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Monterrey, Nuevo León, 15 de diciembre de 2024 (Neotraba)

El soundtrack rumbo al Santuario de los devotos Guadalupanos es cambiante y sobre todo alusivo al festejo en excesos y el fervor del Barrio Bravo:

Quiere que le ponga música pa’ que baile hasta abajo la bebé.

Yng Lvcas

Todo el año están mame y mame con que te bajan el sol, la luna y las estrellas. Se llega el día de la Guadalupana, les dices a tres batos que te lleven al Santuario, que es día de tu Santo y te apetece caminar. A la búsqueda de una peregrinación. De un atole calientito, churros y antojitos. Si no es el frío son otros mil inválidos pretextos que agradeces hayan puesto de por medio. Los bateaste con desprecio cada temporada. No esperabas menos. Los tres te batearon por igual esta misma noche.

Bola de culones. Recitabas a los vientos, maldiciendo, y por adelantado, una disculpa a la Santa Virgencita, de tener puro pretendiente chorreado, convenenciero y mal agradecido.

Te trepaste a la ruta, directo a la Alameda, el punto de partida, año con año, que conduce a los peregrinos hasta la Colonia Independencia. Dormitaste un par de veces. Tus propios ronquidos te han despertado del profundo sueño y advierten la siguiente parada. La llegada a tu destino. De pronto la extrañeza de las calles vacías y en silencio. No hay despliegues de seguridad o tránsitos arreando a los danzantes y feligreses.

Veladoras para la Guadalupana. Foto por Clars
Veladoras para la Guadalupana. Foto por Clars

¿Hace cuánto pasó la última peregrinación por aquí? le preguntas a un joven oficial. Ayer pasó una. Hoy no he visto ni una. Te responde.

No te queda de otra que caminar sobre Pino Suarez. A las afueras de la Clínica 21 del IMSS todo transcurre en sospechosa calma. Los indigentes se han ido a dormir temprano. Un inválido se arrastra sobre la banqueta a pesar del viento helado y el concreto rasposo. Crees a lo lejos percibir el sonido de los tambores. En algún punto deben ir danzando. Huele a Pollo Loco, tienes hambre, sed, tos, ganas de fumar y de un elote.

Recordaste la primera y única vez que entraste a ese hospital. De traumatología y ortopedia. Con el hombro luxado. Tras un chingo de papeleos, el demonio al volante, atravesar la ciudad entre baches de honda y lenta tortura con un hueso fuera de sitio. Desmayaste de dolor. No reparas siquiera en mirar y subes el volumen de tus auriculares para no escuchar los gritos turbulentos de quienes van ingresando a la par de tu acelerado paso.

¿Dónde están los peregrinos? Le preguntas a unos mariachis antes de avanzar. Llevan encima de sus coloridos trajes algún pesado abrigo para amortiguar el frío que augura una extenuante jornada laboral. Tienen frío, te dice uno. Ya pasaran.

Continuas al paso entumecido, de tus pies cansados y peregrinación solitaria en botas negras, rumbo al cruce predilecto, el gran puente amarillo, que conecta ambos infiernos. El Puente del Papa. Seductor de suicidas, amantes de lo ajeno, los sin techo, vendedores ambulantes, jóvenes parejas al faje en lo oscurito y tontos enamorados de contemplar al precipicio, entre rocas, río seco, hierba mala, restos de jeringas, foco, bachas de porritos y restos de botellas con Resistol 5000.

A la bajada es sencillo distinguir el camino. Incluso sin antes haber ido a pie. Está tranquilón. Te dijo un poli. Caminaste con certeza de que la Santa Madre de Dios seguro cuida bien a los creyentes que hoy se acercan con las buenas intenciones del agradecimiento y ofrenda.

Los vecinos aprovechan la noche para la venta. Abren las rejas que protegen sus hogares, encienden la luz, ofrecen sanitarios limpios a diez pesos, agua, comida y recuerditos. Cumbias, vallenatas, rebajadas. Bocinas reventando, perreo y devoción.

