Fahrenheit 451 de Ray Bradbury
Celebramos el centenario del nacimiento de uno de los autores más importantes de ciencia ficción.
Celebramos el centenario del nacimiento de uno de los autores más importantes de ciencia ficción.
Por José Luis Domínguez
Sin bibliotecas, ¿que nos quedaría?; no tendríamos pasado ni futuro.
No puedes aprender a escribir en una universidad.
Es un lugar muy malo para los escritores porque
los profesores siempre piensan que saben más que uno, y no es cierto.
Ray Bradbury
Hoy sábado 22 de agosto de 2020 se cumplen 100 años del nacimiento del escritor estadounidense Ray Bradbury, quien es harto conocido por sus novelas de ciencia ficción, aunque también escribió ensayos, poemas, obras de teatro, cuentos cortos e incluso elaboró guiones para el mundo del cine y la televisión.
Bradbury nació y creció en el pequeño pueblo de Waukegan, en el estado norteamericano de Illinois. Ya desde su infancia destacó por su enorme interés por sus principales fuentes creativas e imaginativas: la lectura y la escritura.
Fahrenheit 451, es una novela distópica pura. Como ya se sabe, una distopía es una utopía en su sentido peyorativo, una sociedad que se supone debería ser idónea pero que no lo es, simple y sencillamente porque los valores impuestos son indeseables para el ser humano.
Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451 con la premura que le otorgó una máquina de escribir que fue rentando durante varios días en la biblioteca por $0,10 por cada media hora, pagando un costo total de $9,80, lo que significa que le hubo tomado exactamente 49 horas escribir el clásico.
Primero apareció en 1952 en capítulos, en la revista Play Boy, cuando ésta era precisamente una revista mucho más completa y más integradora que su versión actual. La obra completa fue publicada al año siguiente, en plena época de la tan llevada y traída Guerra Fría, justo cuando el mundo se había dividido en dos bloques: los comunistas rusos y los capitalistas norteamericanos.
Como distopía pura, Fahrenheit 451 –algo así como 332 grados centígrados, temperatura idónea en la cual arde el papel– se erige como una civilización cuyo gobierno es represor y encierra en sí misma una fuerte relación con la época y el contexto económico, político y social norteamericano que la vio nacer. Aunque cabe aclarar que Ray Bradbury ya había cosechado fama con el libro Crónicas marcianas, publicado en 1950.
Concebida, no como se asevera, por un afán de protesta contra la muy lejana quema de libros en la Alemania Nazi de 1933, ni como algo más cercano a Bradbury: el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki en 1945 –si Wikipedia tuviera razón en su razonamiento irracional, se quedarían atrás la quema de la inmensa Biblioteca de Alejandría, y aún más atrás en el tiempo, el incendio de Roma por Nerón y también hubieran contado– sino como una severa crítica a la prohibición de libros y a la “cacería de brujas” orquestada por el senador Joseph McCarthy ese mismo año, 1953, en el que los grandes artistas norteamericanos y extranjeros comienzan a sufrir de hostigamiento en la tierra de las promesas fallidas por la más mínima sospecha de que albergan en sus almas una pequeña pizca de “comunistas”.
Recuérdese el triste y valiente caso de Lillian Hellman, la esposa del novelista del género negro Dashiell Hammet, quien fue sometida a un severo juicio, o la del cineasta Dalton Trumbo y todos los políticos de la época, quienes fueron obligados a declarar ante el famoso tribunal anti-izquierda –una especie de Tribunal del Santo Oficio, sin ser santo y sin ser oficio, en pleno siglo XX– su rotundo desapego a las ideas de Marx y Engels.
Fahrenheit 451 es una novela sincrética, porque concilia dos universos de la mitología si no totalmente opuestos, sí distintos en sus puntos torales: el judeocristiano y el griego. Es una alegoría que reúne lo crístico con lo órfico, y que se reconcilian, se mezclan en el gran mito de la resurrección. Job, prefigura de Cristo, Orfeo, y el ave Fénix se dan cita en estas páginas.
