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Overland, Park, Estados Unidos, 11 de noviembre de 2024 (Neotraba)

Lunes 9 de enero de 2017

Hoy me di cuenta de que sí iba poder acompañar a mi esposa Lily y a mi hija Lucía a la marcha de las mujeres; misma que tendría lugar en Washington, D. C. —popularmente denominado DC— el sábado 21 de enero, al día siguiente de la toma de posesión de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos. Lucía, había expresado su deseo de ir a la marcha, ya que no estaba conforme con el hecho de que un misógino —entre otros atributos— de la calaña de Trump estuviera a punto de asumir el poder.

El proyecto es factible. Becky, una amiga de Lily, vive a minutos de la Casa Blanca, y podemos quedarnos con ella. Nuestro presupuesto no nos permitiría volar. Pero Lily encontró que una iglesia en Lawerence, Kansas, a una hora de nuestra casa en Kansas City, había contratado un autobús para asistir a la marcha. Después de llamar a Eleanor —la pastora de dicha iglesia— y de aclarar y resolver asuntos de logística, Lily nos reservó tres asientos.

Partiríamos el jueves 19 de enero para llegar a DC —después de al menos 17 horas en carretera— a pasar la noche del viernes 20 en casa de Becky, asistir a la marcha el sábado 21 y regresarnos esa misma noche para estar de vuelta en Kansas City la tarde del domingo 22.

Fotografía de Roya Ann Miller a través de Unsplash
Fotografía de Roya Ann Miller a través de Unsplash
Jueves 19 de enero de 2017

Tras empacar lo mínimo para el viaje, nos despedimos de Julia mi hija mayor, que se queda con las ganas de acompañarnos, ya que debe irse a comenzar su último semestre de universidad en Iowa.

Son las seis de la tarde, hemos llegado a Lawrence —la pequeña ciudad en la que se encuentra la Universidad de Kansas— en nuestro automóvil de bolsillo. Ya está oscuro. En la iglesia —Plymouth Church—, Eleanor, la pastora, se presenta con nosotros; tiene poco más de 30 años, desborda energía y gentileza. Subimos nuestras mochilas al autobús, que se encuentra estacionado a un lado del templo. El chofer es de la tercera edad, y me pregunto si va a poder aguantar el viaje. Después me entero de que tres choferes conducirán en relevos, que se realizarán en paradas estratégicas durante el camino.

Partimos. Lucía está sentada frente a mí junto con una señora. Lily, a mi lado junto a la ventana, teje un gorro de estambre rosa que, al ponérselo, semeja una cabeza con orejas de gato. El gorro es un pussyhat. Cientos de miles de mujeres en todo el país han estado tejiendo pussyhats en estos días, que portarán durante las marchas que se llevarán a cabo en el país en la fecha señalada. Dos artistas crearon el concepto del pussyhat, volviéndolo un símbolo de los derechos de las mujeres; para hacerlo, se adueñaron de la expresión que usó Trump cuando era candidato:

—…Grab ‘em by the pussy…, agarrarlas del coño.

Dichas palabras quedaron grabadas —sin él saberlo— cuando platicaba con un presentador de televisión acerca de como tratar a las mujeres. Aparte de coño, pussy es sinónimo de gato, de ahí surgió la idea de tejer los gorros con orejas de gato.

Dos horas después de nuestra partida siento que ya debiéramos estar en Groenlandia —si el autobús fuera flotante—, pero apenas llevamos recorrido un fragmento del estado de Misuri.

The Pussyhat. Fotografía de Francis Mariani
The Pussyhat. Fotografía de Francis Mariani
Viernes 20 de enero de 2017

A eso de las tres de la madrugada, en Illinois, nos apeamos en una gasolinera para camioneros. Nos dirigimos a los baños, nos envuelve una intensa neblina, ya que el chofer advirtió que —a menos que fuera urgente— no usáramos el baño del autobús o, de lo contrario, íbamos a fastidiarnos con los aromas de lo que se acumulara durante el viaje.

