Por Miguel Ángel Pastrana.
“¡Si el silencio tuviera un sonido, así me sentiría, así, como la nada…!” éstas fueron las últimas palabras que escuché de Horacio Luna, ¿personaje inventado por mí? (que no por inventado necesariamente tenga que ser falso) Cuando exangüemente articuló sus últimas palabras, Horacio Luna pensó que probablemente se encontraba en una realidad que no correspondía a una creación suya, o peor aún, que era una invención de otro. En este caso, el personaje inventado por mí, dejó de existir justo en el momento en que yo abandoné mi realidad onírica. Cuando desperté, la bruma del sueño me aturdió delicadamente. Lo primero que atine a decir después del suave atolondramiento fue: “¿quién diablos es Horacio Luna?” la pregunta se esfumó inmediatamente al percatarme de la hora y de las consecuencias de llegar una vez más tarde a clase de 8
Sin embargo la pregunta me dejó una interesante idea (ahora me resulta inocua) Pensemos por un momento que pudiéramos ser la creación de otro. Después de darnos cuenta de que no estamos hablando de ningún cuento de Borges, o de alguna película de Linklater pensaríamos que sería angustiante ser el invento de otra persona, y sería un tanto peor pensar que esa persona fuera el invento de otra.
Ahora pensemos que somos “creados” es decir “inventados” en el sentido de moldea-dos. No me refiero a decir que somos biológicamente producidos por nuestros padres, sino a que una vez que estamos en la vida nos vamos modelando en función de otra entidad, ?por muy abstracta que ésta sea? (sociedad, cultura, Estado etc.) Y que a lo largo de nuestra existencia vamos siendo cada vez más con-formados de acuerdo a un paradigma. ¿Hasta qué punto, podríamos preguntar, somos la invención de otros? ¿Qué grado de autenticidad hay en mí que no esté en alguien más? ¿Puedo hacer algo conmigo que sea realmente genuino? Sin duda las preguntas esclarecen pero también incomodan, en especial a quién no tiene ningún problema en consumir identidades al mayoreo.
Cuando Warhol exhibió por primera vez la lata campbell en la galería Ferus de Los Ángeles, re-significó algo que se producía en serie, y le otorgo una particularidad y un sentido diferente al objeto. (aunque hayan sido 32 lienzos, uno por cada sabor de sopa) Así la lata de sopa que estaba en la galería, tenía un grado ontológico diferente al de la lata que encontramos en cualquier miscelánea o tienda de self service.
Digamos ahora que es plausible la idea de que los medios masivos de comunicación, el Estado, la sociedad, la cultura, el mundo y otros conceptos tan vaporosos que solo se puede hablar de ellos mediante la vía de la abstracción, nos producen en el sentido antes dicho, es decir, nos moldean. Tal idea no nos dice nada desconocido, puesto que es más o menos consabido que nuestra relación con lo humano, lo divino y lo natural producen el influjo que nos produce. En mayor o en menor medida podemos dar cuenta de esto, aunque no seamos capaces de elaborar todo un discurso sobre la influencia del mundo en nosotros.
En este sentido, nuestra relación con lo otro (incluido los otros) produce lo que somos y como nos comportamos. Hagamos otra pregunta incomoda-esclarecedora: ¿Qué necesidad tengo de preguntarme sobre la cuestión de que alguien ejerza una influencia tal que pueda colocar ideas en mí, que aunque no necesariamente comulgue con ellas, no tenga la vocación de decir que no estoy de acuerdo? Tal cuestionamiento debe ser abordado mediante la mira de quién no conforme con lo que se le plantea, busca formas inteligentes para expresar que no lo está.
También sería pertinente decir que, más que estos agentes nos produzcan en el sentido de modelar, en realidad nos eduquen, es decir formen parte de los medios por los cuales nosotros ejercemos la acción de aprender y ellos la de educar. Y aquí habría que preguntar entonces, ¿si es acaso que somos educados para comportarnos dócilmente?
Si bien más o menos hemos dicho que nuestra relación con lo otro y los otros nos modela, ahora caemos en cuenta que ésta relación no se hace de manera premeditada o concienzuda, sino que se hace de manera fortuita y azarosa, es decir, a sabiendas de que nosotros no planeamos lo que vemos ni lo que otros hacen premeditadamente, inevitablemente notamos que ésta influencia pudiera ejercer una reacción importante en nosotros mismos.
Sin embargo aquí entrevemos algo significativo. Aunque no podemos premeditar lo que otros hacen que pudiera causar algo en nosotros, sí podemos elegir como lo asimilamos o como lo digerimos. Para que se produzca la relación entre dos entidades, precisamente se requiere eso, lo otro. No puede haber una relación de uno, necesariamente se necesitan dos para que exista una relación. Para que seamos influencia-dos, necesitamos que esa influencia penetre en nosotros. ¿Pero podemos evitar que esa influencia nos afecte? Tal cuestionamiento es menester abordar si se puede lograr, y de poder hacerlo cómo lograrlo. De momento atinamos a decir que difícilmente se evita esa influencia, ya que lo otro irrumpe en nosotros abruptamente, entra sin pedir permiso e ingresa en nuestro campo visual y vital.
La cuestión reside en trabajar sobre esa “co-rrelación” y como darle la vuelta, no evitándola ni rechazándola, sino asimilándola deglutiéndola, para que (si lo deseamos) no nos im-presione, no nos moldee en sentido negativo y coercitivo, sino al contrario, nos beneficie asimilando los contenidos para crear algo positivo con ello
Ejemplos de esto podemos mencionar algunos. El movimiento artístico-filosófico de Antropofagia de los años 20 en Brasil, que precisamente proclamaba la idea de devorar las formas importadas para crear algo genuinamente nacional, comiéndose sin consumirse producía un estilo deglutido y asimilado de las convenciones, pensamientos y formas extranjeras. La literatura de José María Arguedas; los murales de Rivera, las obras de Tamayo son un buen ejemplo de esto. E incluso las mismas obras de Warhol, que emulando la creatividad de un verdadero artífice, produjo materia de innovación con algo que ya era común y abundante.
La idea es asimilar los contenidos que proporcionan todos los agentes que actúan como influjos-enajenantes-de-estupidez-embriagadora, y hacer de ellos lo que más nos plazca pero siempre con una ineludible restricción: “que ellos no nos hagan”
Así como yo me pregunté quién era Horacio Luna, seguramente alguien se preguntará ¿quién diablos es la persona que escribe éstas líneas? Horacio Luna se presento en un sueño, existió por un momento en el sueño de otro, en un último sueño donde alguien lo creo, o mejor dicho, donde alguien lo soñó. Puede que después de considerar la posibilidad de que seamos el invento de alguien más, algo ocurra en nuestra sensibilidad. Cuando Horacio Luna lo supo se sintió como como el sonido del silencio.
¿Podemos evitar sentirnos así ante el descubrimiento de ser invento de otro? Entre tanto yo me pregunto: “Si mi imagen fuera el invento de una palabra ¿cuál sería el modo de pronunciarla…?”