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Mazatlán, Sinaloa, 19 de marzo de 2025 (Neotraba)

Óscar sube a la torre de luz con una bolsa de pegamento entre los dientes. No lleva camisa ni zapatos, sólo pantalón de mezclilla con manchas de pintura. ¡Pinche licenciada!, grita al aire. Un gavilán vuela frente a él. ¿Crees que te puedes quedar con mi hijo? Es inútil. La calle está desierta.

Los casi cuarenta grados centígrados del mediodía provocan un confinamiento voluntario. Además, alrededor no hay casa alguna o avistamiento humano. Solitario se alza ese monstruo de acero con seis brazos puntiagudos y cables de alta tensión, al pie de una calle recién pavimentada que conecta dos colonias.

Te digo, carnal, una pinche licenciada me quitó a mi hijo. La voz me decía mátala, mátala, pero no lo hice porque iba con unos puercos. Sí, una voz me sigue. Me susurra en la nuca. Es un viento helado a mi espalda. Cuando volteo, no hay nadie. A veces pienso que es mi mujer, pero ha dicho mata al niño y es imposible que ella pida eso. No, no. Nunca lo haría, carnal. Por eso vine a hacer un trato con los meros meros ¿sí me entiendes? Con el de arriba y el de abajo.

Escucha el ruido lejano de la ciudad. Al fondo ve el océano, las islas, el faro. Busca el barrio donde creció, hacia la esquina noreste de la urbe. Por la cúpula de la iglesia logra ubicarlo. Parece una mancha, un tumor. Divisa las pingüicas del arroyo y puede oler la yerba mojada y escuchar el caudal lento. Bajo aquellos árboles conoció a su mujer. Ella cursaba tercero de secundaria y él ya había abandonado el bachillerato. En una fiesta la sacó a bailar. Con aliento a barbacoa y Tecate Light, le preguntó si quería ser su novia. No respondió de inmediato. Cuatro canciones de tambora bastaron para concretar el noviazgo. Fueron una pareja común. El verano siguiente se embarazaron y poco después se casaron.

Ahora su cabeza es una licuadora. Lleva toda la mañana dando vueltas. Bolseando aquí y allá. Día plástico, de cielo azul profundo. Aprieta la bolsa, aún hay suficiente Resistol 5000. Se sumerge en ella y respira fuerte. Todo su cuerpo gotea. Observa el vaivén de los carros, pájaros detrás, mareos, boca pastosa, escalofríos, piloerección. Se quita el sudor de la frente. No suelta la bolsa. Inhala de nuevo. Ve la ciudad borrosa.

Luego de doblar la esquina, a unos cien metros de la torre, una anciana baja la velocidad de su carro al ver la figura del hombrecillo en las alturas. ¡En nombre de Dios, muchacho, bájate de ahí, te vas a matar! Los gritos de abajo pa’ arriba no se escuchan, murmura cuando oye, bien clarito, lo que Óscar dice. Una pareja con dos niños se detiene más adelante. La esposa llama a la policía mientras dialoga con la anciana. El señor grita tan fuerte como puede, pero Óscar no se inmuta. Mueve los labios y las manos. Habla con alguien.

Óscar, aviéntate, pues, ¿o qué pretendes? Volvió la voz, carnal, te dije. Seguro es mi hermana, quiere meterse a mi mente con ayuda del Diablo. Para eso te has subido ¿no? Pero no voy a caer sin antes pelear. Dios es justo y tiene sus planes. Si no, no me hubiera bendecido con mi matrimonio y mi niño. Hasta me dio casa propia. Me subí aquí para recuperar mi vida. Voy a bajar hasta que el mismo presidente venga si es necesario y meta a la cárcel a esa licenciada.

Hacía once años de su boda. La celebraron de la mejor manera posible. Consiguieron padrinos para casi todo: vestido, comida, anillos, iglesia. Su familia era pequeña, la de su esposa grandísima. Taparon la calle afuera de la casa de su madre. Todavía no la pavimentaban y consiguieron tarimas para que la gente bailara sin ensuciarse los zapatos ni los vestidos. Hubo cerdo, música de banda y mucha cerveza. Recibieron un montón de regalos y con el dinero que le pincharon en el vestido a la novia (en el baile del billete) pudieron pagarse tres días en un hotel cerca de la playa. Siete meses después nació Alberto.