Yo, necio como soy, había decidido que no iba a necesitar cobija; pero, así y todo, Lily me trajo una, lo que me salva de no morirme de frío, a pesar de la calefacción del autobús. A las ocho de la mañana, habiendo dejado atrás Indianápolis, desayunamos rápidamente en un McDonald’s. Al mediodía descansamos en un pueblo de Ohio, para entrar a los montes Apalaches en la tarde. El lomerío se torna en cerros más respetables, tupidos de árboles. La niebla continúa.

El autobús tiene internet. Alguien levanta su tableta para compartir las imágenes de la partida de Obama y familia en helicóptero desde el jardín de la Casa Blanca. Más tarde, en una gasolinera de Virginia Occidental, vemos por televisión a Trump firmando unos documentos, casi a punto de ser investido como el POTUS o President Of The United States. Pienso, «Qué imagen tan deprimente.»

A las cinco de la tarde ya es de noche al ir atravesando Maryland. Nos quedan un par de horas más de viaje. Eleanor toma el micrófono del autobús y nos da instrucciones sobre nuestro arribo y para la marcha del día siguiente. Los miembros de una iglesia hermana de la Plymouth Church nos esperan con una cena y alojamiento en DC. Nosotros tres vamos a quedarnos en casa de Becky, la amiga de mi esposa, y, al día siguiente, asistiremos a la marcha con ella. Si es posible, nos reuniremos ahí con nuestros compañeros del autobús.

Nuestro viaje se ha retrasado por un accidente que afectó el tráfico en Ohio. El tercer chofer percibe un problema con el sistema eléctrico del autobús y se detiene en una gasolinera para alejarse —con el fin de evitar una explosión— a llamar a las oficinas de su empresa mientras se fuma un cigarrillo.

Inicialmente, el problema del autobús parece ser leve; sin embargo, tras un rato, el chofer aparca el autobús en el acotamiento y nuevamente habla —frustrado— en su celular. Enciende el motor y avanza unos minutos para estacionarse, por fortuna, en un área de descanso. El autobús no puede continuar, debido a que una falla del sistema eléctrico detecta un nivel bajo de aceite —a pesar de que, al comprobarlo, el nivel es correcto— y automáticamente apaga el motor para evitar que se desviele.

Dentro del inmóvil autobús, empiezan a surgir aromas de humanidad. Salimos al área de descanso. Está disminuyendo la temperatura y la neblina es más densa. Nuestras fosas nasales disfrutan del aire fresco del exterior. Compramos comida chatarra de unas máquinas expendedoras ubicadas junto al baño. Rebotamos, como partículas subatómicas, entre el baño (calefacción), el jardín del área de descanso (aire fresco) y el autobús (asientos). Eleanor nos informa que, dada la demanda de autobuses para la marcha, es imposible conseguir uno de reemplazo.

Llegan más vehículos al área de descanso, muchos de sus pasajeros son mujeres y varias llevan puestos sus pussyhats. Eleanor nos informa que los anfitriones de la iglesia hermana ya se cansaron de esperar, que se han organizado para venir a rescatarnos con quince vehículos que recorrerán, de ida y vuelta los 112 km de distancia que faltan para llegar a nuestro destino. Lily le envía un texto a Becky sobre el espontáneo plan de rescate, quién contesta con un:

Voy por ustedes.

Mientras tanto, han llegado dieciséis pizzas —ocho de queso y ocho de pepperoni— que una de nuestras acompañantes ordenó por su celular a una pizzería del rumbo que las llevó al área de descanso. Nos cae bien comer algo caliente.

Arrecia el frío, por lo que nos metemos a dormir en el autobús. Pierdo la noción del tiempo, puesto que, entre sueños, percibo una voz del más allá:

—¿Chucho? ¿Elizabeth?

Es Becky, la primera en llegar al rescate; con gusto, subimos nuestras cosas a su carro para irnos. Lucía y yo nos acomodamos en el asiento trasero y Lily y Becky se sientan adelante, platican. Llegamos a casa de Becky; su perra, Lollypop, me demuestra —con ladridos e intentos de morderme— que me odia.

