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Ciudad de México, 16 de febrero de 2025 (Neotraba)

Insensatos lectores: el mes pasado estuve celebrando el cumpleaños del gran Iñakikín y de la poderosa Carla con “C”. Nos reunimos en un lugar nostálgico y de bajo presupuesto denominado La Valenciana. Debo decir que es una cantina bastante coqueta, con sus cantantes desafinados, sus vendedores ambulantes y sus educados borrachos. Los motivos anteriores me hicieron suponer que bien valdría la pena regresar alguno de estos días.

El caso es que, entre cerveza y cerveza, y cubas atascadas de ron Matusalem, nos pusimos ligeramente filosóficos y tratamos algunos temas relevantes: hablamos sobre literatura, hongos alucinógenos y orejas de elefante.

Pero lo que más recuerdo es que el gran Iñaki pronunció en repetidas ocasiones el término “pulsión de muerte”. Vale la pena mencionar que Iñakirriki trataba de aclararme algunas dudas existenciales y el deseo que tengo por encontrar una metodología alterna. Les confieso que no me quiero morir, me quiero drogar, pero esa es otra historia. Lo importante acá es que la frase me orilló a pensar en el siguiente cuento del inigualable Virgilio Piñera. Escritor cubano. Ya me darán su opinión:

El que vino a salvarme

Por Virgilio Piñera

Siempre tuve un gran miedo: no saber cuándo moriría. Mi mujer afirmaba que la culpa era de mi padre; mi madre estaba agonizando, él me puso frente a ella y me obligó a besarla. Por esa época yo tenía diez años y ya sabemos todo eso de que la presencia de la muerte deja una profunda huella en los niños… No digo que la aseveración sea falsa, pero en mi caso, es distinto. Lo que mi mujer ignora es que yo vi ajusticiar a un hombre, y lo vi por casualidad. Justicia irregular, es decir dos hombres le tienden un lazo a otro hombre en el servicio sanitario de un cine y lo degüellan. ¿Cómo? Yo estaba encerrado haciendo caca y ellos no podían verme; estaban en los mingitorios. Yo hacía caca plácidamente y de pronto oí: “Pero no van a matarme…” Miré por el enrejillado, y entonces vi una navaja cortando un pescuezo, sentí un alarido, sangre a borbotones y piernas que se alejaban a toda prisa. Cuando la policía llegó al lugar del hecho me encontró desmayado, casi muerto, con eso que le dicen “shock nervioso”. Estuve un mes entre la vida y la muerte.

Bueno, no vayan a pensar que, en lo sucesivo, iba a tener miedo de ser degollado. Bueno, pueden pensarlo, están en su derecho. Si alguien ve degollar a un hombre, es lógico que piense que también puede ocurrirle lo mismo a él, pero también es lógico pensar que no va a dar la maldita casualidad de que el destino, o lo que sea, lo haya escogido a uno para que tenga la misma suerte del hombre que degollaron en el servicio sanitario del cine.

No, no era ese mi miedo; el que yo sentí, justo en el momento en que degollaban al tipo, se podría expresar con esta frase: ¿Cuál es la hora? Imaginemos a un viejo de ochenta años, listo ya para enfrentarse a la muerte; pienso que su idea fija no puede ser otra que preguntarse: ¿será de noche…? ¿será mañana…? ¿será a las tres de la madrugada de pasado mañana? ¿Va a ser ahora mismo en que estoy pensando que será pasado mañana a las tres de la madrugada…? Como sabe y siente que el tiempo de vida que le queda es muy reducido, estima que sus cálculos sobre “la hora fatal” son bastante precisos, pero, al mismo tiempo, la impotencia en que se encuentra para fijar “el momento” los reduce a cero. En cambio, el tipo asesinado en el servicio sanitario supo, así de pronto, cuál sería su hora. En el momento de proferir: “Pero no van a matarme…”, ya sabía que le llegaba su hora. Entre su exclamación desesperada y la mano que accionaba la navaja para cercenarle el cuello, supo el minuto exacto de su muerte. Es decir que si la exclamación se produjo, por ejemplo, a las nueve horas cuatro minutos y cinco segundos de la noche y la degollación a las nueve, cuatro minutos y ocho segundos, él supo exactamente su hora de morir con una anticipación de tres segundos.

En cambio, aquí, echado en la cama, solo (mi mujer murió el año pasado y, por otra parte, no sé la pobre en qué podría ayudarme en lo que se refiere a la hora de mi muerte), estoy devanándome los pocos sesos que me quedan. Es sabido que cuando se tienen noventa años (y esa es mi edad) se está como el viajero, pendiente de la hora, con la diferencia de que el viajero la sabe y uno la ignora. Pero no anticipemos.