A mi hijo ya los conoces ¿’eda? Todos le dicen Betito. Yo no. ¿Cómo crees que le digo? Alberto, carnal, como se llama. A veces Beto. Es que… Betito suena como si fuera menos, ¿sí me entiendes? Y déjame decirte, carnal, ese plebe, óyeme bien: va a ser bien chingón, de mí te acuerdas. Tu hijo es un ratero. Últimamente anda de tonto, pero va a agarrar el rollo, primero Dios. Lo van a matar por rata. ¡Tú, cállate!No, carnal, a ti no te decía. Sí. Su madre era mi Fiona, lo tuvimos matrimoniados y toda la cosa, con todas las de la ley. Marisela era su nombre. No se llamaba Fiona, carnal, cómo crees. Así le decía de cariño. Yo era su Sherk.

No siempre me he drogado, carnal. Yo jugaba futbol. No estudié porque la escuela nunca me gustó. Califican a todos por las mismas habilidades ¿apoco no? Es como calificar a un pescado por subir a un árbol. El chango va a ganar. A huevo que sí. Yo tengo otros talentos, carnal. Un maestro me quiso llevar a visorias… fue cuando comenzó mi desgracia. Me tuve que poner a trabajar. Mi apá se accidentó y ya sabrás, valió madre todo. Era “El Tormenta”, no sé si lo escuchaste o lo viste, salía en la tele, era luchador profesional. Un día se aventó de la tercera cuerda y su compañero no lo cachó. Todos pensamos que había sido un golpe normal en las cejas. Tiempo después, mi amá, que en paz descanse, nos llevó a mi hermana y a mí, al hospital para verlo. No nos escuchó, ni nos habló ni nada, estaba triste, ni modo que qué ¿’eda? Se había quedado ciego.

Aun con los párpados cerrados, sus ojos trémulos lagrimean. Resiste al recuerdo. Se pone de pie tambaleándose. Gritillos de susto colman a los de abajo, quienes deciden marcharse antes de que los niños presencien una barbarie. El aire trae un sabor desdibujado, de añoranza. La anciana, aunque displicente también, sigue en la intentona de recitarle arengas emocionales, se persigna y dice extremaunciones. Óscar alza los brazos en alabanza espuria. Marisela, dice al cielo rogándole una respuesta. El sol lo golpea. Sobrevuela el día plástico. Arriba el absoluto azul profundo. Le viene a la mente el llanto de su padre cuando no pudo conocer a Beto, pero enseguida lo interrumpen unas risas. Son varios universitarios tomando fotos con sus celulares. Siente una patada de calor por la espalda y se deja caer sobre el acero con una alarmante genuflexión. ¡Dios mío!, grita la anciana, ¡se va a matar!

Wacha, carnal, wacha,esos cabrones andan tomando fotos. ¡Díganle a la licenciada que me traiga a mi hijo! Nos gritan cosas. Si supieran que estamos en la libertad, en el cielo. Te voy a decir algo, todo se decide allá arriba o acá abajo, en el infierno. O sea que la tierra no cuenta ¿sí me entiendes? Nomás estamos por un rato y luego nos largamos. Ya échate el clavado al cemento, el infierno te espera. No sé cuánto tiempo voy a esperar a la licenciada. A lo mejor cuando mi sombra llegue a media calle. Sí, todavía tengo sombra, carnal.

Mi apá quería ver a su nieto, pero pues cuando no se puede, no se puede ¿’eda? La pinche voz me dice que yo tuve la culpa de su desgracia. Te cuento si quieres. Él ocupaba una cirugía de esas caras y no había cómo ¿sí me entiendes? Dinero, money. Al principio, él sí veía, pero poquito, luego su vista fue en blanco y negro, como los perros, hasta que de plano se le cerraron las cortinas. Dejó de entrenar, a huevo. Se alcoholizaba bien cabrón, pero calladito. Comenzó a ver las cosas como son. Eso decía: alguien sin ojos puede ver mejor. Sí… No… Quién sabe, carnal. Él traía sus rollos. Se iba a la catedral a pedir dinero y regresaba de madrugada bien pedo. A veces no llegaba, se dormía en las banquetas, llorando.