Foto de Roya Ann Miller a través de Unsplash
Foto de Roya Ann Miller a través de Unsplash
Sábado 21 de enero de 2017

Cuando entro al comedor de Becky en la mañana, la encuentro investigando en línea la mejor estrategia para ir a la marcha. Me señala la avena y fruta que ha preparado para el desayuno. Finalmente, declara que la mejor opción es conducir y dejar el carro en un estacionamiento. De ahí podremos caminar unas cuadras para unirnos a la marcha.

Metemos en la cajuela del carro todas nuestras cosas, puesto que, cuando termine la marcha, deberemos estar a las seis de la tarde en el punto de reunión y abordar el autobús de regreso a Kansas. Leonor nos informó por mensaje de texto, que el autobús ya está reparado. Rumbo al evento, Becky nos señala el Kennedy Center, así como los edificios del Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial, que, nomás de verlos, me dan agruras. Pasamos por una gran avenida que, a manera de camellón, tiene un ancho parque. Becky quiere doblar a la izquierda, pero lo impiden dos patrulleros apostados con sus motos. Hay patrulleros en las bocacalles que siguen. Por el carril contrario, al otro extremo del parque, pasa una caravana encabezada por una numerosa escolta de motocicletas con sus luces y sirenas a todo lo que dan, seguidas de una docena de imponentes vehículos negros con las ventanas ahumadas y, al final, una ambulancia. El gran despliegue de escoltas y la ambulancia casi da por hecho que se trata del POTUS y su séquito. Becky comenta:

—Ese debe ser Trump. Tal vez va rumbo al Cementerio Nacional de Arlington a poner una ofrenda.

El cementerio en cuestión es militar —ahí está la tumba al soldado desconocido, así como los restos de John F. Kennedy— y de forma constante recibe cuerpos sin vida de parte de los conflictos en los que Estados Unidos no se cansa de participar.

Soy la mula oficial de nuestra cuarteta. Después de estacionarnos, me coloco una mochila de plástico transparente, para dejar claro que no llevo una bomba, sino agua, manzanas, naranjas y barras de granola para todos; además de mi ligero impermeable y mi fiel paliacate, por si hay gases lacrimógenos. Lily ha terminado de tejer el pussyhat y se lo regala a Becky. Ella, Lily y yo nos ponemos nuestros pussyhats. A Lucía se le olvidó el suyo en casa, pero no hace drama al respecto.

Caminamos hacia el punto donde se va a llevar a cabo el mitin antes de la marcha. A medida que avanzamos se va juntando más gente. Me siento algo ridículo con mi pussyhat, pero tanto jóvenes como hombres de mi edad los llevan puestos. Mi inhibición se esfuma. La gente carga con pancartas de todo tipo, en contra de Trump y a favor de diferentes causas, entre otras: derechos reproductivos, derechos sexuales, derechos de las mujeres, de inmigrantes, de refugiados, de los afroamericanos, por la ciencia, contra el cambio climático, al amor, al pro-choice o proelección, que es el derecho de que una mujer pueda elegir qué hacer con su cuerpo.

Nuestro andar nos lleva a un lado del fálico —valga el tema de la misoginia— obelisco dedicado a George Washington, desde el que se puede divisar claramente la Casa Blanca. Más allá, está el monumento a Abraham Lincoln; me tomo una selfie, con el monumento de fondo, ya que fue ahí donde Martin Luther King, Jr., dio su discurso I Have a Dream, Yo tengo un sueño. Hay más gente a medida que nos acercamos al mitin, de donde partirá la marcha. Vemos personas de todos los colores y sabores, hasta un par de judíos ortodoxos con sus peyet.