En el fondo encierra la eterna alegoría del paraíso perdido por recuperar, en un mundo patriarcal, autoritario, donde existe un dios en la figura del estado, que ha prohibido terminantemente el acceso al huerto del fruto del conocimiento, figurado en el mayor símbolo de la transmisión de la sabiduría que significa el libro.
Durante seis días dios creó el universo, al séptimo de ellos, el domingo, descansó. Por eso en Fahrenheit la eternidad comienza un lunes. Y precisamente, en alemán, Montag, es equivalente al lunes. Octavo día y a la vez el primero, en donde el hombre deja el ocio y se pone en acción, es el emblema del comienzo.
Montag pertenece a una de las cientos de estaciones de bomberos que existen desperdigadas por toda la geografía del estado totalitario, la cual, paradójicamente, no se dedica a apagar incendios, sino a provocarlos en cada sitio donde se encuentren los grandes volúmenes nacidos del invento de Johannes Gutenberg y cuyo lema oficial es:
–¡El lunes quema a Millay (Saint Vincent), el miércoles a Whitman (Walt), el viernes a Faulkner (William), conviértelos en ceniza y luego quema las cenizas!
En cada estación se encuentra un libro guía con cinco reglas básicas: responder rápidamente a la alarma, iniciar el fuego rápidamente, quemarlo todo, regresar ipso facto al cuartel y permanecer en constante alerta hasta que suenen de nuevo las alarmas. En cada estación también, existe una lista con más de un millón de títulos prohibidos.
Montag parece estar conforme con su vida, con su rutina de tragahumo, con sus compañeros Stoneman (hombre roca o duro como una roca) Black (oscuro o negro como la noche) y Beatty (la mente golpeadora) que funge como el capitán; y en su casa con Mildred, su querida, depresiva y amnésica esposa, quien siempre lo espera y hasta celebra cada “hazaña” cotidiana realizada por su marido de volver cenizas alguna biblioteca clandestina.
Todo comienza a cambiar cuando Montag conoce a su vecina, la subversiva involuntaria Clarisse McClellan, una muchacha rústica, silvestre, desenfadada, ajena a ese mundo que los rodea.
Clarisse es una Eva futurista, un filósofo en potencia y sus preguntas ontológicas resultan ser el fruto demasiado apetecible con el que cimbra todo el –hasta entonces– reducido y conformista universo de Adán-Montag: ¿Lee lo que quema? ¿Es usted feliz? ¿Está enamorado? ¿Cómo escogió su trabajo? ¿Por qué no tiene hijos?
De esa forma, Clarisse hace honor a su nombre: le brinda claridad a Montag. Es a la vez Eva y a la vez la serpiente que tentó a Adán-Montag en el paraíso.
El sacudimiento de conciencia de Montag se completa cuando él, Beatty y el resto de su cuadrilla de bomberos acuden a incendiar un domicilio que ha sido descubierto y denunciado por una vecina de apellido Blake como guardador de libros en el ático. La dueña de la casa no sólo no sale a la calle, como ocurre la mayoría de las veces, en esos casos en que la casa habrá de ser devorada por el fuego, sino que es ella misma quien prende la cerilla que pondrá fin a su vida y a sus pertenencias, no sin antes pronunciar una misteriosa frase que su capitán, Beatty, le aclarará enseguida:
–¡Pórtate como un hombre, joven Ridley. Por la gracia de Dios, encenderemos en Inglaterra tal hoguera, que confío en que nunca se apagará!
Y aludía a un tal Latimer, quien la había pronunciado a su vez, en Oxford, un 16 de octubre de 1555, mientras eran quemados por herejía por la Iglesia.
Montag se cuestiona, mientras él y sus compañeros queman libros de Jonathan Swift, Dante y Marco Aurelio, sobre el posible sentido poderoso y oculto –aún a sus obnubilados ojos y a su mente embotada– que los libros encierran, como para que un ser humano sea capaz de darlo todo por ellos.
Beatty es el memorioso jefe de la estación de bomberos donde Montag labora. Maneja un auto “Fénix”, tiene en su casco grabado un cenit y tatuada en el brazo una serpiente anaranjada. Beatty está recalcitrantemente convencido de que su vida es perfecta. Él es el representante corpóreo del estado totalitario.