Tú y tus rehabilitaciones son culpables. No es mi culpa que me hayan encerrado por meses, carnal, sabiendo que los psicólogos no sirven, no le quitan el hambre al gusano, ni el mal agüero, ni la brujería ¿sí me entiendes? Jesucristo es el único que puede sanar el alma, el que saca todo lo malo en uno. Óyeme bien, carnal: los psicólogos no pueden cambiar el corazón.

Quiere hablar con una licenciada, dice la anciana al policía, un señor cano, encargado de la zona, acompañado de un oficial joven y atlético. Le piden mover su carro porque llegarían los bomberos. La mujer se persigna por última vez y se marcha. El cimiento de la torre de luz comienza a rodearse de niños en bicicleta y la gente que circula en auto, o en moto, se detiene para tomar fotos o video.

Al cabo de poco tiempo, el primer periodista aparece. Es un hombre panzudo, de piernas flacas, con una empanada de calabaza en la mano. Se la termina con calma mientras ve a Óscar soltar una rabieta contra los policías. Se mofa emocionado. Usa lentes, maletín y chaleco atiborrado de aparatos: grabadora, celulares, micrófonos. Reportan a un hombre queriéndose arrojar de antena de luz en avenida Las Torres de Valle de Urías. Espere más información. Lo había escrito cuando recibió el reporte. Trabaja para un medio digital cuyo propietario es el encargado de comunicación social de la policía municipal. Todos los periodistas acuden a él para corroborar información. Diez minutos después, cuando llega a los hechos, el reporte publicado había alcanzado más de cien reacciones de usuarios y tenía casi treinta comentarios que oscilaban entre la misericordia y la burla. Regresa a su automóvil rotulado de anuncios y teléfonos, saca un tripié para su cámara y desde la acera de enfrente se dispone a grabar el Streaming para Facebook. Un hombre amenaza con lanzarse de torre de luz en Valle de Urías. Veinte, cien, cuatrocientos ochenta, mil doscientos, tres mil… conectados y subiendo.

Carnal, tú sabes que si la policía llega es porque hay problemas ¿sí me entiendes? Ellos fueron los que me quitaron al Beto. ¿Ya los viste abajo? Hablan por radio, fingen que les importa. Ahí les va un gargajo a ver si agarran el pedo. ¡Yo no me bajo de aquí hasta que venga la licenciada con mi hijo!

Sí. Los polis fueron los que la cagaron. Fue hace una semana. Nos fuimos a la obra el Alberto y yo, a chambear. Allá pa’ la zona nais, donde están haciendo residenciales para gente bonita. De aquí se ven los edificios, allá, sí, junto a la playa. Me contrató el inge de un fraccionamiento para pintar casas. Nos fuimos a las siete de la mañana, en la bici. Lo trepé al manubrio. Qué camión ni qué nada, son caros y lentos. ¿Cuánto? Unos veinte minutos, carnal, si no está tan lejos. Pinche irresponsable.

En una de esas vueltas al trabajo, fue cuando la policía metió sus narices en mi vida. El cielo era morado. Recuerdo al Beto diciéndome que viera la luna, pero yo venía manejando bien recio, rebasando a todos los albañiles que también regresan en bici. Los carros son bien cabrones, varias veces casi nos atropellan. Tenía que poner máxima atención al volante ¿sí me entiendes?

La luna parecía un sol de noche. Por eso me distraje. Llegamos a una glorieta donde los chanates traían un escándalo, volando alrededor de los árboles. Vi la luna y me quedé embobado, hasta escuché voces de gente que vive en ella, pero antes de entender lo que decían, ¡trácatelas!, un claxon, luces y ¡taz! al piso mi Beto y yo. ¡No me acordé que los carros en la glorieta no se paran, carnal! Chocamos con un taxi y pa’ mi suerte, iba pasando una patrulla.