Hay entusiasmo y energía. En mi imaginación, nos une el sentimiento: «No nos vamos a dejar de ti, güey y aquí venimos a demostrártelo.» Aunque Obama fue el presidente de la esperanza, la realidad es que se fue para no volver; aparte de que nos dejó a muchos desesperanzados con su debilidad política, bombas, drones y deportaciones. Sin embargo, aún hay esperanza, pues somos demasiados los que no estamos de acuerdo —aquí y en muchas otras partes del país— con que este nuevo presidente haya llegado al poder. Es muy bueno, para eso que llaman espíritu, constatar que no está uno solo y que juntos, puede haber forma de resistir lo que se nos venga encima.

Hay trabajadores que están desmantelando toda la parafernalia que se utilizó el día anterior durante la toma de posesión de Trump. Al fondo se ve El Capitolio aún con las gradas, donde fue la ceremonia en cuestión, que afortunadamente nos perdimos por andar cruzando los montes Apalaches para llegar a DC.

Queremos llegar junto al templete que han puesto para los oradores del mitin. Un par de cuadras antes de siquiera poder dar vuelta a la esquina, en cuya calle se ubica el templete, hay un par de pantallas enormes, jumbotrons, que transmiten lo que está ocurriendo en el podio. El documentalista Michael Moore en cuadro, de inconfundible cachucha y lentes, habla, pero no se escucha nada. Nos topamos con una calle donde los cuerpos están tan apretados como en vagón del metro en horas pico. No hay forma de avanzar más, la masa nos envuelve. La gente grita diferentes consignas, entre otras:

—¡Queremos un líder, no un twittero!

—¡El pueblo, unido, jamás será vencido!

—¡Es mi cuerpo, mi decisión! —gritan las mujeres. A lo que los hombres responden:

—¡Es tu cuerpo, tu decisión!

Permanecemos poco más de una hora, digeridos por la masa humana, sosteniendo nuestros carteles, gritando consignas y admirando la gran diversidad de formas de expresar nuestro sentir común, desde Fuck Trump, a la chingada con Trump, pasando por el ingenioso juego de palabras We Shall Overcomb, que, a mi entender, significa: venceremos (en referencia al himno de la lucha por los derechos civiles, We Shall Overcome, Venceremos) al que se peina de pelo prestado (overcomb, en alusión a Trump); hasta llegar a, «Si me vas a cortar mis derechos sexuales, ¿me dejas cortártela?» Me duele la espalda por estar parado sin moverme y propongo tomarnos un descanso. Becky hace punta para lentamente dirigirnos a un área menos apelotonada. Ya ahí, nos estiramos con poses básicas de yoga callejero. Becky mastica una barra de granola y Lily, Lucía y yo nos repartimos una manzana que nos sabe a gloria.

Dada la imposibilidad de acercarnos al punto central del mitin, deambulamos con Becky a la cabeza —nuestra guía al fin— y nos clavamos otra vez en la amalgama de humanidad y carteles. El plan era estar atentos para recibir la señal del inicio de la marcha. Me llama la atención una chica de no mal ver y larga cabellera, parada sobre el semáforo de una esquina cual Diana cazadora en el Paseo de la Reforma en la Ciudad de México. Intento tomarle una foto que le haga justicia, pero, para variar, ella no deja de mirar su teléfono, lo que da al traste con cualquier intención de obtener una imagen decente que captara el momento.

Logramos ubicarnos a unos cien metros del jumbotrón, sin poder avanzar más. Nos es posible ver un poco mejor a los oradores en la pantalla. A unos cuantos pasos a mi izquierda, hay una chica con su teléfono pegado a un megáfono, de tal forma que amplifica las palabras de la oradora mediante la voz del streaming por internet en vivo. No sé cómo —pues carezco del don de la belleza—, pero atrapo la mirada de la chica y le hago una señal de aprobación con mi cabeza, ella asiente, sonriéndome.

El mitin había empezado a las diez de la mañana. Ya son las dos de la tarde y nada de marcha, la gente está inquieta, dado que, oficialmente, se iba a marchar a la una de la tarde. La oradora en turno, a quién desconozco, repite tres veces:

—¡Vamos a marchar!

