Por Óscar Alarcón.
La elección del nombre de un perro no es tarea sencilla. Al igual que a los seres humanos, el nombre de nuestra mascota le marcará el destino. Mi amigo Ricardo Cartas tuvo un perro que se llama Boby, el perro era juguetón y como todos los perros con su dueño, hacía fiesta cada vez que Ricardo llegaba a casa. El perro fue creciendo y dejó atrás su niñez y adolescencia. Boby se convirtió en un perro adulto.
O eso me dijo Ricardo. Entonces, Boby dejó de llamarse así y se convirtió en Roberto. Dejó de ser señorito.
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A propósito de Ricardo Cartas, en diciembre de 2011, apareció su nuevo libro integrado por dos novelas cortas: Nuestra Generación No Sabe Escribir Cartas, en él aparece “¡Corre Gicha!” y la novela que da nombre al libro.
Es de llamar la atención el oficio con el Cartas ha comenzado a escribir, pues se trata de su segunda incursión en la novela después de escribir Los Suplicantes. En “¡Corre Gicha!”, nos encontramos con un narrador muchísimo más guiado por su aliento istmeño —Cartas tiene raíces del Istmo de Tehuantepec— que lo llevan al acercamiento con la prosa poética. Basta recordar que en sus inicios literarios, Cartas, fue merecedor de un premio de poesía; y en “¡Corre Gicha!” la conjuga con el erotismo, aquí una muestra: “Las ropas de Andrea quedaron pinchadas en las tunas, su olor y sus suspiros se elevaron. Hicimos el amor en soledad, en medio del camino. Sus ojos eran lunas, mi cuerpo era un llano vacío, lleno de ecos y fantasmas, de recuerdos que querían tragarse todo. A pesar de la luz que nos alumbraba, existía la oscuridad en nuestros ojos, esa oscuridad que viene del fondo y que nadie se atreve a iluminar. Hicimos el amor por donde había pasado la mirada del abuelo, donde sus ojos verdes exploraron nidos, hormigueros, cuevas. La tierra era tersa, recientemente humedecida por el sereno de lágrimas” (pág. 25).
Una novela íntima, sobre el descubrimiento del yo de un joven poblano que se busca en un lugar perdido de Oaxaca, pero no debemos creer que se trata de la fórmula ya gastada del viaje ontológico. No. En esta ocasión estamos frente al viaje ultracostumbrista pues el personaje se encuentra a sí mismo en las tlayudas, en los cines abandonados, en el erotismo de la mujer istmeña que lo toca con mil manos, que lo besa con mil bocas, que lo mira con mil ojos. Una novela onírica, que nos hacer recordar a Juan Rulfo pero entre gusanos de maguey y mezcal.
En la segunda novela breve, “Nuestra Generación No Sabe Escribir Cartas”, Ricardo se aleja y se burla del espíritu conservador nostálgico que añora y ve cómo el fallido envío de misivas entre enamorados es de uso corriente, y lo toma con peculiar alegría pues cuenta la aventura de un personaje desdichado que vive inmerso en el ambiente rosa de una ciudad conservadora —cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia— y trata de enviar una carta a “su amada”; sin embargo, el personaje es incapaz de escribir siquiera tres líneas de manera coherente sin caer en las rimas sosas y ñoñas “Te quiero con el corazón y por eso te dedico mi canción”. Para ello le pide ayuda a un grupo de amigos que a lo largo de la noche entran y salen de su casa hasta convertir la epístola en un cadáver exquisito.
Por el momento, y habrá que leer el próximo libro que lo lleve a arriesgarse una vez más, estamos frente al trabajo de mayor pulsión literaria de Ricardo Cartas. Tendremos que esperar el paso del tiempo para saber si de verdad esta generación es capaz de escribir. Cartas, al menos.