Por José Luis Dávila
Siempre hay dos; un cuerpo que se encuentra con otro, se tocan y caen como uno. Se reconocen sólo entre ellos, con ningún otro porque hasta los huesos se pertenecen y se quemarán juntos toda la vida en el sexo que es fuego, que es dolor de los que se pierden en las miradas perdidas, reflejándose mutuamente, entreteniéndose en leerse las pieles.
Ya venga el futuro, ya se congele el tiempo, ellos siguen frente a frente; en la oscuridad se cobijan con una noche que gana su historia, sus colores y sus cantos por medio de ellos; esos cantos tienen la voz de Jaime López.
Con una voz profunda que horada en aquél que escucha el silencio de las madrugadas aunque sean las dos de la tarde, porque su música es nocturna no sólo de noche, López camina hasta el centro de cada uno, al laberinto que es él mismo en los otros, un laberinto creado por sus notas, cimentado en la experiencia individual, adornado por los demonios de los ciclos inconclusos, ambientado con el aroma del incienso de la armonía.
Es Mujer y Ego, su más reciente disco, una defensa del amor que se estrella en el pavimento, como fragmentos del cristal de un auto y cada fragmento es una canción,
y cada canción es una forma de buscar la respuesta a las caricias de los fantasmas, a las presencias que pesan en vez de aligerar, a los abrazos que dejan ardiendo la espalda, a los besos que se quedan a mitad del puente cuando, de pronto, se derrumba, a las dudas que asesinan, a las distancias que el teléfono no sana.
Jaime López entrega un disco repleto de los “tú” y “yo” que se ponen en escena durante la representación del amor en esos templos que son las habitaciones, los altares que son las camas, las hostias que son los cuerpos, pero sobre todo en algo más terrenal que la experiencia divina del sexo: en las calles de las ciudades que son los corazones.
José Luis Dávila también habita en http://entreparentezis.blogspot.com/