Simón, carnal, te estoy diciendo que veníamos de la obra. En chinga nos paramos y los polis llegaron. No había pasado a mayores, pero revisaron mi mochila y vieron la bolsa con chemo. Se pusieron bien rejegos. Me querían esposar y llevarse al Beto con mi hermana. No, pos saqué el desarmador y lo agarré. Carnal, lo que tú no sabes es que mi hermana es mala, se lleva al niño a quién sabe dónde chingados, según me lo cuida, ni madres, lo usa en sus rituales satánicos. Por eso mejor que me ayude en la chamba todo el día ¿sí me entiendes?

Antes que el poli me esposara, me desafané, corrí por mi mochila y saqué un desarmador. Lo agarré del cuello y me dijo apá, qué onda, apá, suélteme. Yo me aferré a él y le puse el desarmador en el cuello. Mejor que esté con Dios ¿no? ¿Sí me entiendes lo que te digo? O sea, yo iba a mandar al Beto con diosito, en vez de que siga alimentando al Diablo. Les dije eso a los polis. Pero no lo iba a hacer, carnal, ¿cómo crees? Lo decía para que se fueran. Pero nada. Puro bla bla bla hasta que alguien llegó por atrás y me zangoloteó del cuello. Me pusieron boca abajo y después de dos patadas dejé de renegar. Me llevaron a la cárcel y luego llegó la licenciada, diciéndome que se iba a llevar al Alberto. El Diablo, carnal, siempre gana. Por eso te digo que ellos son los culpables de todo, los pinches puercos. Sí me entiendes ¿’eda? ¿O cómo te explico?

Abajo había llegado Protección Civil y el murmullo de la gente se condensó en el aire frente a él. Otea la muchedumbre y al reportero sentado en la banqueta de enfrente, fumándose un cigarro al lado de su cámara. Piensa que se trata de la televisión local y quiere llamar su atención, pero se entromete la figura de un viejito con aguas frescas y Óscar, con la boca reseca y la piel caliente, sonríe al recordarse bebiendo agua de cebada en el trabajo, mas su sonrisa no fue de felicidad, sino por una espesa añoranza coagulada en la bolsa de pegamento. Unos niños le compran al anciano. Los observa. Ellos lo ven con terror. Él con envidia. Ninguno es Beto. Sus sonrisas, mientras corren, le provocan el desaliento de mil noches solitarias. Suspira. Un sujeto con casco amarillo y arnés lo saca de su cavilación. Su voz suena tan fuerte que cree tenerlo detrás. Usa altoparlante. ¡Mario, voy a subir! Te digo, carnal, ni mi pinche nombre se saben.

Desde la mañana, Óscar buscaba un pacto, pero ni el cielo ni el infierno se abría. Su devoción a Dios no era plena, solía meter reversa y enojarse con él, argumentando que lo dejaba solo con el Diablo en circunstancias difíciles. Yo no te conozco, Dios, haces algo bueno y luego haces algo malo. ¿Por qué rezarte si me vas a ignorar? Me echas una mano para meterme después la pata. ¿Sabes a quién sí conozco muy bien? Al Diablo. A ese sí lo he visto. Abre la bolsa e inhala. Escucha una sirena, perenne y estridente. Inhala otra vez y le tiembla la espalda. En la lejanía alcanza a ver el camión de bomberos. Alguna vez me tocaste, estuve desequilibrado, lo acepto, mucha droga, mi esposa y mi hijo solos, pero me ayudaste, me recuperé y estuve tranquilo, ¿a qué precio? Me dejaste más solo, te llevaste la compañía que iba a tener toda mi vida. Ahorita no te pongas dramático. Su mente da vueltas como un rehilete: primero lento y tras una ráfaga de recuerdos, veloz como abanico. El viento corre según sus palabras. Según sus suspiros. No eches las culpas, si tú fuiste el culpable. Gracias, Dios mío, de todos modos, por todo lo bueno.

