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Puebla, México, 31 de julio de 2024 (Neotraba)

Se dice que, después de los horrores indescriptibles de la Primera Guerra Mundial, el Doctor Sigmund Freud, siempre melancólico, se dio a la tarea de escribir un ensayo donde analizara el particular sentimiento de desolación que reinaba en el mundo. Según Freud, el rápido perfeccionamiento técnico derivado de la Revolución Industrial no cumplió su promesa de felicidad. A partir de lo que se desprende del imaginario colectivo de finales del siglo XIX, la industria, al ya no necesitar tanta mano de obra y tanto tiempo de producción, generaría que el precio de las mercancías se redujera, el capital se distribuyera de forma equitativa y, ante el nuevo tiempo libre, la sociedad pudiera dedicarse a las artes y a fomentar un estado de bienestar colectivo. Sin embargo, como todos sabemos, el perfeccionamiento técnico no devino en un estado de paz. A partir de la producción de nuevas armas de destrucción masiva, se libró una guerra bestial, brutal, donde los soldados caían muertos sin saber qué soldado enemigo había lanzado la bomba a kilómetros de distancia.

Ante semejante escenario, Freud postula en El malestar de la cultura que la sensación de desolación ininterrumpida, no sólo se basa en la “traición” de la técnica, sino en la nostalgia de un tiempo mítico. Sin embargo, cuando Freud habla de un pasado mítico, no se refiere a la época dorada de la mitología griega, ese logos nietzscheano donde la psique humana está abierta al rapto de los dioses; sino a un pasado donde la humanidad carecía de logos, psique y consciencia. Es decir, un pasado no humano. Un pasado animal.

En ese estadio pretérito no computable, nociones como culpa, pecado, pudor, desnudez, monogamia, civilización y Estado no existían, o, al menos, carecían de los lineamientos políticos que actualmente se presume. En una de sus particulares metáforas sexuales, Freud postula que el aborrecimiento que genera el ano en la sociedad contemporánea no se debe únicamente a su función excrementicia, hedionda y nefanda, sino a la terrible nostalgia que despierta. Antes de que el humano caminara erecto, andaba a cuatro patas. Desde esa posición, al igual que los perros, las “personas” no se saludaban estrechándose la mano o compartiendo impresiones redundantes sobre el tiempo, sino oliéndose el ano, oliéndose los órganos reproductivos, practicando el coito sin ninguna restricción moral.

Sin embargo, en un estado de animalidad total, en un estado donde las bestias más fuertes devoran a las bestias más débiles, es decir, un estado donde la fuerza física se impone a la fuerza mental, al ingenio matemático, a la sensibilidad artística; reina el caos. La sobrevivencia responde más al mandato del azar que al mandato de la prescripción ética. Ante semejante entropía, el nomadismo salvaje se sustituyó por el sedentarismo civilizatorio. Se legitimó el poder divino de seres terrenales. Los dioses, aún a pesar de su esencia inconmensurable, fueron aquietados por la exégesis. De igual modo, con el tiempo, gracias a instituciones judiciales y el avance médico, se pacificó la vida pública y se aumentó la esperanza de vida. Pero, como lo postula Freud, el orden, la paz, la salud, la democracia, el arte, el libre albedrio, no genera saciedad. Aún a pesar de los múltiples tabúes que produce la interiorización de la ley, la psique recuerda la pulsión animal. Ese pasado glorioso donde andaba a cuatro patas.

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Aún a pesar de que la animalidad puede considerarse como uno de los temas que pueblan su obra, aquí, en Teatro Cocodrilo (2024), Isaac Gasca Mata deviene por completo animal. El libro, compuesto por cinco “microdramas” teatrales, discurre sobre situaciones paródicas protagonizadas por cocodrilos. El gesto, que a priori resulta absurdo, quizá ingenuo, sale bien librado. Más allá de que los personajes abandonan su atavío humano, están atravesados por los mismos problemas “civilizatorios”: ignorancia, locura, depredación, violencia, poder, sacrificio, usura, infidelidad, soledad. Es sabido que, para tener una nueva visión sobre un hecho ya conocido, se necesita cierto desenfoque. Lo oblicuo. Así como Malcolm Lowry escribió con Bajo el volcán la mejor novela mexicana siendo un no-mexicano, quizá, para intensificar la ridiculez innata que es la condición humana, se debe salir de lo humano.

Por medio del efecto de la “cocodrilización”, lo paródico se intensifica. Gracias a lo original del escenario (las orillas y afluentes y recodos del río Nilo, quizá el segundo protagonista del libro) y la habilidad para los diálogos, se genera un extraño efecto de verosimilitud.

En el segundo microdrama (“Transfórmate en un bolso, dulce amor mío”) acudimos a una obra sobre la belleza, el delirio y la traición. Una pareja masculina de cocodrilos discute porque uno de ellos porta unas botas hechas con la piel de su propio padre. El cocodrilo, en lugar de horrorizarse por portar un calzado que usa el pellejo de su progenitor, parece extasiado. El amante, regocijado por las múltiples posibilidades estéticas que implica la escamosa rugosidad de su piel, horroriza al otro. Parece un suicida. Un mártir erótico. El tercer microdrama (“Foie de humaine aux olives vertes et noires”) versa sobre los pecados de la carne. Dos cocodrilos, agobiados por la cotidianidad de sus matrimonios, relatan sus deslices. Sin embargo, en lugar de ser una simple enumeración de actos prohibitivos, se descubre una transgresión interespecie. El cocodrilo confiesa su deseo por una mujer humana. A través de una serie de equívocos, sobreviene el horror. El último microdrama (“Mi otro amor, el verdadero”) es un monólogo donde la mujer cocodrilo expone, sin misericordia, todas las nimiedades que constituyen a su antiguo amante. El otro, en lugar de responder, recibe con estoicismo degradante las acusaciones. El drama, quizá la mejor parte del libro, bien pudo haber alegrado la melancolía del Doctor Freud.

Salvo ciertos detalles sobreexpositivos del primer microdrama y la presencia de un “intermedio” que se antoja prescindible, estamos ante un libro de dramaturgia interesante, importante. El autor, pese a su formación humanista, despliega un sutil conocimiento sobre lo reptílico, lo sagrado y las costumbres del antiguo Egipto. En un plano donde la autoficción autoindulgente y el terror industrializado parecen dominar las tensiones (forzosamente diplomáticas) del llamado “campo literario” mexicano, la irrupción de esta clase de textos no resulta “una bocanada de aire fresco” para un cuerpo enfermo, sino un cubetazo de agua helada del Nilo que hace que el cuerpo despierte al menos durante un rato.


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