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Mérida, Yucatán, 16 de octubre de 2024 (Neotraba)

El micropoder es un tipo de poder que se encuentra en todos los ámbitos de la sociedad, pero de manera silenciosa y casi imperceptible.

Michel Foucault

En el reciente libro de cuentos de Adrián Curiel Rivera: Humanas jaurías (Lectorum, 2024), el orden de las palabras en el título sí altera el producto, pues nos lleva a reflexionar acerca de nuestra naturaleza, esos lapsos cuando la humanidad deja de serlo para comportarse como un verdadero conglomerado de perros que persigue a su presa, tanto en la sociedad como en el hogar, ya sea de manera explícita o, en el peor de los casos, velada.

En el libro integrado por cinco relatos el hilo conductor es la presencia de perros, a veces protagonizando y en otras en franca contaminación auditiva. Como muestra de su narrativa está el cuento con el que inicia: “Día franco”, en el cual es el perro quien nos conduce al centro mismo del conflicto: la homofobia de un padre quien justifica su alcoholismo al no soportar que, en su “mundo de machos bragados, de astucia, de musculatura cerebral”, tuviera un hijo homosexual. La mascota que le regala su pareja gay es un paliativo para sobrellevar las recaídas del patriarca por “la lepra líquida del etanol”. El final trágico del cuento sucede tras una cadena de acontecimientos, cuando el hijo creyó que en su día de descanso por simple ley matemática era prácticamente imposible que ocurriera otro accidente.

En “Salida número catorce”, un padre de familia inmerso en “el lastre compartido del matrimonio”, antes de salir para llevar a sus hijos a la escuela, repara en el comportamiento nervioso (aparentemente sin motivos) de su pareja de perros: Collins, joven y de raza y Lady Recogida, veterana y cruza de mil razas. Al abrir el portón encuentra entre siete y ocho perros echados en la fachada de enfrente presagio de la invasión canina que obligará a las autoridades a decretar toque de queda e instalar un cerco sanitario. Este relato distópico con final abierto frustra (momentáneamente) la infidelidad del hombre gestada una noche anterior en una cena de la empresa con una mujer fuera de los estándares, pues debe huir hacia la salida número catorce para reunirse con su esposa y sus hijos. Al igual que los perros ante el apocalipsis, la ejecutiva fue el presagio de la infidelidad del protagonista.

Otra frustración es la del protagonista de “Influyente”, cuyo deseo secreto es ser un afamado escritor de cuentos y a quien el perro blanco y obeso de la casa de enfrente le ladra cada vez que lo ve salir, lo que interpreta como un eslabón más de sus infortunios. Su esposa y su hijo recién nacido son insuficientes para la felicidad. Incapaz de conciliar el sueño enciende la televisión de la sala cuyo colofón a sus desgracias cotidianas es la transmisión de la entrevista de un reconocido escritor de su mismo país a quien trae entre cejas por su relumbrón en el mundo literario. La reverberancia de la voz del influyente en la pantalla es el odioso ladrido, no es el perro es el escritor exitoso lo que molesta al protagonista, pues en su subconsciente ese humano le ladra cada vez que se le aparece “sumamente famoso e influyente, no de clóset, como el desvelado telespectador que lo miraba a través del monitor encendido”.

La protagonista de “Te extraño bestia” mientras sostiene un soliloquio acerca de sus desgracias existenciales nos hace sentir que vive en medio de una fauna, es inevitable que el lenguaje utilizado por Adrián en el relato no sea un espejo de las complejas relaciones humanas entre personas que el destino se encarga de reunir ya sea en un espacio abierto como lo es un parque o cerrados como un bar, las relaciones de pareja y hasta la de padres e hijos. Más allá del lenguaje, un perro es el vínculo que mantiene el contacto entre la protagonista y su mamá, quizá, si no fuera por la mascota, estuviera rota la relación como con su papá, pues ellos no aceptan que después de invertir en un doctorado, su hija trabaje como mesera en un bar sirviendo bebidas en patines. También el perro es el pretexto de la madre para chantajearla emocionalmente por el abandono y así justificar la descarga de reclamos en los que se convierten los diálogos telefónicos.

“Un anciano en la azotea”, es un cuento de vejez que trata exactamente como lo anuncia el título de un anciano que, ante la entrada de un inusual fenómeno meteorológico en Yucatán, decide ignorar que nevará, según las noticias. El octogenario, quien toda su vida se desempeñó como periodista hasta su retiro, denuesta la falta de rigor de la información en la era de los fake news, por lo cual decide no cambiar su rutina. Si bien no tiene un perro que le ladre, tiene al del vecino que lo hace con insistencia como presagiando las desagracias. Una falla eléctrica y por ende de la televisión, su única distracción a los ochenta y cuatro años, lo obligarán a subir a la azotea en un afán de solucionarlo cuando el termómetro marca cero grados, a ello se sumarán los ladridos del perro del vecino que crispa sus nervios, pero que bien hubiera podido interpretar como advertencia de la catástrofe inminente.

Los protagonistas y sus interacciones son una muestra de las combinaciones de personajes con las que nos enfrentamos el día a día, donde se gestan entramados impredecibles. La presencia de los caninos en las vidas de la pareja gay, de los dos padres de familia insatisfechos, en la de la mujer rebelde a lo establecido por la familia y la sociedad y a la del incrédulo octogenario, es ancestral como lo ha revelado la arqueología en los hallazgos de huesos humanos y animales en las tumbas, cuando los amos pedían que los enterrasen juntos. En la actualidad, la jerga contribuye a que se mire de otra manera al mejor amigo del hombre (aunque el hombre no sea el mejor de los amigos) al cambiar la palabra amo a tutor, desplegando una serie de responsabilidades para el bienestar animal.

Humanas jaurías, sin ser un libro de perros, visibiliza la injerencia de estos animales en la cotidianidad, a veces tan fuerte como para no romper la relación entre una madre y su hija. O como parte de una terapia. También funcionan como radares o advertencias cuyos ladridos pueden resultar una verdadera contaminación auditiva. Si bien la familia no se elige, la forma en que se comunican es una decisión de cada uno de sus integrantes. En el microespacio de la casa o del trabajo se libran las batallas más crueles de la existencia personal.

Humanas jaurías es un libro de la humanidad, la naturaleza humana al desnudo con sus claroscuros. Son relatos oblicuos, profundos y simbólicos. Nos recuerda que, a fuerza de la convivencia elegida o involuntaria, los humanos somos más parecidos a los perros de lo que creemos pues, así como ellos se han domesticado adoptando costumbres humanas, nosotros hemos “perrunizando” conductas cuando interactuamos con la otredad.

Adrián Curiel Rivera en Humanas jaurías nos confronta con la animalidad humana.


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