A lo lejos. Silbidos, castañas, carrizos y tambores. Tu corazón crepitante. Un viejo harapiento con máscara de rostro espeluznante, un chirrión en mano y un silbato. Se detiene frente a ti. Cuida el paso de los danzantes. Siembra el terror al andar. Escuchas el llanto de una niña que camina con sus padres de la mano, año con año, y poco entiende los motivos.

Su padre les acerca a los viejos de la danza. Se mofa de su llanto y la carga luego entre sus brazos para consolarla. Su madre en desacuerdo con una ligera mueca, la mirada más recia y elegante, le pide que la deje en paz. La recoge entre sus cálidos brazos junto a su pecho. Decide llevarla encima para que pueda esconder su llanto sobre sus hombros. La mezcla punzante de mocos, lágrimas, el eco del arrastrado andar de los peregrinos, la danza y los tambores. Esa niña eras tú. Te has quedado atrás, pasmada, entre llanto que brota de las profundidades de la nostalgia podrida e innecesaria. Lo recuerdas todo. Lo reviviste todo.

Veladoras para la Guadalupana. Foto por Clars
Foto por Clars

Te apresuras entre las angostas banquetas, buscando llegar hasta adelante, sucumbes entre demonios y danzantes, estruendo de luces led que iluminan los tambores. Un niño te abre paso entre los peregrinos al grito de: lleve su ramito a treinta, a treinta el ramo, a treinta el ramo, que ya arriba, llegando, aumenta el precio. Viene vendiendo ramitos de flores pa la morenita entre la peregrinación. Chamaco cabrón, le gritan los puesteros fijos, ante la emprendedora idea.

Conforme avanzan no hay alternativa más que continuar desde dentro. El paso al aproximarse al Santuario se torna lento. Comienzas por reconocer el camino. De puesteros apretujados, aroma a leña, churros, garnachas y sahumerio. Tradicionales dulces, caramelos, rosarios, figuras de todas las formas y tamaños de la Guadalupana. Pulseras, cuadros, cadenas, oraciones, llaveros, ponchos, cobijas y agua bendita.

El Don de las cobijas con su show de remates contamina toda buena fe. Es inexplicable la cantidad de gente que se entretiene frente al puesto de cobijas aborregadas con la foto de la Karely Ruiz, Natanael Cano, Junior H o Peso Pluma. Es una especie de mecanismo automatizado que les hace aventar, desdoblar, mostrar y volver a doblar cada cobija de manera impecable y sin errores. Apilarlas de nuevo ordenadamente y sin titubear en: Llévese uno, llévese otro, ahí le va ese, ahí le va otro. Échame otra, la cobija, no le gusta, échame otra, la del venado, la del tigre, la del Junior, la del Nata, échame otra.

Reconoces cuando la entrada está cerca. De repente los tambores se aceleran, y el sonido de los carrizos en las faldas de los danzantes se va difuminando. Los viejos de trajes horripilantes regalan juguetes a los niños asustados a su paso. Avientan cohetes, echan espumas, todo tipo de confetis, al borde de la escalinata para ingresar a la Basílica.

El Don de la esquina, de los tradicionales churros, al grito de: ya no hay churros, ya no hay nada. Apenas son las diez de la noche y se quedó sin producción. Maldita sea tu suerte.

Foto por Clars
Foto por Clars

Uno a uno vamos subiendo a trompicones por las escaleras. El sonido de los tambores resuena dentro de la Basílica. Nos exigen quitarnos gorras, gorros y capuchas. Por respeto a la Virgen María. Te grita una doña a la entrada. Fulmina su pesado alarido todo tipo de recuerdo fresco que iba apareciendo. La imagen de la Virgen María entre rosas doradas, flores y alabanzas.

