Por José Luis Dávila.
Es un paisaje impresionista al óleo. Colores ahí, moviéndose frente a nosotros en el aire, en el sonido de la pintura. Su ambiente crea nuestro ambiente; se extrapola, sale del marco, nos pinta diluyéndose sobre nosotros. Es la primera intención plasmada; de los ojos del artista a nuestros ojos.
De pronto se escapan, por los poros, las imágenes que somos. Los sueños que cada noche, aunque no los recordemos, se presentan; también los transpiramos como pintura que forma nuestro retrato en cada milímetro del cuerpo. Nada se escapa, no hay puntos ciegos para la fuerza contenida en la piel. Es algo natural que nos tatuemos con la música que escuchamos.
Es precisamente eso, una fuerza contenida, como el rezo que sale de la fe más profunda, como el nudo en la garganta que no permite al grito o al llanto seguir su camino, como el beso que se queda a milímetros, en la respiración de dos que se niegan a lo que pasará si los labios se tocan: por eso se alejan, sólo se miran a los ojos, dicen cualquier cosa que permita la huída, pero en el fondo saben lo que desean; están conscientes de que cuando pase lo inevitable –no importa cuánto tiempo tarde– habrá una implosión en ellos, se derrumbará, con estrepito, el significado de cada pequeño momento que hayan pasado juntos, para dar paso a algo totalmente distinto que tal vez no puedan manejar. Por eso se hacen prófugos uno del otro y de sí mismos. Corren tanto que llegan al mañana con las piernas hechas trizas, cansados del camino, y de la nada se topan sus miradas; ahí no tienen ganas de más. Se rinden y descansan uno en el otro, como debe ser.
Esa es la imagen que trae el quinto disco de The Killers, Battle Born. Es una imagen de lienzo. De combinación entre color y textura. Es un retrato de pareja que se miran a sí mismos en medio del mundo, abrazados, sin pensar en más, conteniendo la pasión que los invade. Sin sucumbir, estoicos hasta que las luces se apaguen. Ya no fugitivos entre ellos, sino fugitivos de todo lo demás. Del exterior que amenaza siempre con irrumpir en uno mismo, en el interior de todos y manchar de negro las caras del retrato en la pared.
Escuchar este disco es presenciar el pincel moviéndose para crear figuras; primero unas líneas lentas, sumando espacios para llenar con alguna de las opciones de la paleta. Todo en calma, hasta que se llegue a delinear y perfeccionar cada detalle. Luego verlo terminado, sentirlo en los ojos, venirnos abajo enfrente de una pieza que, sin consultarnos, nos refleja y devuelve lo que sabemos que somos: los personajes de una pintura colgada en un museo personal, en la galería principal, donde cada momento importante que hemos vivido está congelado para que quien sepa entrar, pueda apreciarlo.