¿Te gustó? ¡Comparte!

Hermosillo, Sonora, 7 de junio de 2024 (Neotraba)

Tengo el recuerdo de un lugar con árboles y gallinas, la tierra en el horizonte como un mapa interminable. La puesta de sol y un tono naranja impreso en el infinito.

César, se llama. De su indómita cintura sacó la navaja, con el filo quitó la cáscara de una lima recién apeada y la puso en mis manos. Él, vigía, trabajador del trigo para el pico de las aves. Una vez me contó: “vendo las gallinas a los chinos, pagan bien, las usan para sus platillos en los restaurantes; también compran pichones y ardillas”.

Allí todos los días, en el ir y venir, la pala y el pico, el movimiento sobre la siembra, en una motocicleta acarrear lo necesario para que la milpa florezca. Agua entre los surcos, la dirección correcta, el viento de la libertad. “En una maquiladora no me hallaría, la única vez que fui salí corriendo a la hora de la comida”.

Como es la vida, un día César se me extravió, supe de él a los años que vinieron a contarme que convalecía en el hospital, porque el filo de una navaja le cortó los pasos. Se recompuso gracias a la pulcritud de sus pulmones, a la vitalidad del aire que respira. Volvió al silbido cotidiano y las manos sobre la tierra.

Volví a Cócorit, región del sur, municipio de Cajeme, Sonora. Cajeme, el apellido que significa dignidad. En el recuerdo, mientras caminaba sobre la plaza, se me vino una tarde de jugar con mi hijo el Pachi: con una botella de plástico argumentábamos patadas que desencadenaban en goles. Una portería de metal y las sonrisas como alas al viento. Tendría él unos doce años, yo la urgencia de datos para la construcción de una memoria sobre gestiones culturales. Puedo decir que entramos al museo de los yaquis, donde una vez ejercimos lecturas colectivas en el Encuentro de Escritores Bajo el Asedio de los Signos, y que esa vez comimos wakabaque con tortillas de harina, el platillo de la etnia, la tradición que es también un ritual de cuaresma.

Anduvimos bailándola, mi hijo y yo. Con el sabor de empanadas en las manos y el deseo de ver los números actorales de aquel circo con carpas forjadas desde la resistencia. La risa que se torna melancolía, el júbilo que se vuelve reflexión. Y en un vocho blanco rondar la ciudad a vuelta de rueda. A la mañana siguiente, pa atrás los filders.

Antes ya había visitado Cócorit. Fue cuando caí a la cárcel de menores con un cargamento de palabras, los libros como guía para un taller de escritura. Me reencontré con la mirada de los compas, sacamos curas, comimos fritangas y en un baile improvisado cerramos las jornadas del Bajo el Asedio de los Signos.

Leyeron antes, los morros desenvainaron la pura crónica del barrio y las calles, el vivir al límite. Fue cuando nos contó el Memín la anécdota aquella de un fierro que se metió en la panza. “¿No se van a callar, no van a dejar de alegar?, entonces me clavé el cuchillo como unas cuatro veces, guachen (levantó la camiseta y nos mostró esos ciempiés tatuados en la piel), y de todas maneras les valió verga a mis jefes, como si nada siguieron alegando, yo: un sangrerío”.

Los árboles de esa cárcel para morros son el rumor del viento, en el interior las voces golpean las rejas, en el pensamiento un proyecto se dibuja en colectivo: el deseo de la libertad.

Mientras esto ocurre digo que he vuelto a Cócorit, a la mansedumbre de una tarde en la plaza, en el encontronazo con el yaqui que en una banca escucha corridos de antaño desde la bocina rectangular color rosa y se chinga una cerveza y mira a lo lejos a unos niños que persiguen una pelota.

Y en la memoria el coloquio aquel que se organiza cada año, donde los escritores, investigadores, exponen la diversidad de temas, argumentos de la creación.

Estaba allí, con su camisa en pulcritud, unas gafas oscuras y el cigarro encendido. Rigoberto Badilla es médico de profesión, estudió en la UNAM, y ejerce la salvedad de la poesía, una receta cotidiana para verse el alma.