Le tiraste a la Guadalupana una jeta de perra vieja. Te colocaste de nuevo, renegona, el gorro colorido y la capucha. Te acordaste de la vez que de niña viste el llanto en los ojos de la Virgen desde el enorme cuadro que cuelga en casa. Le dijiste en corto a tu jefa, y asustada, le miró, más nunca pudo verlo. Y te creyó. Ella se inclinó hacia ti y también lloró.

Saliste emputadísima y desertaste la idea de quedarte de madrugada en el Santuario hasta el amanecer. El feeling de los creyentes quizá ha disminuido y no pretendes hoy ahondar en ello. Te ruge la tripa, hace frío y te andas orinando.

Veladora a veinte, veladora a veinte. Gritan los vendedores al salir. Deme una Don, le dices, y preguntas por el ritual al que todos se encaminan con dos o tres veladoras encendidas en mano cuidando que el aire no les apague.

Es que no has sido lo suficientemente buena católica para entenderlo. Ya comprendes eso de irle a prender su veladora a la Virgen. Encuentras en el fuego de cada una de estas súplicas de esperanza, desesperanza o desesperación, un motivo suficiente para adentrarte a la capilla y encender tu veladora.

No tienes una puta idea de qué pedir. Al salir de casa has visto una estrella fugaz. Le has pedido tantas cosas que de una no se hace ninguna. Así ahora. Finges oración mientras enciendes tu veladora frente a las miles más que se han acomodado dentro de la capilla. Contemplas el fuego y su danza. Los colores vibrantes y ardientes del fuego. Siempre el fuego del deseo, la destrucción, el renacer y la fuerza. Arrasador fuego.

Caótico ha sido acomodar lo verdaderamente esencial para tu bienestar y el de los tuyos. No puedes parar de pensar en ti de pequeña, en tus padres, tus abuelos muertos y el futuro implacable que amenaza, año con año, con irte despojando de los tuyos, de tu sangre. Por una veladora entre tus manos que se ha encendido, las veladoras diarias de la casa de tus abuelos ya no resplandecen más. Sus súplicas han quedado en algún sitio. Sus mandas, sus promesas, exigencias y plegarias. Tus padres ya no están en edad de volver a caminar hasta el Santuario, aburrirte con la misa de medianoche, el mariachi, y luego la deliciosa cena en algún puestecito insalubre alrededor.

Te hincas, tomas tu tiempo, el fuego te seduce y a lo lejos no ha parado el estruendo. Tambores, silbidos, castañas y carrizos. El llanto de una niña con sus padres. Los señores solitarios, los abuelos, los novios, los esposos, los amantes. Un padre le enseña a su pequeña hija a encender su veladora. Ella se ha hincado frente al fuego y ha pedido. Con todas sus fuerzas algo ha pedido. Cubre su rostro con sus manos fuertemente, reza y regresa al abrazo de su padre.

Los pinches viejos de la danza ya no te dan miedo ni te hacen llorar. Tener pretendientes culones ya no te hace llorar. El amor no correspondido ya no te hace llorar. Lo único que te hace derramar lágrimas es entender que el andar, conforme pasan los años, será más solitario, gris y hostil. Que entonces, la búsqueda interminable de los recuerdos de los que ya no están y los que se van, solamente será, por el camino desolado de perderse para luego volverse a encontrar. Encontrar a los tuyos en el fuego de mil súplicas de corazones delirantes y en orfandad.

¿Cómo me regreso al Puente del Papa? Le preguntas a un viene viene. Te mira, arquea su ceja, inhala su mucosa aguada y transparente, se frota la nariz. ¿Vienes sola? Te pregunta.

Simón, le respondes. Entonces te indica el camino seguro y te trepa al primer camión que pasa. Con cuidado mija, no ande sola, te despide.

Y al canto de las mañanitas de la medianoche también cantan los disparos. Le dieron a un hombre y por error a una joven embarazada de diecinueve años.

¡Feliz cumpleaños, morenita! Que los cumplas feliz. Desde el mero San Luisito.


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