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Hermosillo, Sonora, 24 de mayo de 2024 (Neotraba)

Todas las fotografías son de Nadia Scott

Ahora veo en la memoria esas torres metálicas que sostienen alambres de prosperidad. Hay en el recuerdo el pulgar insistiendo en la atención de los conductores, de cuando afanábamos por un aventón y llegar a la mar.

Los proyectos se avizoraban lindos: tirar la red desde arriba de la panga, mojarnos el rostro de sol, volver a la playa cargados de pescados para convertirlos en monedas.

Puerto Libertad se nos ofertaba como la ilusión de crecer y ser, tener los argumentos para llevar a la chava al cine, presumir de nuestra fortaleza ante la incursión al océano, volver al barrio y contar las aventuras, decir que salimos airosos en cada una de las encomiendas laborales mar adentro.

Llegamos para andar, el Colactio nos abrió las puertas de la casa de su tía, cantamos de emoción debajo de una enramada, afinamos detalles del plan y a la mañana siguiente nos asomamos a la playa. Nos toca esperar a que regresen los pescadores, ellos zarpan muy de mañana, ya cuando vuelvan les ofrecemos nuestros servicios de ayudantes, dijo el Colactio.

Quitamos los dentros de los peces, limpiamos de toda suciedad cada uno, amontonamos la carga ya lista y el pago fue una dosis de la pesca del día. Acudimos al changarro donde un señor de sombrero de palma y bigote ralo compraba mercancía para congelarla y luego revenderla. Fueron como unos treintaicinco pesos entre la carga de los tres: el Colactio, el Nito y yo.

Esa tarde-noche fue de cine, los húngaros incansables anunciaban una película de acción y terror, el sonido del proyector y el olor a diésel me arrulló encima de las bancas de madera, las palomitas se enredaron en la tierra, el Nito y el Colactio renegaron de mi sueño.

Serían las noches de desvelo acumuladas, la debilidad que provoca el mal comer, sería el tren interminable desde los años atrás que causaba desgaste ya en el cuerpo y la mente.

Fueron dos o tres semanas, quizá solo cuatro días, la memoria es un tren que se descarrilla, una lupa que se impacta contra esa piedra cruel del tiempo. Anduvimos allí, por las calles y el polvo, entre las huellas de nuestros pies descalzos impresos en la arena del mar.

La tirada era clara, insistir en la lucha por treparnos en las pangas, pescar para que nos pagaran bien, regresar de la jornada victoriosos, acumular los pesos que se convertirían en convers y liváis originales, camisetas estileras, el sonido interminable dentro de los bolsillos y acudir a la expogan para ejercer el derroche, dispararles a los camaradas, invitarles un raspado a las morras.

Las tripas de los pescados se enredaban en nuestras manos, eran tiburones medianitos, bien carnosos, pero ya luego las tripas nuestras se hicieron añicos, porque la sopa de fideo, el pan con leche por las mañanas no fue dieta sana. La leche, sobre todo la leche.

Buscábamos desesperados, el Nito, el Colactio y yo, cualquier rama que sirviera de madriguera, y desafanar el sonido viscoso que recorría nuestras piernas. Qué elegancia de instalación contemporánea vista a los ojos de un fotógrafo gringo que nunca pasó por el lugar.

En consenso acordamos regresar al barrio, con la premisa de que por lo menos acá estarían cerca nuestros parientes para echarnos la mano en caso de una disentería.

Antes de regresar armamos una lunada, tendimos unos cartones en la arena y emprendimos planes: el Colactio se convertiría en buzo, exploraría los misterios de la mar y obtendría una fortuna al encontrar el tesoro de ese barco enclavado en las profundidades de las aguas, ese barco cuya historia es argumento para la existencia de una película famosa. El barco de aquella época, de cuando todo era virgen, de cuando los misioneros encallaron en el territorio del Puerto.

Al Nito se le ocurrió en convertirse en maestro de obra, enjarrar paredes, levantar castillos y trabes de concreto; también soñó con reconstruir coches, maquillarlos bien bonitos y pasear en ellos por los bulevares más iluminados, de la ciudad. Jugar futbol de nuevo y levantar la copa, que todos lo felicitaran y tomarse unas cervezas ese domingo recién terminado el juego de campeonato.

Yo propuse que armáramos un conjunto norteño, de taca taca, visitar las cantinas, comer pescado frito a mediodía, cantar a gaznate suelto y poco a poco ir cobrando fama hasta llegar a un programa estelar de televisión. Por lo pronto las morritas nos pedirán serenata, les advertí. También soñamos en colectivo que el conjunto se podría llamar Los yernos de Modesto, por la anécdota aquella del señor que atendía de manera espléndida, en el barrio, al novio de su hija: No te la acabas Modesto…

Amanecimos con un poco más de vacío en las panzas, sin ganas de comer, sin embargo, hicimos lucha y un pan virote nos naufragó en el vientre. Antes de armar mochilas, decidimos soltar el cuerpo y andar el puerto. El recuerdo me dicta ahora el lenguaje de aquella muchacha hija del señor del changarro que mercaba pescado, su voz de protesta gritándole al padre, con frases lúdicas de lenguaje con tono de barrio, una tintanesca túrica que me remitía a los callejones del barrio y las cárceles de la ciudad.

Era chingón observar las casas con tono de resistencia, las familias que llegaban a trabajar en la construcción de la estación de la Comisión Federal de Electricidad, la esperanza de un mejor futuro en la mira de la chamba que beneficia la mar. Andar las avenidas de tierra y una que otra bicicleta explorando las pocas casas, los árboles indomables, uno que otro, y las voces sigilosas de hombres que se inscribían en el escuadrón de la muerte, el deceso impostergable que construyen las aguas del delirio.

Los recuerdos de Puerto Libertad están enclavados en lo más profundo de nuestra generación, en los días de formarnos, desde la libertad de elección que nos dieron nuestros padres: equivóquense ustedes mismos.

He vuelto al puerto, y ahora la mirada puesta en las imágenes me describen la evolución, una clínica, la estación de la CFE ya en funcionamiento y una realidad para mujeres y hombres trabajadores. El olor a sal, un vientecillo que sugiere una melodía de nostalgia.

Sobre una panga y a lo lejos, dos pescadores levantan sus manos a manera de saludo para quienes los ven partir desde la playa. Esto es la vida: un ir recurrente hacia el abismo insondable que es agua, que es arena, que es puesta de sol. Un cerro también allá.

Al recuento de los años, avizoro esto que seguimos siendo: el Colactio murió hace tiempo, tuvo esposa e hijos, armó familia y fue feliz. El Nito ahora maneja un dompe y una retroexcavadora, tiene nietos, algunas escenas de un campeonato de futbol guardadas en la memoria, a veces bebe y en semana santa baja a las enramadas de los chapayecas.

Yo me dedico a contemplar la luna, por momentos escribo y la certeza me dicta que algún día no muy lejano también volveré a la mar.


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