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Por Gerardo Alexis Viana

El Salvador, 23 de febrero de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)

En la antigua China, vivía un viejo polaco de ojos azul claro. Su cabello castaño tenía canicie en su mayoría. Al principio era un viejo feliz. Lo demostraba, sobre todo, con sonrisas en medio de sus barbas blancas. Vivía con su esposa china en una pequeña casa situada en Suzhou. Ambos salían a las cuatro de la tarde a sentarse bajo un árbol de cerezo. Trataban de establecer una armonía con su paz interior. Por lo tanto, la meditación se convirtió en su método cotidiano para hablar el lenguaje del cosmos.

El silencio hacía de las suyas. Los cautivaba con los mejores pensamientos. Hasta que ella decidía tocar su liuqin y el viejo la acompañaba con la guqin. Ambos maniobraban, sublimes, los instrumentos. Sin embargo, la mujer conservaba una chispa enfática: cerraba los ojos achinados y permitía que sus manos se hicieran brasas melódicas. El viejo polaco trataba de seguirla componiendo la misma melodía que era un improvisado grito angelical. Renunciaba a la carne y consentía la forja de sus espíritus.

Por consiguiente, en las semanas posteriores repitieron el mismo acto durante las tardes. El tiempo se volvía eterno, placentero y monótono. Se llenaba de musicalidad; despedía al astro escarlata. Hasta que, en medio de la fruición de los instrumentos, el viejo polaco alzó la mirada y notó la presencia de un pequeño gorrión entre las ramas del cerezo. El ave no se inmutó, no estaba asustada. Tan sólo percibía aquella sonoridad que le brindaba paz. El viejo, al ver que el gorrión estaba en comunión con ellos, se abalanzó hacia él. Sacó unos trozos de higo del bolsillo de su pantalón y se los dio al pequeño emplumado. Éste no mostraba desagrado ante el fruto.

Mientras el gorrión comía hasta el último pedazo, la mujer armaba una orquesta con sus dedos minuciosos. A pesar de ello, el ritmo cada vez era más lento y suave. El pulso cardíaco de ella se transfería al instrumento. No se detenía. Quiso continuar ese regocijo sin importar cual fuera el precio. Se le nubló la visión, le costaba respirar. Todo su cuerpo se debilitaba, palidecía. A pesar de ello, el viejo no comprendió por qué ella seguía sonriendo.

Preocupado, trató de levantarla. También intentó llevarla con algún curandero. Sin embargo, ella insistió en lo contrario. Su mayor deseo era su compañía con el liuquin. Con lágrimas en los ojos, y el dolor atravesado en las entrañas, él agarró su instrumento y la siguió melódicamente. El gorrioncito ni se movió: permanecía pendiente del horrible suceso. Ella cerró sus ojos. El viejo contempló cómo se desvanecía. El ave, con el resabio del higo, abandonó las ramas del cerezo. Finalmente, la mujer dio su último suspiro. La vida la abandonó. Sus blancas manos, antes convertidas en brasas melódicas, pasaron a ser fuego de sangre fría.


Sobre el autor:

Gerardo Alexis Viana. Nació el 25 de marzo de 1999, en el departamento de Santa Ana, El Salvador. Es estudiante de la Licenciatura en Ciencias del Lenguaje y Literatura en la Universidad de El Salvador. Ha publicado una reseña académica en la revista Afluente FCPyS (México) y un cuento en Iguales Revista (México). Además, sus poemas han sido divulgados en la editorial Artesanos & Editores (El Salvador), en la revista Eiruku (Argentina) y en Foco literario (Argentina). Ha sido seleccionado para la ponencia de sus escritos en la revista Materia Escrita (México).


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