Por José Luis Dávila.
Iba a escribir sobre Marilyn Manson. Iba a hablar sobre su último disco, ese que apenas lanzó el 23 de abril, y que lleva por título Born Villain. Iba a traducir, de cierta manera, mi experiencia con esas canciones nuevas, canciones que traen a la memoria los momentos de angustia y desesperación, pero también de cinismo y sarcasmo.
Iba, pues, a escribir mientras sonaba el disco a alto volumen, llenándome los oídos con su tormenta.
Pero no lo haré.
No puedo.
Se me hace muy difícil saber cómo usar las palabras correctas para describirlo. No es que sea indescriptible. Por el contrario, él está demasiado descrito por una crítica que se centra en ese texto que es su apariencia, en la imagen de su rostro demacrado y no en la de su sonido vital; una crítica que ha hecho de él todo lo contrario de lo que es su planteamiento original: al ser nietzscheano que abolía la existencia de dios, las bocas de los hombres lo han erigido como su antitesis, como un ídolo.
Por ello me resulta tan complicado hablar de él. Y, sin embargo, eso estoy haciendo. ¿Por qué? Porque es inevitable. Todo lo que hace, pese a que por momentos no resulta como se esperaría, siempre encuentra eco en alguna voz, siempre genera un grito desde alguna garganta.