Cuando su padre comenzó a gastar dinero en el centro de rehabilitación, su hermana le agarró un odio sutil. No era la falta de dinero, ni el hecho de que se quedaran sin cablevisión, sin ropa nueva, sin salidas a la playa ni fiestas… sino la atención que dejaron de darle por dársela a él. Iba a cumplir dieciséis. Por esas fechas ella conoció a gente de no fiar. A su hermano le fueron con el mitote: tu hermanita anda haciendo brujería. Cuando salió del encierro, recuperado, lo primero que hizo fue sacar a su esposa de la casa de sus padres. Se reincorporó en la constructora, como pintor. Se volvieron a embarazar, pero, por la mala alimentación, abortaron. Llevaron una vida normal durante muchos meses. Los altibajos de la vida eran los normales: falta de dinero, enfermedades no graves, deudas, detalles de la casa. Siempre salían de cualquier estancamiento. Marisela y él se querían de verdad. Alberto disfrutaba verlos juntos, se divertía, y cuando peleaban, los regañaba. Salían a fondas y bares, al parque, al cine. Los vicios de fumar mariguana y alcoholizarse no eran un problema. Óscar nunca había sido violento, hasta que, según él, su hermana se entrometió. Comenzó a caer vertiginosamente: insomnio y paranoia. Sentía que alguien lo vigilaba, lo buscaban para matarlo. Sufría alucinaciones auditivas, escuchaba engorrosas órdenes de odio. Por mucho tiempo rechazó la idea de que su hermana lo hubiera embrujado, como le decían en el barrio. Pero no sólo su cuerpo y su cabeza comenzaron a deteriorarse, también su espíritu y su corazón, aquellos que son de restauraciones limitadas. Primero fue una fumada al foco. Una semana después, otra. Luego fumó cada tres días. Diario. El pegamento era barato y lo robaba del trabajo. Primero fue un sábado. Luego todo un domingo. Entre semana por la noche. Cualquier día. No supo en qué momento ni cómo fue que ya estaba otra vez, ahora más que nunca, al fondo del abismo, perdido en un laberinto construido, según él, por su hermana. La veía con una mirada horrorosa, enojado. En ocasiones le pedía piedad. Ella siempre se carcajeaba. Hermano, no alucines. Él intentaba calmarse. No dormía, no comía muy seguido, pero cuando llegaba a hacerlo, por obra de ella (según él), le salía un pelo en la comida. Siempre: en la sopa, en los frijoles o dentro de un sándwich: un pelo largo o corto, blanco o negro. Se rapó. Sin embargo, seguía apareciendo misteriosamente un cabello. Un vecino le dijo que significaba que lo habían embrujado. Esto lo convenció de una vez por todas. Al dirigirse a encararla, la descubrió haciéndole comida a su esposa. Una semana después, su esposa murió atropellada por un camión, le dijeron que, al parecer sin sentido, iba persiguiendo un cabello en el aire.

Cuando llegaron los bomberos, en el Streaming del reportero había más de veinte mil personas viéndolo, además, llegaron otros medios de comunicación de alcance estatal, todos grabando en tiempo real la noticia: una novedad que quebraba la normalidad de mediodía. Primero intentan dialogar con el altoparlante. Alguien les dijo que su nombre es Mario y Óscar amaga un clavado. Los más osados y jóvenes vociferan: ¡Deja de llamar la atención! ¡Tengo hambre, aviéntate! ¡Pendejo!, mismos que se arrinconan en la única sombra que forma un cuartito con una calavera pintada: Peligro Alto Voltaje. No son los únicos. Hay más gente a la expectativa, bajo el sol o junto a un árbol. Prefieren callar. Otros escriben comentarios indulgentes en redes sociales, desacreditando a aquellos que hacen comentarios como que se mate, una lacra menos. Quiere llamar la atención. El que se quiere suicidar lo hace calladito y sin show. Pero Óscar no quita el dedo del renglón para recuperar a su hijo. Un bombero comienza a subir. Abajo intentan dar con su familia, preguntando si alguien lo conoce.

¡Mario! ¡Estas no son las formas de solucionar los problemas! Baja por favor, con calma, recuerda que no estás solo, tu familia te espera. ¿Mi familia? ¡Yo no tengo familia! ¡Ustedes me la quitaron! Baja por favor, todo tiene solución, ¿qué puedo hacer para que bajes? Díganle a mi hermana que me traiga a mi hijo, ella se lo entregó a la licenciada. ¿Dónde? No sé, una chingada licenciada del DIF me lo quitó.