Cuando lo del tipo degollado en el servicio sanitario yo tenía apenas veinte años. El hecho de estar “lleno” de vida en ese entonces y, además, tenerla por delante como una eternidad, borró pronto aquel cuadro sangriento y aquella pregunta angustiosa. Cuando se está lleno de vida sólo se tiene tiempo para vivir y “vivirse”. Uno se “vive” y se dice: “¡Qué saludable estoy!, respiro salud por todos mis poros, soy capaz de comerme un buey, copular cinco veces por día, trabajar sin desfallecer veinte horas seguidas…”, y entonces uno no puede tener noción de lo que es morir y “morirse”. Cuando a los veintidós años me casé, mi mujer, viendo mis “ardores” me dijo una noche: “¿Vas a ser el mismo cuando seas un viejio?” Y le contesté: “¿Qué es un viejito? ¿Acaso tú lo sabes?”

Ella naturalmente tampoco lo sabía. Y como ni ella ni yo podíamos, por el momento, configurar a un viejito, pues nos echamos a reír y fornicamos de lo lindo.

Pero recién cumplidos los cincuenta, empecé a vislumbrar lo de ser un viejito, y también empecé a pensar en eso de la hora… Por supuesto, proseguía viviendo pero, al mismo tiempo empezaba a morirme, y una curiosidad, enfermiza y devoradora, me ponía por delante el momento fatal. Ya que tenía que morir, al menos saber en qué instante sobrevendría mi muerte, cómo sé, por ejemplo, el instante preciso en que me lavo los dientes…

Y a medida que me hacía más viejo, este pensamiento se fue haciendo más obsesivo hasta llegar a lo que llamamos fijación. Allá por los setenta hice, de modo inesperado, mi primer viaje en avión. Recibí un cablegrama de la mujer de mi único hermano avisándome que éste se moría. Tomé pues el avión. A las dos horas de vuelo se produjo mal tiempo. El avión era una pluma en la tempestad, y todo eso que se dice de los aviones bajo los efectos de una tormenta: pasajeros aterrados, idas y venidas de las aeromozas, objetos que se vienen al suelo, gritos de mujeres y de niños mezclados con padresnuestros y avemarías, en fin ese “memento mori” que es más “memento” a cuarenta mil pies de altura.

Gracias a Dios, me dije, gracias a Dios que por primera vez me acerco a una cierta precisión de lo que se refiere al momento de mi muerte. Al menos, en esta nave en peligro de estrellarse, ya puedo ir calculando el momento. ¿Diez, quince, treinta y ocho minutos…? No importa, estoy cerca, y tú, muerte, no lograrás sorprenderme. Confieso que gocé salvajemente. Ni por un instante se me ocurrió rezar, pasar revista a mi vida, hacer acto de contrición o simplemente esa función fisiológica que es vomitar. No, sólo estaba atento a la inminente caída del avión para saber, mientras nos íbamos estrellando, que ese era el momento de mi muerte.

Pasado el peligro, una pasajera me dijo: “Oiga, lo estuve viendo mientras estábamos por caernos, y usted como si nada…” Me sonreí, no le contesté: ella con su angustia aún reflejada en su cara, ignoraba “mi angustica” que, por una sola vez en mi vida, se había transformado a esos cuarenta mil pies de altura en un estado de gracia comparable al de los santos más calificados de la iglesia.

Pero a cuarenta mil pies de altura en un avión azotado por la tormenta (único paraíso entrevisto en mi larga vida) no se está todos los días; por el contrario se habita el infierno que cada cual se construye: sus paredes son pensamientos, su techo terrores y sus ventanas abismos… Y dentro, uno helándose a fuego lento, quiero decir perdiendo vida en medio de llamas que adoptan formas singulares “a qué hora”, “un martes o un sábado”, en el otoño o en la primavera…”

Y yo, me hielo y me quemo cada vez más. Me he convertido en un acabado espécimen de un museo de teratología y al mismo tiempo soy la viva imagen de la desnutrición. Tengo por seguro que por mis venas no corre sangre sino pus; hay que ver mis escaras (purulentas, cárdenas) y mis huesos, que parecen haberle conferido a mi cuerpo otra anatomía. Los de las caderas, como un río, se han salido de madre; las clavículas, al descarnarme, parecen anclas pendiendo al costado de un barco; los occipitales hacen de mi cabeza un coco aplastado de un mazazo.

