Tres poetas contemporáneos de Guanajuato, un buen pretexto para hablar de poesía
Ensayo | En esta ocasión, Edgard Cardoza Bravo nos traza las semblanzas de tres poetas provenientes de Guanajuato.
Ensayo | En esta ocasión, Edgard Cardoza Bravo nos traza las semblanzas de tres poetas provenientes de Guanajuato.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 22 de enero de 2021 [00:01 GMT-5] (Neotraba)
Adicto al vicio de vivir, Juan Manuel Ramírez Palomares, aún con las ojeras de la noche en el rostro, mira las calles. Se dispone a engullir el amor, el trabajo, el desconsuelo, el tedio, los sueños de este día. Como una fruta nueva. Ya surgirán más cosas por hacer. Desde hace muchos años eligió, en la sorpresa, el manual de sus días y abdicó en la poesía los planes de hombre probo y cauto, que sus padres tenían para él: palabra tersa o cruel según el viento.
La poesía debe invadir las calles, se repite. Que las plazas reciban su fulgor y su estro acompase el murmullo del agua de las fuentes. Que no se queden sin poesía las aldeas. Que sepan de su luz los reos en las cárceles. Que en los bares exista además de alcohol y ebrios, poesía que se pringue de chile la solapa y aspire flatulencias y vómitos de pueblo.
Que las amas de casa descubran en tal fuego una nueva receta. Que los amantes encuentren en su abrazo razones perdurables para seguir amándose. Que los niños contemplen –imaginen– graciosos saltimbanquis brotar de los arpegios de su honda melodía. Que los ancianos apuntalen su edad en este espejo que no envejece nunca.
Ramírez Palomares sabe, está convencido, de que no hay lugar vedado para los buceos de la poesía. Ésta bien puede transitar por los fondos más ruines sin demeritarse ni perder su esencia. La poesía existe, entre otras razones, para chapear de eternidad las purulencias del existir humano; el verdadero reto para los nuevos oficiantes del verbo es apropiarse de una voz que suene y pese como tajo alevoso de la vida.
También advierte que la poesía de nuestro tiempo ha de ser aventura colectiva, asunto de vertientes conviviendo en un mismo manantial: ímpetu de muchos ecos aglutinados en una sola gran voz repercutiendo el ritmo y el alma de los otros,
Ramírez Palomares funda cauces para que los demás tiendan su río porque sabe que el mar de voces de todos los orígenes, de todas las vertientes, es la poesía.
¿De qué sustancia está hecha la poesía? le preguntan: de vivencia, de puta y perra vida, contesta.
Vivimos el desierto, lo demás es espejismo. Undosa, acre muerte, obrada por los pasos y la respiración al borde del colapso, perdidos en la arena. Sólo la reflexión podrá salvarnos del peor páramo existente, el del olvido. Tal aridez, insaciable, consumió todos los signos, de este lugar no brotará, seguro, algún lenguaje posible.
Los antiguos dones se diluyen en polvo, pus de angustia y desesperación. Coloreados de escurridizos y fugaces caminos, antisignos. El desierto fue antes sangre de hombre, hoy es verbo reseco hasta el delirio, hasta la confusión demente y desalmada. Hoy es cauce de aridez suplicando el ansiado día del agua.
Pero nos queda la palabra reflexiva, santa, invocadora, capaz de restituir todos los dones, de rehacer los puentes que vinculen las arenas de yermo y vendaval con las aguas extraviadas: nos dice el poeta Jorge Olmos, almuecín desde su torre divisando paciente, sabiamente, sin ostentación, los destellos de la fruta del cielo. La que cada treinta años hace que las arenas retornen a su cauce y hagan brotar el agua de los meandros secretos de los pequeños dones.
