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Puebla, México, 25 de noviembre de 2024 (Neotraba)

Acordamos vernos en la librería Rosario Castellanos de la Ciudad de México. La autora de Lo demás es silencio (Tusquets, 2024) llegó puntual para hablar de su novela. La lectura me trajo recuerdos sobre algunos viajes al norte del país: la colectividad y la individualidad se viven de forma distinta.

La novela abre con el incendio de una iglesia y la gente del lugar trata de apagarlo a cubetadas. Intento inútil, pensé. Norogachi, Chihuahua sirve como telón de fondo para que Camila Villegas nos lleve hacia una comunidad rarámuri, a caminar por la sierra tarahumara y entender cómo se llevan a cabo muchas de las relaciones con nuestros recuerdos y con nuestro presente, con la religiosidad y con la violencia.

Óscar Alarcón. De los primeros elementos que me llaman la atención, antes de entrar de lleno a la historia de la novela, son los registros lingüísticos. Platícanos cómo diseñaste los registros, cómo decides “este personaje va a tener este tono”, y, además, cómo las lenguas originarias tienen mucha influencia sobre la novela.

Camila Villegas. Yo quería un narrador que fuera parte de la comunidad que estoy describiendo, eso significa que el lenguaje también formara parte, porque en un texto no hay otra manera de mostrarlo más que en el nivel de lenguaje. Así construyo esa manera particular de hablar el español: tiene que ver con mi propia experiencia.

Durante dos años viví en la sierra tarahumara y una de las cosas que me fascinaba era la construcción del español como una lengua secundaria. Lo que juega en este registro lingüístico es la memoria, el recuerdo de cómo se construía ese español –porque yo estuve ahí, pero hace muchos años.

Una vez terminada la novela, en una reflexión a posteriori, creo que no fue un ejercicio consciente ni un ejercicio previo a la escritura. Entiendo que hubo una especie de ejercicio teatral, en donde uno se pone en los zapatos de ese personaje –que en este caso es el narrador– el cual forma parte de esa comunidad y que, por lo tanto, tiene un habla particular.

De alguna manera, mi trayectoria –que se ha dado principalmente en el teatro– me ayudó y fue muy favorable para darle esa voz única a cada uno de los personajes.

ÓA. ¿Cómo pergeñar cada una de las características de estos personajes?

CV. Muchos de estos personajes tienen sus referentes reales, entonces eso lo hace más fácil. Parto de re imaginar a las personas que conocí hace muchos años. Eso ayuda a construir el personaje, a darle características únicas y que no se vuelvan una copia en calca uno del otro, sino que sean distintos. Una vez más: creo que tiene que ver con el teatro. Tiene que haber voces diferentes, porque si no, no hay historia.

ÓA. La importancia de las lenguas de la sierra también juega un punto fundamental, incluso hay musicalidad.

CV. Absolutamente. Creo que una de las cosas que me resultan más fascinantes de ese español –que se construye en la región– justo es su musicalidad, porque quien conoce –o ha escuchado– la lengua rarámuri se dará cuenta de que es musical.

Quería trasladar esa cadencia al español, quería que tuviera un ritmo. Buscaba que hubiera musicalidad en cada uno de los capítulos.

Mi experiencia de escritura era un poco como si estuviera escuchando música y tuviera una experiencia casi corporal del baile. No es algo racional, pero sí tiene que ver con esta lengua.

ÓA. ¿Y a qué suena? Cuando la escuchas cotidianamente, ¿se asemeja a las polcas norteñas?

CV. Qué difícil pregunta, de verdad. Creo que tiene que ver con los instrumentos que ahí se usan: el violín, la propia música de la región, quizás un poco a la marimba.

Es una música mucho más suave. No es el español del mestizo norteño, que es golpeado, como la música de banda, el corrido o el narco corrido. No, no, al revés. Creo que está más dentro del legado del folk, del blues y del canto cardenche; creo que está más en esa tesitura que en otra.

ÓA. ¿Suena como a la lengua yaqui de Sonora?

CV. Exacto. Es mucho más suave que el maya, que tiene unas terminaciones abruptas y aquí no. Parece como si se deslizaran los finales.

