Por Edgar Hoover.
Sonó el teléfono, como siempre a esas horas; dos timbrazos y su voz. La voz de una mujer pedía escucharla. Dijo que de niña, en casa, sus padres a menudo la ponían en disco, pero no recordaba más que un rostro: Una mirada quieta, el cabello suavemente esponjado pero con algunos rizos. Se detuvo… “se llama ‘Flores en tu pelo’. Siempre me gustó, por favor, pónganla antes que me vaya, tengo que salir, pero no antes de oírla”.
Esa tarde, un sábado, casi a las tres de la tarde, fue la última vez que se programó a Scott McKenzie, antes que muriera. Esa mujer no volvió a llamar a la estación de radio para pedir una canción más, era la que quiso y así fue.
Ella me hizo pensar en una consola estática, de cuatro patas, que se abría levantando firmemente su cubierta y que, al hacerlo, dejaba ver el plato donde se ponen los discos; la aguja, los cambios de velocidades y el interior que escondió por años todos los secretos que un niño de primaria guarda para un día que se encuentre solo.
Era de una madera lisa, oscura a ratos y a su lado una ventana blanca con el vidrio siempre afilado por el invierno que a esa edad vuelve hostil una tarde, como tantas. Me veo recargado con la calle al frente… “all across the nation such a strange vibration…”… Fue la primera vez que oí a Scott McKenzie.
McKenzie, fue un músico intrigante con apenas dos discos de estudio que, para muchos, es catalogado como un one hit wonder por el éxito que le dio “San Francisco (be sure to wear some flowers in your hair)”. Sin embargo, esa idea en nada se compara con su voz cálida y bien educada en “The voice of Scott McKenzie” y, mucho menos, con lo buen guitarrista que logró ser.
Alguna vez leí que el pago que hizo al grabar un par de discos fue convertirse en el ícono de toda su generación, pues de niño supo de la Guerra de Corea y rondando los treinta Vietnam era el motivo que agrupaba, en cierto modo, el sentido de su música. Claro que McKenzie, no es “el ícono” de 1967, pero sí quien representó la moda que desde principios de esa década fue California, como el lugar al que se tenía que llegar en una suerte de peregrinación cultural.
La costa oeste siempre fue el paso obligado para encontrar las mejores drogas, los mejores grupos y una vertiente más ligera de la contracultura estadounidense. Si New York era groovy, California era cool. En sus calles se respiró el ambiente bohemio; en los días se pintaba, se fumaba mota en los cuartos de los hostales y de noche se cantaba en los cafés y en los bares. De ese ambiente surgirían Crosby, Stills, Nash & Young, The Mamas & the Papas y años antes The Doors.
“The voice of Scott McKenzie”, es un álbum que no rompe esquemas y para quien no guste del folk tardío pesa bastante escucharlo debido a los coros y las armonías detrás de la voz de Scott. Aunque es una buena forma de compararlo con The Mamas & the Papas, en especial con “Twelve thirty”, misma que grabaron y cuyo estilo, en el caso de McKenzie, suena confesional con un banjo en los arreglos.
También, para salir un tanto de línea soft, hay una canción más rítmica, que si no fuera por el doblaje de las voces y los metales que se incluyeron en la grabación, recuerda fielmente a The Beach Boys: “No, no, no, no, no”; claro que en menos de dos minutos y medio el estilo entre ambos salta con “The pet sounds”, disco lanzado un año antes por ellos.
Terminando la década, en 1970, Scott, publicó “Stained glass morning”, un material que contrastó de inicio con “The voice of Scott McKenzie”. De entrada el ambiente del disco sonaba con variaciones en el estilo que lo dio a conocer tres años antes, ya que en “Look in the mirror” se dejaba ver un country sin grandes bondades que en el transcurso del álbum intentó hacerse a un lado para dar cuenta a temas acústicos pero con el riff texano en ellos.
Esta misma línea se mantiene en todo el álbum y no ofrece cambios o le da oportunidad a los tracks para jugar con la organización de los mismos. Tres años fueron bastantes para que se notara el estilo de McKenzie sin fuerza, como en 1967. Tal vez por ello no volvió a colocar en los charts algo que tuviera un similar éxito a “San Francisco”.
Puede entenderse que terminando la promoción de “Stained glass morning” se dedicara a vivir en ambientes privados hasta mediados de los ochenta, cuando regresó haciendo “covers” y en algunas bandas itinerantes.
Sólo McKenzie supo el porqué decidió no volver a grabar y quedarse con lo que logró; tuvo un éxito mediano y vivió con eso, no explotó su imagen y cumplía cuando se presentaba en conciertos o como invitado de otros y no dio de qué hablar, sino de su propia carrera.
Finalmente, el 18 de agosto la noticia de su muerte tardó en ser difundida y se dejó de lado para rellenar las notas que fueron saliendo, ciertas menciones y tres patadas; mientras que en Estados Unidos fue tema especial en el San Francisco que dio pie al escucharlo.