Sin embargo, lo que la cabeza contiene sigue pensando, y pensando en su idea fija; ahora mismo, en este instante, en mi cuarto, tirado en la cama, con la muerte encima, con la muerte, que puede ser esa foto de mi padre muerto, que mira y me dice: “Te voy a sorprender, no podrás saber, me estás viendo pero ignoras cuándo te asestaré el golpe…”

Por mi parte, miré más fijamente la foto de mi padre y le dije: “no te vas a salir con la tuya, sabré el momento en que me echarás el guate y antes gritaré: ¡Es ahora!, y no te quedará otro remedio que confesarte vencida”.

Y justo en ese momento, en ese momento que participa de la realidad y de la irrealidad, sentí unos pasos que, a su vez, participaron de esa misma realidad e irrealidad. Desvié la vista de la foto e inconscientemente la puse en el espejo del ropero que está frente a mi cama. En él vi reflejada la cara de un hombre joven, sólo su cara ya que el cuerpo se sustraía a mi vista debido a un biombo colocado entre los pies de la cama y el espejo. Pero no le di mayor importancia; sería incomprensible que no se la diera teniendo otra edad, es decir, la edad en que uno está realmente vivo y la inopinada presencia de un extraño en nuestro cuarto nos causaría desde sorpresa hasta terror. Pero a mi edad y en el estado de languidez en que me hallaba, un extraño y su rostro es sólo parte de la realidad-irrealidad que se padece. Es decir, que ese extraño y su cara era, o un objeto más de los muchos que pueblan mi cuarto o un fantasma de los muchos que pueblan mi cabeza.

En consecuencia, volví a poner la vista en la foto de mi padre, y cuando volví a mirar el espejo, la cara del extraño había desaparecido. Volví de nuevo a mirar la foto y creí advertir que la cara de mi padre estaba como enfurruñada, es decir la cara de mi padre por ser la de él, pero al mismo tiempo con una cara que no era la suya, sino como si se la hubiera maquillado para hacer un personaje de tragedia. Pero vaya usted a saber… En ese linde entre la realidad e irrealidad todo es posible, y más importante, todo ocurre y no ocurre.

Entonces cerré los ojos y empecé a decir en voz alta: ahora, ahora… De pronto sentí un ruido de pisadas muy cerca del respaldar de la cama; abrí los ojos y allí estaba, frente a mí, el extraño, con todo su cuerpo largo como un kilómetro. Pensé: “Bah, lo mismo del espejo…” y volví a mirar la foto de mi padre. Pero algo me decía que volviera a mirar al extraño. No desobedecí mi voz interior y lo miré. Ahora esgrimía una navaja e iba inclinando lentamente el cuerpo mientras me miraba a los ojos. Entonces comprendí que ese extraño era el que venía a salvarme. Supe con una anticipación de varios segundos el momento exacto de mi muerte. Cuando la navaja se hundió en mi yugular, miré a mi salvador y, entre borbotones de sangre, le dije: “Gracias por haber venido”.

***

No sé ustedes, pero yo sí me he cuestionado este asunto. No de una forma tan obsesiva, pero sí me he preguntado qué día será el día que no regrese a casa. Francamente no lo sé. Sólo sé que el hecho de hacerme esa pregunta me orilla a pensar en dos cosas: en primera instancia, creo que no vale la pena pasarla mal, pues finalmente este asunto llamado existencia tarde o temprano se apagará. En segundo lugar, y no por ello menos importante, procuro caminar un poco, sentir el aire hinchando mis pulmones, tomarme una cerveza y decir te quiero cuantas veces me es posible.

Antes de terminar debo aclararles algo: me he dado a la tarea de recolectar algunos textos que me gustan mucho. La mayoría son muy poco conocidos, compartirlos a través de este medio es una forma de difundirlos. No faltará el lector que conozca alguno de los cuentos, poemas o ensayos, debo decirle a este tipo de personas que mi intención es hacer una especie de antología muy personal y compartirla por el simple gusto de hacerlo.

Mi intención no es la de “copiar y pegar”, en primera instancia reescribir cualquier texto es muy útil, se aprende mucho y, por otro lado, lo que menos deseo es adueñarme de un relato ajeno. En ocasiones me cuesta más trabajo reescribir cosas que no son mías. A veces prefiero redactar mis propias xaladas, que son muchas y de las más diversas. Pero creo que tampoco está mal compartir las cosas que quiero con la gente que quiero. En fin…

Cualquier duda, queja o sugerencia con esta columna llena de pulsiones de vida y muerte, favor de dejarnos sus comentarios, damita, caballero.


Gabriel Duarte. Ciudad de México 1972. Es Licenciado en Mercadotecnia por la Universidad Tecnológica de México. Estudió literatura en SOGEM. Está por publicar su primera novela.


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