Camila Villegas. Foto de Óscar Alarcón
Camila Villegas. Foto de Óscar Alarcón

ÓA. Adentrándonos ahora sí a la novela, noto que es una novela de iniciación en tres ejes: lo religioso, el narcotráfico y la cultura rarámuri. O al menos eso fue lo que yo pude presenciar al hacer la lectura. Háblanos sobre estos elementos en la cultura mexicana.

CV. La sierra tarahumara es una región con una fuerte presencia misionera desde hace siglos. Me interesaba problematizar la religiosidad –que además ha tenido un proceso interesante en esa región– porque los primeros sacerdotes que llegaron a la sierra tarahumara lo hacen con la visión de cambiar al otro y de “enseñarle”. Poco a poco se dieron cuenta de que eso no funciona, entonces hablan de inculturación.

De alguna manera el personaje de Montejo Lobo tiene esa transformación de siglos que tuvo la presencia de la iglesia en esa región, pero la tiene en el trayecto de una vida. Tuve que cuestionarme sobre estos preceptos religiosos: hasta dónde los interpretamos en la cultura occidental de manera correcta y hasta dónde tendríamos que empezar a ver la espiritualidad y otros valores morales y religiosos desde otro lugar, por eso el primer capítulo de la primera parte se llama “Arde la fe”. En algún momento de mi juventud estuve muy interesada en estudiar la Teología de la liberación y a Leonardo Boff.

Por otro lado, está el asunto del mundo rarámuri. Para mí era importante narrar cómo se construye el sentido de comunidad en esas regiones. Me gusta pensar que la comunidad es el personaje principal, la comunidad con sus diferentes voces. Hasta cierto punto es radical, contrapuesto a las ciudades de occidente; creo que hemos dejado de percibirnos como parte de una comunidad. Nos pensamos como individuos y así es como nos vamos construyendo a lo largo de la vida.

En la sierra no había posibilidad de ser si no era con el otro –por lo menos en la época en que yo estaba ahí, porque no he vuelto muchos años–, lo cual me parece increíble. Eso quería construir a lo largo de la historia.

Hace muchos años, cuando la presencia del narco en todo el país todavía no era tan palpable, en la sierra de Chihuahua ya lo era. El narco estaba ahí. Su presencia fue profundizándose en la violencia. Antes estaba ahí, pero había un cierto pacto de paz que fue rompiéndose, ese límite se recorrió con los años. No quería hacer una novela del narco. No es una novela del narco.

Me hubiera gustado no tener que hablar del narco porque, principalmente, quería hablar de estas otras dos cosas que ya platicamos, pero era imposible no tocarlo. Más bien es una historia de resistencia frente a esa realidad violenta del narco.

ÓA. En los últimos años en nuestro país existe la dicotomía: narcotráfico igual a violencia, aunque antes, como bien lo señalas, no necesariamente era de esta forma. ¿En qué momento crees que se haya roto esta situación?

CV. La verdad no sé. Ignoro cuándo estos acuerdos tácitos –que había entre la población y el narco– se empezaron a romper. Antes, uno iba a la sierra y podía pedir un aventón a cualquier persona, incluso a lo mejor a un narco. Ahora eso es impensable. Justo creo que sería un tema interesante para una novela: cuál fue el punto de quiebre. Dónde se dejó de respetar esa “armonía”.

ÓA. Los lazos familiares son fundamentales dentro de la novela, como bien lo mencionaste, no podemos movernos en el nivel individual si no nos movemos en el nivel colectivo. ¿Cuál es la importancia de la familia en la cultura rarámuri?

CV. Son fundamentales. La misma naturaleza, el mismo entorno, las condiciones climáticas hacen imposible la supervivencia sin los otros. Y la familia es la base, también tiene que ver con una manera de resistir con lazos y vínculos fuertes.

Me cuesta trabajo decir de qué es la novela, pero creo que también es una novela de amores entre amigos, entre hermanos, de pareja, de vínculos fuertes. Yo pensaba qué hace que un hombre abandone su fe; para el caso de Montejo Lobo, qué es lo que hace que él abandone su ideología, su cultura. El personaje es de Guadalajara, viene de clase media, es un hombre que estudió una carrera en la universidad. ¿Qué provoca que abandone todo para volverse parte de una comunidad rarámuri? Creo que solamente se resuelve por el vínculo con el otro.

