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Por José Luis Domínguez

Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, 29 de julio de 2020 [01:27 GMT-5] (Neotraba)

El lugar es hermoso. La luz solar, candente, estupefacta, baña las altas montañas y el vasto sahel de esa región legendaria de Arabia Saudita, donde justamente han acampado para pasar parte de la tarde y la noche, que están próximas.

Como todo sultán, Alí Kurzhévi, nómada, mercader y guerrero, bereber y beduino, ocupado siempre en el trueque, agerásico, posee un harem trashumante que lo acompaña siempre en sus correrías. No sólo es el más grande, es el mejor de todos los que existen. Su tienda ha sido colocada esta vez junto a unas enormes rocas que, estratégicamente, sirven a la vez de paredes y refugio contra la violencia ciega del mistral, de los simunes y los bandoleros del desierto.

A una señal casi imperceptible de Alí Kurzhévi, uno de sus esclavos eunucos da una fuerte palmada y comienza la música. A la tienda van entrando en hilera un grupo de mujeres de rostros y cuerpos escondidos que, tras los diversos colores del algodón, la seda y los velos, ejecutan movimientos sensuales, acordes con las notas rítmicas de una cítara y unos timbales. Todas son como dátiles maduros, apetecibles. De pronto, descubre unos ojos grandes, casi negros, que destacan de entre todos los pares de aquel grupo. Sus caderas enormes, sus pechos turgentes, sus manos y pies pequeños y su piel extraordinariamente blanca porque su cuerpo aún no ha sido profanado por el sol. Alí, complacido, mueve, también casi imperceptiblemente, el dedo índice en dirección a la dueña de esa mirada tan profunda como el abismo de una cañada. La elegida comprende la señal y se queda inmóvil. Al instante, las demás hacen una reverencia y salen de la tienda apresuradamente. Los sirvientes hacen lo mismo.

Alí se despoja de su alfanje y lo coloca sobre uno de sus enormes cofres. “He visto la roca, trémula en la miniatura transparente de una gota de rocío. Y recordé tus párpados, tiernos amigos de las lágrimas que tiemblan y no caen”. Sólo eso pronuncia Alí Kurshévi al quedarse a solas con aquella virgen sarracena. Se aproxima, la toma de la mano y la conduce al tálamo. Ella lo sigue, dócil, arrobada; orgullosa de ser la escogida de su señor. Mientras Alí la besa, comienza a desnudarse y a desnudarla, con cierta habilidad; con cierta premura, con cierto dejo de impaciencia, como con cierta rabia contenida, sobre el tálamo, le hace la corte y, por fin, el amor. Alí le pregunta el nombre. Ella le dice:

— ¡Lilith Ardati! ¡Mi nombre es Lilith Ardati! —mientras ríe estrepitosamente y muestra una cara llena de rabia y lascivia.

De pronto alguien grita: ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Se quema el campamento! La hermosa hurí se viste apresuradamente y huye. Él vacila unos instantes.

Luego, en vez de precipitarse al exterior para intentar salvar su vida, pueril e incomprensiblemente, apaga la lámpara de aceite que está sobre la piedra y se oculta bajo las sábanas, cuyo sabroso aroma a canela y sándalo que le ha puesto su madre al lavarlas antes de salir a la aventura aquella, aún persiste.

Ya no se escuchan más las voces, ni el sonido sordo de los acelerados pasos precipitándose en todas direcciones. Adentro de la tienda todo sigue a oscuras y en silencio. Entonces, Alí Kurshévi comienza a suponer que de esa manera ha conjurado el peligro. Así permanece, inmóvil, envuelto en aquella calidez de las cobijas, hasta quedarse nuevamente dormido. Al despertar, Alberto se gozará de esa rara y arbitraria perfección que tienen los sueños, aunque, eso sí, lamentará, por enésima vez, el haber manchado su trusa.


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