Por José Luis Dávila
La noche cae, dan las doce y empiezan a recorrer las calles los fantasmas del pasado, un pasado bohemio, un pasado repleto de estrellas tan fugaces como tan eternas, tan distantes como cercanas. Es la distancia misma la que las vuelve llamativas, porque la distancia atrae al hombre, lo hace preguntarse por lo que existe más allá de sí.
También la distancia es un estado mental, una obsesión por las memorias de otros lugares y otros tiempos que nos pertenecen de alguna manera, ya sea porque fuimos (o somos) parte de ellos o porque un fragmento perdido de la granada arrojada en esos tiempos y lugares se nos ha incrustado en el pecho. A mí, por ejemplo, me pasa cuando escucho a Al Bowley, que los 30’s se me pintan como la mejor época. Y así, cada uno tiene su época preferida.
Pero, ¿habría quien desee vivir realmente en el ensueño del tiempo pasado que al final se tornará presente, matando toda la magia? Allan Stewart Königsberg lo explora en su película más reciente Midnight in Paris, (2011), llevándonos de nuestro año a la década de los 20’s, y de ahí a la Belle Époque.
La historia es, como muchas de sus historias, protagonizada por un escritor, Gil, que busca incesante el perfeccionamiento de sus creaciones de las que cada vez se siente más frustrado. Gil viaja a París junto con sus suegros y su prometida, Inez, para relajarse unos días e inspirarse para terminar su primera novela. Una noche después de una degustación de vinos, intenta regresar solo al hotel, pero se pierde y unos extraños lo invitan a subir a su auto. A partir de ese momento Gil tendrá dos vidas, una que se desarrolla por el día en el mundo que le pertenece y una completamente nocturna en un París que se deleita con la voz en vivo de Cole Porter y las extravagancias de Dalí, el mundo que Gil hubiese querido vivir.
Woody Allen (Sí, Königsberg es Allen, o más bien Allen es Königsberg) nos muestra la caída en el abismo del tiempo por influencia del hechizo que es la distancia.
Con fulminante humor y drama, esta cinta se asoma a los procesos neuróticos que nos hacen creer en el pasado como en una ‘edad de oro’ y enfrascarnos en ese ideal mientras que la vida se nos va sin remedio, sin reconocerla siquiera por el destello de sus luces, luces iguales a las que de noche forman la ciudad, sea París, sea cualquier ciudad.
José Luis Dávila también habita en http://entreparentezis.blogspot.com/