ÓA. Me gusta mucho lo que mencionas: es una novela de resistencia. En México tenemos referentes de resistencia: Chiapas, Oaxaca y Guerrero.

CV. Pero en la novela es una resistencia distinta, que tiene que ver muchísimo con la misma cultura rarámuri, porque las comunidades en la sierra tarahumara –por su por su cosmovisión y por su forma de habitar el mundo– no son propensos a tomar las armas o a resistir a través de la violencia.

Es otro tipo de resistencia, que tiene que ver con los lazos comunitarios, con fortalecer otras cosas para resistir. Y creo que eso es interesante, porque en muchas ocasiones combatimos el fuego con el fuego.

ÓA. ¿El apoyo al otro es una forma de resistir?

CV. Yo creo que sí. Creo que la solidaridad es una forma de resistir a eso que intenta destruirnos.

Camila Villegas. Foto de Óscar Alarcón
Camila Villegas. Foto de Óscar Alarcón

ÓA. La solidaridad está tan alejada de nosotros en este momento que es difícil encontrarla.

CV. Porque ya no nos conocemos, porque desconfiamos unos de otros, porque nos hemos vuelto paranoicos. Y en la novela todos confían en todos.

Otro elemento que ayuda es que no hay juicio. Son personajes bastante llenos de faltas y bastante imperfectos. Tenemos a Pánfilo que vive sumido en la bebida y la comunidad no lo juzga, entonces eso le permite apoyarse.

ÓA. ¿Y esto como lo conseguiste? Porque es muy complicado no dejar caer el propio juicio como autora dentro de la novela.

CV. No se me hizo tan complicado. Pienso en mis personajes casi como si fueran mis hijos: uno no juzga a los hijos, los apoya y te enternecen, te duelen y te alegran. Eso era lo que me pasaba a nivel emocional con los personajes. No hacía un juicio negativo, creo que podríamos aprender un poco para con nosotros mismos y los otros.

ÓA. No puedes ir guiando con tu prejuicio a uno de los personajes cuando, por ejemplo, es alcohólico o mujeriego.

CV. Creo que en el único espacio donde me permití el juicio fue cuando estábamos hablando del narco.

ÓA. ¿Por qué no aparece la presencia del viento? Encontramos a la tierra, al agua, al fuego, pero el viento, no.

CV. Creo que al final ese elemento atraviesa la novela. Una de las cosas que me interesaba en la novela era la presencia de los sentidos, que fuera una novela sensorial: describir a qué huele la masa, cómo se siente esa masa, a qué sabe. No fue una decisión pensada que el viento no estuviera. Simplemente fueron tres partes y no necesité al viento.

ÓA. ¿Y la presencia femenina? Aparecen personajes como Matiana o como la nana –a quien todo el mundo extraña– y que es la parte medular para unir a las familias, pero ya no está y sin embargo, alguien toma sus lugares. Hay otras mujeres que van rigiendo la vida de los demás o por lo menos acompañando. ¿Qué pasa con la presencia de las mujeres en la novela?

CV. Quiero pensar que los personajes femeninos son personajes fuertes, pero son silenciosos. Hasta cierto punto son sabias, justo por eso: porque son mujeres con personalidades diferentes, pero que observan y que accionan, pero no hablan. Son más de acción y menos de palabra. Así eran los personajes femeninos que yo observaba en esa comunidad.

Las mujeres son las que preservan la lengua; las mujeres son quienes preservan las tradiciones, los trajes tradicionales: son el pegamento de la comunidad, sin ellas esto no funciona. Son quienes rescatan a los hombres.

ÓA. ¿En las comunidades rarámuris, los personajes femeninos representan una marginalidad más que una resistencia?

CV. Sí, de pronto, por ejemplo, en los bailes, los hombres son los que bailan y no las mujeres. Sí pasa eso.

La pregunta es interesante porque en la novela intenté no hacer un juicio desde una postura feminista. Lo más fácil sería juzgar: que son marginadas de ciertas actividades de las cuales no deberían ser marginadas. Ese es mi punto de vista.

