Los volcanes sonríen y nos miran.
La crónica de Alan Robles sobre la exposición La Fuerza de los Volcanes de Liliana Amezcua: la princesa barroca punk.
La crónica de Alan Robles sobre la exposición La Fuerza de los Volcanes de Liliana Amezcua: la princesa barroca punk.
Por Alan Robles
Durante dieciocho años he vivido en Puebla. Conozco las calles de su centro histórico, la leyenda de la China Poblana y la de la Casa del que mató al animal; he comido chalupas, cemitas, mole, tortas de tamal y algo más de todo ese bagaje gastronómico que la caracteriza. He pasado diariamente en los últimos tres años por los portales del Palacio Municipal, tomado el transporte en el Paseo Bravo y visto a Leonel Estrada caminar por el zócalo repartiendo poemas.
Sin embargo, si en el fin del mundo no hubieran más edificios coloniales, si se terminaran las comidas típicas y las talaveras dicromáticas, no reconocería Puebla por su acento cantado ni por las baldosas de sus calles; sabría que este trozo de tierra es Puebla al voltear al horizonte y ver los volcanes.
Eso y también al sentir el abrasante sol que ahora consume mi piel. Sigo sentado en este pequeño prisma rectangular que viaja en un solo carril a través de la 11 sur. Debería estar aprovechando este instante de calma, ponerme a leer o al menos hacer la tarea de mi única clase de hoy, pero el paisaje urbano que surge a mi derecha me lo impide.
Cuando llego a la estación Héroes de la Reforma de la línea 2 del metrobús, mi brazo y parte de mi rostro han elevado dramáticamente sus niveles de melanina. Salgo del paradero, cruzo la calle y me adentro nuevamente en otro mamífero metálico.
Después de bajarme del camión y recorrer cuatro cuadras a la velocidad de la luz —o de mis ganas de ir a la universidad el día de hoy— llego a la entrada de Casa de la Cultura. La primera vez que vine a este edificio fue a tomar un taller de ajedrez cuando iba en segundo de primaria.
Hoy subo las escaleras y camino a la Sala Juan Tinoco, en contra esquina de la Biblioteca Palafoxiana. En la entrada están Óscar y Liliana platicando, los saludo y entramos a la exposición.
La primera vez que vi a Liliana Amezcua fue en una entrevista que le hicieron en Radio BUAP. Antes de que comenzara el informativo me la topé en la entrada de la cabina y le sonreí. Me llamaron mucho la atención sus botas grises porque hace un par de años quería comprar unas de la misma tonalidad pero estaban agotadas. Recuerdo que habló de su exposición La fuerza de los volcanes y de que, según algunos relatos, en el Cuexcomate lanzaban los cuerpos de los suicidas.
Las primeras obras que nos presenta son un par de diarios. Me acerco a la vitrina transparente y veo la iglesia de la Virgen de los Remedios con el Popocatépetl de fondo. La fumarola que se levanta está pintada con verdadera ceniza del volcán. En una esquina de la imagen, veo a una Liliana con blusa bordada y un frasco con más polvo volcánico.
Liliana nos muestra una pieza que me parece demasiado emotiva. Veo nuevamente al Popocatépetl, pero ahora en relieve y de noche. Hay puntos brillantes incrustados en un cuadro oscuro; resalta un destello junto a la fragua del volcán, asemeja a todos esos videos que vemos en internet acerca de ovnis. La artista confiesa que había algo dentro de ella que le decía que tejiera al volcán. Mi piel se eriza: le creo.
Caminamos por los 90 m2 de la sala y vemos más volcanes tejidos. Están el Cuexcomate y el Chichonal. En la secundaria el profesor Cirilo nos dejó investigar acerca del volcán más pequeño del mundo. Después de googlear la información —sí, desde la secundaria ya andaba en la movida cibernética— fui corriendo con mi mamá para que me explicara por qué no sabía que en mi ciudad teníamos esa maravilla.
A pesar de mi asombro puberto, nunca he ido al Cuexcomate. No obstante, hoy Liliana nos explica con su tejido la complejidad que encierra el pequeño respiradero de lodo hirviendo y agua caliente. Cada uno de los colores que utiliza para crear sus obras tiene un motivo.
Mientras recorremos la obra, una chica ha entrado a la sala y recorre la obra en el extremo contrario al que estamos. Cuando escucha hablar a Liliana, se acerca y la saluda; le pregunta si es la artista. Intercambian palabras y veo en el rostro de la princesa barroca punk una sonrisa sincera, la misma que regala a una policía que llega a hacer guardia en la exposición.
Me asomo al interior del Chichonal y reconozco el lago que aparece en todas esas imágenes de internet. Los colores turquesa contrastan con el marrón del cráter y los bordes del cono. El siguiente volcán tiene una fumarola incluso más grande que la porción de tierra que la produce, Liliana la desmonta y nos muestra la aguja de tejer que le da soporte.
Desde que entramos a la galería este extremo de la sala llamó mi atención. Los colores encerrados en los cuadros-universo me impresionan. Cuando escucho la palabra frenología, vienen a mi mente todas esas lecturas de la tarea de psicología que sí hice. Muy curioso el asunto: Franz Joseph Gall, un anatomista vienés del siglo XIX, postulaba que las funciones cognitivas del hombre están ubicadas en partes específicas del cerebro, por lo que es posible mapearlas. Y aún más: entre más se desarrollaba una capacidad, la zona en donde estaba asentada presentaba protuberancias. Ojalá Gall me dijera que tengo una nariz tan grande porque mi olfato es sobrenatural.
Veo a Liliana explicar los motivos de sus cuadros y me sorprende la justificación que tiene cada uno de sus movimientos. Las conexiones neuro-volcánicas nunca me habían parecido más recíprocas entre sí.
Terminamos de caminar por la sala y volvemos al punto de partida. Platicamos con Amezcua y estoy seguro de que nuestras risas resuenan por los arcos de la Casa de la Cultura. Se despide de las guardias de seguridad y promete volver tal vez mañana, o pasado. Justo antes de bajar las escaleras nos topamos con un grupo de turistas llevados por un guía (¿o acaso mujer-guía?). Liliana identifica a la chica que dirige el recorrido y la invita a llevar a todos esos güeros altísimos a ver La fuerza de los volcanes.
Llegamos a la calle, enciende un cigarrillo y caminamos entre los muros coloniales. La miro reír mientras el sol se refleja en las micas de sus anteojos. Liliana lleva un volcán por dentro: ya no tengo miedo a crecer.