El bombero baja para ordenarle a todos que deben reforzar la búsqueda de su identidad y de su hermana. Sienten que avanzan en el caso cuando por fin, un niño entre la bola, lo reconoce y hasta les dijo que su nombre es Óscar, padre del Beto, un compañero de la primaria. ¡Óscar! ¡Tu hermana viene en camino!

En el azul inalcanzable aparecen manchas blancas dirigiéndose al océano. El calor es casi el mismo. El pegamento también. Igual su objetivo. No sabe si va ganando o perdiendo la batalla. Nadie le da respuesta de Alberto, ni de la licenciada, pero espera encarar muy pronto a su hermana. ¿Quieres que sea así, Dios? Abajo la circulación de carros se limita a un sólo sentido. Alrededor de la torre hay varias patrullas de Protección Civil, dos camiones de bomberos, cinco de la policía, una ambulancia y muchas motos y carros junto a la banqueta contigua. La gente usa sombrillas de playa. La mayoría son niños y jóvenes. Los reporteros se mueven en todo el lugar y entrevistan a las personas. El viejito de las aguas frescas se queda para vender algunas. Uno más despacha vasos de tejuino. Otro vende ceviche y dulces. Los bomberos suben, dramáticamente, una escalera telescópica e intentan ponerla a los pies de Óscar.

Él no lo sabe, pero en ese momento, más de cien mil personas lo están viendo desde sus casas. Te fijas, carnal, cómo a la gente le encanta el circo, sólo así iba a recuperar al Beto. ¿Viste Dios? Sin tu ayuda. El Diablo que controla el dinero hace mejor el trabajo.

El murmullo calla cuando suena la sirena. La patrulla llega con la hermana a bordo. Una ola de personas con cámaras la rodean. Es una veinteañera con panza chelera y trenzas. Las chanclas y pulseras, junto con dos tatuajes en las piernas, la hacen ver como una mujer de playa. Sus ojos adormilados y el rostro quieto transmiten tranquilidad. La gente la observa en silencio. Su voz rasposa en el altoparlante causa una extrañeza ambigua entre la multitud.

Óscar, bájate, vente, el Betito está en la casa. Óscar se puso a respirar la bolsa de pegamento desde que la vio llegar. Se olvidó de la licenciada. Gracias, Dios, por nada. ¡Óscar! ¡Tu hijo te está esperando! Hace caso omiso a las palabras. Mira, carnal, cómo se me enchina la piel, desde los pies hasta el cráneo. Y la voz se fue ¿sí me entiendes? ¡El niño no te puede ver así! Óscar sigue sin responder. Mueve los labios y apuntaba los brazos hacia el cielo. Dime si no es ella la de la voz, carnal. Que se presente aquí, de frente, ¿por qué se esconde en mi mente? Los músculos de los brazos me tiemblan, se mueven solitos, tienen vida ¿los ves? Es ella. La mira a los ojos. Pinche drogadicto, aviéntate. No te mereces al Betito. No mereces vivir. Sin ti, el niño es más feliz. Tú lo llevarás a la perdición. Aviéntate, pues. ¡Cállate!, grita impetuoso y todos abajo guardan silencio.

Se está convenciendo. Es algo que no puede negar. Su hijo y él nunca han sido buenos ejemplos. Varias veces lo indujo a robar latas de pintura, brochas, aparatos, so pretexto de que la constructora es adinerada y ellos pobres. El niño comenzó a robarle a vecinos y compañeros de la escuela. Cuando los maestros y otros padres le reclamaban, le adjuntaban siempre otros desaires: lo vieron fumando mariguana, rayando paredes, pegándole a las niñas, tirando piedras a las casas. Iba a cumplir doce años y Óscar no lo aceptaba. Lo reprendía a golpes. Más tarde le daba dinero para endulzarlo.

Uno de los bomberos le pide a su hermana subir con él. Bajan la escalera telescópica y otro camión se acerca a extender la suya, pues tiene una canasta en la punta, por donde la hermana sube desganada.