Pero lo que yo intentaba era no hacer ese juicio porque no sé si ese es el punto de vista de las mujeres en esa comunidad. A lo mejor juegan el rol y no se cuestionan. No digo que no deberían, pero no quería escribir una novela de lo que debería de ser. Más bien era escribir una novela de lo que yo recuerdo de esa experiencia de dos años.

Y a lo mejor la marginalidad no es mala. Te cuento una anécdota: cuando estuve allá, había un pueblo donde iban a poner luz eléctrica. Tú, yo y cualquier gente de una ciudad diría: “Perfecto, qué buena noticia, finalmente pondrán luz eléctrica en este pueblo”. La gente, la comunidad de ese pueblo se sentó a discutir si querían o no la luz eléctrica. Es decir, a veces asumimos desde el centro, que quien está en el margen quiere estar en el centro, pero no creo que eso sea necesariamente la verdad.

A veces, quien está en el margen, está bien en el margen y no quiere ser parte de este centro. Al final se puso a la luz eléctrica, pero hubo argumentos en contra y a favor, hubo una discusión sobre si querían o no. Uno da por sentado y dice: “claro que quieres ser como yo”, que es un poco la experiencia de Montejo.

Hay un personaje así: Leandro, quien sale en búsqueda de todo eso que no es su comunidad.

Camila Villegas. Foto de Óscar Alarcón
Camila Villegas. Foto de Óscar Alarcón

ÓA. Leandro tiene una negación de sí mismo al decir: “No me digan Leandro, mejor Leo”.

CV. Leo está más occidentalizado, suena más citadino, es mejor.

Hay una marginalidad, sin duda. Pero también creo que se trata de problematizar si esto es bueno o es malo.

ÓA. Al ser una persona del teatro, ahora que has publicado la novela, ¿qué tan difícil fue el cambio?

CV. Pensé que iba a ser muy difícil. Tal vez hace algunos años me hubiera costado mucho trabajo, eso no lo sabré nunca.

Es una historia que tenía ganas de escribir desde hace muchos años, la cual sabía que no podía escribir para el teatro porque tiene muchos personajes, porque quiero contar muchas cosas de la cotidianidad, que en el teatro es imposible. A partir de la pandemia me animo a dar el paso y escribir la novela, porque el teatro quedó clausurado indefinidamente con el COVID.

Al contrario de lo que creía, fui muy feliz. La escritura de la novela me dio libertad en el lenguaje, que no había encontrado en el teatro: crear imágenes, metáforas, describir sin exagerar, que en el teatro es imposible. En el teatro uno no describe, muestra. Fue un paso muy alegre.

ÓA. Tania Tinajero ganó el año pasado el premio “Una vuelta de tuerca” y es guionista de televisión. Pienso también en Iris García Cuevas, que también hacía teatro y después publicó narrativa.

CV. ¡La acabo de ver en Xalapa! Yo la conocí en un taller del Royal Courtier. Ahí nos conocimos. Creo que el teatro es una escuela increíble para la construcción de personajes. Si no tienes las herramientas para construir los personajes redondos no puedes hacer teatro o televisión.

Esos formatos –el teatral y el guion– son formatos que restringen mucho, que tienen muchas limitantes y que son bien exigentes, en muchos sentidos. Tal vez un poco más exigentes que la novela. Todo el tiempo tienes que mantener la atención o pierdes al espectador, tiene que haber acción dramática todo el tiempo.

ÓA. El teatro tuvo que moverse a las plataformas debido al COVID, ¿a eso le podemos llamar “teatro”?

CV. Hubo una discusión enorme. Uno de mis textos terminó en una plataforma que se llamaba Teatrix, que pretendía ser una especie de Netflix donde uno se suscribía. Una de mis obras terminó ahí: era una obra para niños, que se llama “Lluvia de alegrías” con Dani Luján.

Creo que es una discusión académica.

Yo te puedo decir que no, después de eso a mí no me interesaba hacer teatro si se iba a hacer en ese formato. Volviendo al tema de la comunidad, creo que uno de los elementos mágicos que tiene la experiencia teatral es la presencia y la experiencia comunitaria, que se diluye si es a través de una pantalla.

Creo que la presencia es súper importante. Espero que, a lo largo de los años, no perdamos la presencia del otro.


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