En esta aparición, Olmos descubre, junto al árbol de la fruta del cielo, a Antonio Machado (Quién habla a solas, espera oir hablar a Dios un día). A Joaquín Pasos (Señor capitán, ¿a dónde vamos? Lo sabremos más tarde. / Cuando hallamos llegado), Efraín Bartolomé (Sólo la poesía, la naturaleza y el amor, pueden salvar al hombre), Robert Graves (La verdadera poesía hace que ocurran cosas), y algunos piadosos poetas orientales (Si crees que la santidad consiste en lavarse, sentarse y ponerse a meditar, nunca la alcanzarás. Si piensas en el deber, quizá). La poesía y los poetas lo saludan. Jorge Olmos sonríe, y ante sus ojos se abren: treinta o más años de agua sin virus ni desiertos.
La poesía es invocación, evocación o invocación evocativa. También se dice que la poesía es milagro. Cierto es, que para quién le entrega su fe, la poesía hace milagros. Los milagros ocurren en desafío al orden natural, fieles a su sustancia llegan sin ser llamados. El milagro es sordo, anárquico, ausente de humanidad. La poesía, que sin ser en esencia un milagro posee su aspersor lleno de él, intenta armonizar las actitudes diversas de ese orden. Su más antiguo discurso es expresión instintiva, intuitiva, y comunica a los dioses elementales —polvo, aire, agua, fuego— su irremediable vecindad.
Soy el hombre, les grita amorosamente, el recipiendario y definitorio elemento, el ojo que convierte la oscuridad en luz. El ojo que, según Gorostiza, en su nimio saber nos permite mirar sin verlo a Él, a Dios. El por antonomasia testigo de lo creado. La luz, el universo, el haz salvífico que nombra. Soy quizá el más débil de los cinco fragmentos endiosados, pero detento el vértigo del habla que con nuestra hermandad puede volverse profecía, expresión de todos, lenguaje compartido.
He sido el último en llegar, dice el hombre cuando invoca, pero nos pertenecemos: muéstrenme ustedes polvo–aire–agua–fuego, sus señales humanizadas y yo les devolveré el portento de mi voz embebida de su hálito fecundo. Cuando el hombre invoca, nos dice Pedro Vázquez Nieto, es todos los hombres abriendo vías de comunicación elemental. Al invocar en el verbo el hombre está diciendo soy historia: todos los hombres soy, al recordar. Cuando evoca en la imagen, en la fotografía, por ejemplo, es la ofrenda del ojo testigo al milagro de lo creado. La poesía es la rara conjunción de todos los hombres y las cosas en un sólo elemento. Y hechas uno mismo en él las señales rotundas de la vida y el universo: polvo, aire, fuego, agua.
Tal intenta decirnos Vázquez Nieto en su poesía y en su discurso fotográfico: el arte es, debe ser, invocación puesta al servicio de la vida. Todo en la tierra debe laborar para la vida. Esa esencia que ama la imperfección, la pasión desbordada, la carne empobrecida, es precisamente el Dios que nos sostiene. Hemos sido lanzados a limar imperfecciones hasta alcanzar a Dios. Todas las actividades humanas tienen como fin último su búsqueda: la religión cree vivir al amparo de su techo; la filosofía cree conocer sus ideas; la ciencia cree no creer en Él. Y la gran pregunta sigue sin ser resuelta: ¿es Dios el apotegma de la vida o de la muerte?
Y bajando del cielo a los dominios de su ciudad vivencial, para Vázquez Nieto en el Cúevano ibargüengoitiano todo convive y ríe sin visos de derrumbe, pues hasta el más frustrado amante puede lustrar su corazón en cualquier retahíla de muchachas o comprar algo del olvido en el Bar Luna.
Me disculpan, pero yo imagino siempre a Pedro Vázquez Nieto, tan formal, con su cámara en ristre y sus aperos poéticos en vela, lanzándole mentadas de madre a la Giganta, celadora expectante de ese Cuévano de ademanes insomniosos y laberínticas callejas, pues
la palabra Guanajuato
sabe siempre de caminos
donde escuchar su propio gozo:
la poesía.