Piensa que los libros son el verdadero estorbo en el camino a la felicidad, pues provocan una angustia existencial, por eso hay que acabar con todos. Y pobre de aquel que se oponga, el sabueso –ese perro mecánico de ojos verdeazulados y de ocho patas, construido con alambre de cobre, baterías de carga, y electricidad, asignado uno para cada estación de bomberos, cuya aguja que sobresale del morro inyecta altas dosis de morfina y procaína, actuando como un poderoso sedante– irá por él. El sabueso, aclara Beatty, para el departamento de bomberos, representa una honda lección de balística. Tiene una trayectoria determinada que sigue rigurosamente. Va tras el blanco y lo alcanza. Y la casa donde habite el transgresor o la transgresora habrá de ser reducida a escombros.
Faber hace su aparición. Faber es un viejo profesor de literatura, es el homo faber que habrá de proporcionar las ideas y los medios para escapar del absoluto control que el estado ejerce sobre todos los ciudadanos, para iniciar el proceso de liberación. Le proporciona a Montag un pequeño pero efectivo dispositivo para estar en constante comunicación.
Ray Bradbury nos recuerda el poder subversivo que tiene la poesía en quienes la escuchan, por eso cuando Montag, en un acto de ira por lo superficial, lee un poema en voz alta a Mildred y a sus amigas, una suelta el llanto desconsolador, mientras otra se enfurece. Ésta es la razón por la cual según Platón deben ser expulsados de la República todos los poetas: son altamente subversivos. Mildred no está dispuesta a seguir casada con el pobre Job-Montag que parece estar enloqueciendo. Ella y sus amigas lo denunciarán. Este es el clímax de la novela.
Cuando llegan al domicilio donde habitan los insurrectos, Montag ve salir a Mildred-Eurídice a la inversa, llevando sus cosas. ¡Entonces comprende tardíamente que es su propia casa la que tienen que quemar! Accidentalmente se le cae el dispositivo con el cual se comunica con Faber. Beatty lo recoge y asegura que dará con el rebelde para darle su merecido y obliga a Montag a que sea él quien prenda fuego a todo sin dejar un solo momento de hostigarlo. Montag, en un arrebato de ira, incendia a su jefe y al sabueso. Éste le inyecta el poderoso sedante. Aún así, consigue huir.
A final de cuentas, desposeído ya de todo, virtual y mediáticamente asesinado por otro sabueso, Montag habrá de unirse a esos hombres-biblioteca deambulando a las orillas de las ciudades, de las vías del tren y de los ríos y significan la última esperanza de la civilización. Son libros vivientes, la alegoría del ave fénix renaciendo desde sus propias cenizas. En ellos, el fuego no es un elemento destructivo, sino civilizador. Son grandes dialogantes. Buscan incentivar el calor humano. Saben que después de la guerra, que ronda por doquier como fantasma, mejores tiempos para ellos se aproximan.
Una alegoría excelente, misma que presupone un abandono al progreso mecanizado y un regreso a los cinco sentidos y a la naturaleza representado por Clarisse. Montag es un moderno Orfeo volviendo del mundo de los muertos. El baño de lodo, de tierra, de cenizas, mientras es perseguido, nos habla de su renacimiento.
Montag es el hombre que ha regresado a sus orígenes, a su útero materno, la madre tierra, para poder nacer nuevamente. Montag es el hombre nuevo constituido por lo antiguo. El sénex puer o el puer sénex, el viejo-niño, el niño viejo que dará al mundo un sentido más profundo, más significativo, por lo tanto más humano. El símbolo que reúne lo viejo con lo nuevo, lo muriente con lo naciente: el ave fénix. El dios viejo que se hace un dios nuevo, como Jesús, el cristo. Enhorabuena por todos nosotros, sus lectores.
Ray Bradbury murió el 5 de junio de 2012 a la edad de 91 años en Los Ángeles, California. A petición suya, su lápida funeraria, en el Cementerio Westwood Village Memorial Park, lleva el epitafio: «Autor de Fahrenheit 451».