Llegó esa vez que era domingo por la mañana, luego de un trajín en transporte urbano, miró las oraciones que emanaban de los libros, lecturas en voz alta. Luego fuimos por un café. Al rato a su casa, a la que he vuelto otra vez.

En este viaje me compartió, como es costumbre, los demasiados títulos de libros que lee o ha leído, las conclusiones en un tono de misticismo por demás emocionante. Lo miré encender una y otra vez sus cigarros, para no apagar las palabras. Mientras hablaba yo me sumergía en la inevitable factura del cansancio que invariablemente transporta al duermevela.

Con un grito me trajo de nuevo a la realidad y me envolvió en las constelaciones que le ha tocado ejercer, entonces fue que conversamos con su madre ya muerta, con su amigo José ya finado. En la magia de su mirada encontré escenas de verdad y vida eterna. Cuánto saben los que leen, cuánto atesoran los desasosegados durante su paso por los días.

Rigoberto es el único poeta maldito que conozco, maldito en la acepción del término que implica intransigencia, el duelo interior con su niño eterno, la irreverencia e inconformidad, la incomprensión, la plenitud, paradoja de un mundo que se avizora febril solamente por instantes. Como es la vida.

Mucho hay de este padecimiento en Becker García, quien en esta visita a Cócorit me abrió las puertas de su casa. Qué mirada tan más desolada. La honestidad es un rubor inexistente cuando ya se ha vivido en todas las facetas que un ser humano pueda tener.

Becker escribe, bebe, escucha, cocina. En la desolación de su persona confecciona planes, arribar a un espacio pequeño donde las rutinas en corto sean menos complejas. Para seguir caminando, despacito.

En la casa de Becker hay una iluminación portentosa, los ventanales permiten la luz en el alma. Música de fondo y un cúmulo de olores por esa vastedad en las recetas de cocina. Los perros que fraternizan, y bugambilias que dan el tono perfecto en las puestas de sol y al amanecer.

Paredes altas y techo de lámina, una cafetera de exprés que conversa sonidos muy de mañana y antes de caer la tarde. De estas cosas se componen los años en retirada de un escritor consumado y eternamente en ciernes, el constructor de los proyectos que espera por mejores tiempos, para cuando la vista retorne de manera óptima y reconstruir las páginas de esa novela, de ese cuentario aún por concluir.

Becker es un vato de mundo, de la adrenalina en motocicleta, de la vagancia más allá del charco, los países europeos al alcance de su memoria, de cuando una vez… Becker es el padre que se yergue ante la existencia de sus hijos y sus nietos, “si yo te contara la felicidad…”

Y Cócorit es esto: una rola desde la nostalgia, a manera de Renunciación, compuesta por el cocorense Antonio Valdez Herrera: No quiero ver que las penas / se metan en tu alma buena…

También la fortaleza y lucha, el recuerdo de Carlos, quién imposibilitado por una enfermedad en la cadera, ha roto los imposibles. Y trae a cuento, mientras riega el zacate, mientras saca la basura del fraccionamiento que le toca vigilar y limpiar, los años de trabajar en la pesca, allá en el Oviachic, esa presa generosa.

“Mi padre que no era mi padre me heredó ese derecho ejidal, el permiso para meterme a pescar, ahí uno monta sus casitas, con lonas, con cartones, y ese es mi negocio, malo que lo diga pero soy perro para manejar la panga… y a veces con redes, otras veces con changos, una trampa que montamos… pero ya no he vuelto, ya doña (mi doña) vive triste desde que le mataron a los dos hijos, porque a según se metieron a comprar droga con los contras, y dicen que les advirtieron que no fueran para allá, pero ya ve cómo son los chamacos…”

Carlos batalla en sus pasos, pero los logra: “ya pronto me van a operar y puede que quede bueno y camine bien, por lo pronto, así como estoy bendigo este trabajito, así discapacitado y todo bien que puedo hacer el trabajo, por eso estoy agradecido con la gente de acá, este Cócorit es un buen lugar para vivir, mire que batallando y todo, pero uno tiene el pan en la boca, para todos los días…”

Carlos tiene una motoneta que le sirve para sus pasos. Y en el recuerdo una infancia frente al agua. La realidad de todos los días es un amanecer agreste y con vista al horizonte que también escampa.


¿Te gustó? ¡Comparte!