Por Antonio Arroyo Silva
Si la pobreza tiene algo positivo (que no lo tiene, sino para los ricos), eso es la imaginación. Cuando el jilorio nos canta, cuando el hambre ronronea en nuestros estómagos, nuestra imaginación se hace inmensa. No sé si en estos tiempos posmodernos en que la globalización y el superconsumismo gobiernan nuestras mentes esta afirmación podría cumplirse, pues los seres humanos nos hemos acomodado a lo fácil, lo rápido, la comida basura y el tetra-brik. Acaso en muchos sentidos hemos retrocedido, sobre todo en tomarnos el tiempo necesario para pensar en la resolución de los problemas inmediatos. Nos hemos ahogado en la cultura de la prisa. Sin embargo, la historia ha demostrado que los caminos de la mente humana son recónditos y, a veces, inextricables.
No es cuestión de retroceder en el tiempo y borrar de un plumazo tantas conquistas sociales y culturales que, si bien lo miramos, la mayoría de la población del planeta no puede utilizar o que muchas veces se quedan en papel mojado. Otra cara de la tiranía. La que quiere borrar del pensamiento la cultura de los pueblos, porque, como decía el poeta cubano José Martí: “para ser libres hay que ser cultos”, entendiendo por cultura todo aquello que nos define como personas que pertenecemos a un entorno y todo aquello que abre la mente hacia otras ideas, con sentido crítico y constructivo. Como a los árboles quieren arrancarnos las raíces de este bosque humano al que pertenecemos y donde nos desarrollamos.
Las Islas Canarias, que ahora dependen sobre todo del turismo, en el pasado siglo estaban regidas por la economía del plátano, un sistema de monocultivo trasunto del colonialismo, con un índice de analfabetismo muy alto y, por tanto, de pobreza extrema. Esto hizo que en las grandes hambrunas que azolaron nuestra tierra los canarios emigraran en masa a Cuba, Venezuela y otros puntos de América hispanohablante más prósperos y con los cuales el canario se sentía identificado por su pasado común.
Los que se quedaron aquí tuvieron que abrir la imaginación para sobrevivir, sobre todo para llenar el estómago. Una nevera o cualquier electrodoméstico, que ahora consideramos de uso normalizado, eran pura ciencia-ficción y, todavía mucho más, aquellas viandas y delicatessen tan ricas que imaginábamos consumían los turistas que a nuestras orillas se acercaban.
Con pocos ingredientes tenía que comer toda una familia. Menos mal que en el campo papas no faltaban y de vez en cuando se podía matar un pollo. La fiesta más grande en una familia era cuando aparecía por arte de magia un buen trozo de carne de ternera o de cerdo. Así que con un muslo de pollo, una tajada de carne, unos garbanzos y un poco de sal se hacía una sopa familiar. Al día siguiente, con el sobrante de pollo, carne y garbanzos se elaboraba la deliciosa “ropavieja.”
Para su elaboración, se ponen a remojo los garbanzos la noche anterior, que lavaremos poniéndolos en el puchero con agua y sal junto con tras tipos de carne. Esperaremos a que todo esté guisado antes de retirar la carne y desmenuzarla.
En el siguiente paso pondremos aceite en una sartén para freír los garbanzos hasta que adquieran una textura crujiente. Pasar la carne por la sartén también sería conveniente. Hecho esto, reservamos.
A continuación se hace un sofrito con aceite, una cebolla, un pimiento rojo, un tomate pelado y unos ajos, todo ello bien picado. Cuando el sofrito esté casi listo se le añade clavo y tomillo y, al final, una cucharada de pimentón, vino blanco, laurel y una tacita de caldo, antes de recuperar la carne y los garbanzos. Todo este conjunto debe permanecer al fuego unos minutos moviéndolo de vez en cuando. Coronaremos el proceso añadiéndole papas fritas en cuadros.
Dicen que la ropavieja procede del cocido madrileño y que en Cuba y México hay distintas versiones de la misma. Pero la ropavieja tiene en Canarias un toque y unas connotaciones especiales. Incluso cuando no había carne se podía cocinar de la misma manera con pulpo o pescado.
Ya ven, estimados lectores, lo sencillo que es sobrevivir comiendo ropavieja, no comiéndonos la ropa vieja que nos quede del uso diario, ni los zapatos que de puro viejos parecen tener hambre. Todo ha de aprovecharse cuando la urgencia lo impone y cuando el futuro no parece muy próspero. No podemos caer en esa cultura nefanda del desperdicio. Comprar cosas inútiles para tirarlas a la basura cuando estamos ya por fin seguros de su inutilidad y que esas piezas casi ocupan el hueco de las personas en nuestras casas. Qué fortuna para el mundo si fuéramos conscientes de ese despilfarro. Tampoco, como dicen los viejos, hay que jugar con la comida pues el hambre siempre acecha, si no aquí mismo, al lado o más allá, de la misma manera o peor que en nuestro pasado inmediato.
De momento nuestros jóvenes prefieren acudir como por ensalmo a los macdonals y kentukis de turno y no les importa engordar y engordar sin temor al colesterol subsiguiente, al mismo tiempo que sus masas encefálicas adelgazan y adelgazan hasta casi desaparecer. No es de extrañar la eclosión de películas y vídeos de zombies que piden soma-soma, como si de una versión de La Fuga de Logan se tratara. Y esto no es ciencia-ficción, es la realidad globalizante.
Algo queda de nuestra cultura gastronómica del enyesque, es decir, el hecho señalado de ir a un bar o una tasca un grupo de amigos y amigas y pedir una media ración de todo lo que haya y que coman del mismo plato al tiempo que hablan de esas cosas importantes de la amistad y el apego.
Dice el escritor y periodista canario Luis León Barreto que en estas islas macaronésicas escribir es llorar y que, tal vez, los escritores tengamos que poner un negocio de hot dogs y hamburguesas, pues pocos por no decir nadie pueden vivir de la literatura. No anda muy descaminado el amigo, considerando el desapego de nuestros jóvenes de la cultura tanto local como universal, sobre todo en lo que a comunicación directa, pausada y cálida entre personas se refiere. Y mucho menos abrir un libro y disfrutar de su lectura o escuchar ese rollo del pasado que cuentan los puretas sobre pucheros y pucherazos.
Quizás en el futuro aún queden esos pocos ingredientes necesarios para seguir siendo seres humanos y quizás tengamos que redescubrir el calor del hogar para volver a ser los que somos o fuimos, sin prisa, mirando al otro con una sonrisa cómplice en los labios.
Felicidades Oscar, tu primer post en neotraba.com 😉
Genial apreciación del amigo Antonio Arroyo, un hombre humilde y un gran observador de la realidad que nos ha tocado vivir.