Todos nos alborotamos:

¡Let’s march! ¡Yeah! (¡Marchemos! ¡Órale!)

Lamentablemente, continuó:

—Pero primero vamos a escuchar a más oradores.

Surgió un murmullo hecho de quejas y frustración. Se habían cumplido más de cuatro horas en espera para marchar. Según le entendí a Becky, la gente de la calle en la que estábamos se sumaría al flanco derecho del contingente. Estamos prestos y dispuestos, pero no hay movimiento.

Minutos después a mi derecha, escucho a una mujer que dice que no habían marchado en el evento que se estaba llevando a cabo simultáneamente en Chicago, que nomás quedó en puro mitin, porque había llegado demasiada gente y el abarrotamiento de manifestantes no permitió la movilización por la ruta acordada, ya que esta se encontraba saturada. Un poco después, se empieza a correr la voz de que nuestra muchedumbre también tiene atiborrada todas las calles por las que vamos a marchar, de tal forma que va a ser imposible hacerlo. Así que, por los jumbotrones y mensajes en los celulares, nos enteramos que se ha decidido dejar el evento en mitin nomás —como en Chicago— e impera la frustración. Tras unos minutos, con lentitud, comenzamos a retirarnos. Y ahí vamos hechos bola que va, ¡bolísima! de regreso por nuestros pasos. Gritando consignas, descargando toda la energía acumulada durante la espera.

De repente me doy cuenta de algo:

¡Estamos marchando!

Vamos todos caminando en calma, por las calles, la plaza y los parques que nuestra marejada humana ha hecho suyos. Nos desplazamos respetándonos, apoyándonos unos a otros, cuidándonos —a los nenes, a los viejitos, a las personas en sillas de ruedas— hechos uno, una, marchamos, aunque en retirada, pero al fin y al cabo marchando. Somos poder, pasión, conciencia. Si en cierta forma este es un momento de derrota, no hay nada que parezca indicarlo.

Marchamos, cómo no. Marchamos.

Parte de nuestro inesperado contingente dobla en un punto para ir a pasar frente a la Casa Blanca, otros continuamos derecho. Para esto, dada nuestra lentitud por la aglomeración, ya llevamos una hora caminando. De pronto me doy cuenta de que nuestra masa ha tomado varias calles más, casi sin querer, puesto que en ellas hay tráfico que desprevenidamente queda atrapado entre nuestra multitud. Abrazo a Lucía y le digo, entusiasmado:

—¡Estamos marchando!

Me sonríe.

Tras avanzar unas cuadras más, la multitud se diluye y todo parece volver a la normalidad. Tenemos tiempo para cenar en casa de Becky. Después de que su perra intenta morderme y me ladra un poco más (tal vez trabajó en la migra), Becky nos lleva en su carro al punto de reunión para el regreso a Kansas: el estacionamiento de la estación de metro Huntington donde el autobús ya nos espera. Empiezan a llegar de la marcha —por metro— los demás compañeros de viaje. Poco después llega Eleanor y hace un recuento para asegurarse de que estamos todos los que vamos a regresar a Kansas. Partimos.

Ya en el autobús, mi compañera de asiento —Lily y Lucía van sentadas juntas de regreso— me muestra una imagen en su teléfono. Es la comparación de dos fotos: una foto es de la multitud que asistió a la toma de posesión de Trump el día anterior y la otra es de la multitud —de la que fuimos parte— que asistió hoy a lo que de alguna forma fue la marcha de las mujeres. Es evidente que la muchedumbre de nuestro evento sobrepasa por mucho a la de la investidura de Trump. Mi compañera me comenta que la imagen en cuestión había aparecido en la cuenta de Twitter (hoy en día «X») del Servicio de Parques Nacionales de los Estados Unidos —la Explanada Nacional, donde se llevaron a cabo ambos eventos, es un parque nacional— y que poco después la quitaron. Es fácil concluir que Trump ordenó quitar la imagen en que se compara la asistencia entre los eventos. El que a Twitter mata, a Twitter muere.

Misión cumplida.


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