico nació al mismo tiempo que el convencional. No es culpa de los “tiempos terribles” que vivimos ahora o de la “falta de valores de la sociedad actual”, es simplemente producto del deseo carnal. La pornografía ha estado en la humanidad desde hace ya muchos siglos, ya sea por medio de dibujos procaces o de grabados sicalípticos. La edición en español de La Perla, un clásico de la literatura pornográfica, contenía estas delicias venidas de siglos pasados.
Entre sus páginas había reproducciones de antiguos dibujos medievales o litografías con monjas libidinosas formadas frente al diminuto pene de un padre panzón, geishas sufridoras violadas por un pulpo o níveos traseros victorianos cogidos por un señor de impecable mostacho.
El porno cinematográfico nació con “vistas” de prostitutas mostrándose ante la cámara. Pudibundas mujeres desnudándose en atiborrados escenarios con almohadas, cortinas y mullidos sillones. Al principio la imagen saltaba por sus escasos 20 o 24 cuadros por segundo pero el romance entre la inexperta actriz y el soez camarógrafo ya estaba consumado. Eran solo mujeres contratadas para mostrarse sin ningún tipo de gracia. Luego vinieron los primeros pornógrafos con ideas y aquello cambio horrores. Pronto hubo nuevas propuestas para poder “calentar” al público. Público que veía estos breves encuentros sexuales en cualquier bodega o sótano donde se proyectaran. Claro, siempre que no hubiera alguien de la sociedad respetable, para no meterse en problemas.
Aquellas vistas evolucionaron a las grandes películas en 35 mm de los setentas, gracias al gran éxito de Garganta Profunda (USA, 1972) tal vez la película pornográfica más célebre de todos los tiempos, referencia colectiva de hasta el público más neófito. Este garbanzo de a libra hizo que viniera una época de oro en la industria del cine para adultos.
Los productores adquirieron cierto respeto, los directores se posicionaron como cotizados artesanos y los actores tuvieron el gusto de poder recibir premios por sus cachondas actuaciones. Se crearon cines para exhibirlas, un público asiduo las visitaba y hasta ciertas personas open mind llevaban a sus chicas a ver estos productos. La porno había triunfado en el aspecto de prestigio, aunque seguía teniendo el rechazo de la parte más conservadora de Estados Unidos y del resto de los países.
Pero esta luna de miel no duraría mucho. La pornografía abandonaría sus grandes éxitos donde la trama era importante, así como los gemidos de las protagonistas. No más cosas tan inquietantes como Café Flesh, Tras la Puerta Verde o El Diablo en la Señorita Jones. El cine porno se replegaría a sus inicios teniendo que volver a esas vistas de pocos minutos y nula trama. En una primera instancia al videocasete y más tarde al Internet.
Dejarían atrás su periodo de glamur y explosión creativa, para volver a la jodidez de una videocámara y filmar sin cortes la puesta en escena de un coito. Digo puesta en escena, porque todos debemos entender y saber que el porno es simplemente el deseo de que el sexo sea enteramente satisfactorio. El porno, como muchos géneros del cine es simple ficción.
Actualmente solo la multinacional Private puede darse el lujo de ofrecer producciones enormes filmadas en territorios exóticos, con grandes decorados y actrices provenientes —principalmente— de Europa del Este. Sin lugar a dudas el territorio que más actrices produce.
Películas filmadas en gravedad cero, versiones ficticias de Cleopatra, del Gladiador y parodias de conocidas historias de la televisión. En su serie sobre debutantes las chicas explican a la cámara cómo llegaron a la industria. Esta colección es buenísima para entender cómo la pornografía es vista en otros países como un camino de celebridad y dinero (mucho dinero) fácil en un mundo que vive de la imagen.
Bobaliconas, como Dixie Daytona, pueden ser celebridades millonarias a pesar de su evidente falta de inteligencia, únicamente teniendo un trasero envidiable y una sonrisa perversa.
Iván Farías habita en: http://difamacion-y-conspiracion.blogspot.com/