Óscar, ¿qué crees que estás haciendo? Lo que sea que sientas, se va a resolver allá abajo. ¿Por qué me hiciste esto, Minerva? Yo no te hice nada, Óscar, tú solo te echaste a perder. Minerva, tú mataste a Marisela. ¿Sigues con eso? Estás loco, yo quería mucho a tu esposa. También me quitaste al Beto. Eras un peligro para él, pero baja conmigo, tu hijo está en la casa, no te puede ver aquí arriba. Dios ya decidió. ¿De qué estás hablando? Dios te va a ayudar, bájate Óscar, ven conmigo, lo vamos a resolver. ¡Ya lárgate! Pagaré por todos mis pecados. Óscar, baj… ¡Lárgate! Tu hijo te esp… ¡Lárgate! La gente está mir… ¡Lárgate!

Así, Óscar no la deja hablar. Cualquier cosa que ella dice, él la borra con gritos y ademanes violentos. Minutos después, no soporta más, se pone a llorar y se despide irremediablemente entre los alaridos de su hermano. Que sea lo que Dios quiera, Óscar, te espero abajo.

Quizá yo sea el monstruo, carnal. Ve cómo sale la luna. Del otro lado está el sol, queriéndose sumergir al mar. Una nube le da sombra. La multitud aún arde. Da un paso adelante y la gente abajo aplaude. ¡Ora cabrón, cómo tardas! ¡Tengo hambre, ¿te vas a aventar o no? No los escucha. Una ráfaga lo tambalea. Dios me da las señales, murmura, el Diablo me recibe. Inhala todo lo que puede hasta dejar la bolsa sin sabor. La tira y cae, como pluma de pájaro, hasta los pies de su hermana. Es tu destino, Óscar. Una cosa sí te pido, Dios: que no le falte nada a mi hijo Beto.

La gente guarda un silencio frenético, esperando que termine el espectáculo, de dos horas, y darse por bien servida. Los usuarios en redes sociales comentan llévenle un trampolín, junten los brazos y cáchenlo, junten varias cobijas, pero ahí, entre el desaire bárbaro, nadie piensa en salvarlo. Nadie siquiera considera que tiene salvación. No piensan tampoco en traer a un cura. Mucho menos consideran que Óscar lo merezca. Después de todo, ¿cuántos brazos se necesitan para salvar una vida? Óscar en llamas. A cambio está la quietud desesperanzada de quienes esperan la muerte segura. El juicio terminó y hubo un veredicto. Ya todos decidieron. El viento sagrado le remueve el pelo. Óscar mantiene los párpados cerrados, agonizantes, con la cabeza agachada, viendo la muerte a los ojos, pensando en el salto. Un salto mortuorio de segundo a segundo. Se piensa ya finado, pero todavía no lo suficiente. No tan muerto aún. El espectáculo del moribundo va a terminar. Es difícil saber cuántas personas lo están viendo. ¿Cien mil? ¿Doscientos mil? Abajo las papas y los dulces, los popotes llevando agua a las bocas entretenidas, las sombras improvisadas mirando hacia arriba. Un martilleo se mete a su cabeza. Recíbeme, maestro, recíbeme con todas las glorias. Te recibo, hijo mío.

Santigua al mundo. Las personas se persignan maquinalmente. El salto es definitivo y se impone un silencio imperceptible, demasiado pequeño, pero único. Gritos ahogados. No escuchan, no entienden, lo que Óscar, desde el abismo, desde sus entrañas, grita en el aire antes del costalazo de huesos:

¡Nos vemos en el infierno!


*Cuento incluido en el libro En qué piensan los gusanos cuando tienen hambre (UANL, 2022), que obtuvo el Premio Nacional de Cuento José Alvarado 2021 de la Universidad Autónoma de Nuevo León.

Semblanza breve del autor:

Julio Zatarain (Mazatlán, 1990). Músico baterista y escritor de narrativa. Ha publicado cuentos en diversas antologías y revistas literarias. En 2017 fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en la disciplina de novela. En 2022 es acreedor a la beca de creación “Antonio Haas” del Colegio de Sinaloa, en la categoría de cuento. En 2023 obtiene la beca del PECDA Sinaloa, en la categoría de novela. En 2021 gana el Premio Nacional de Cuento José Alvarado convocado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. En septiembre del 2024 gana el XX Premio Valladolid de las Letras en categoría de novela. Es fundador de la plataforma de arte www.alcantarillarevista.com


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