Por Rosario Valcárcel.
…Una de las salas era una especie de santuario para la oración, un verdadero templo, un laberinto del sexo del que salía un ambiente apretado, espeso, un calor sofocante que me embotó. Creí que iba a ahogarme entre aquellas bocanadas de aire muerto, de aire que olía a cuerpos calientes, sudados, apiñados. Se revolcaban sobre unas colchonetas, se retorcían con desgana.
Me asustó comprender el comportamiento de los humanos, el patético estado al que podemos llegar. ¿Sería que yo no sabía apreciar las cosas raras? Retuve el aliento sin saber qué hacer, ni qué decir. Nos observaban. Estaba muerta de vergüenza, incómoda, no sabía que demonios hacía allí. Intenté huir:
-Quiero irme de aquí.
Se lo dije bajito a Ignacio pero me agarró del brazo y durante un rato nos quedamos quietos, mirando unas siluetas recostadas en lechos oscuros. Él quería disfrutar aquella experiencia, contemplar como bebían el néctar de la juventud.
Era un escaparate libertino.
Entre los sonidos lujuriosos no se sabía quién penetraba y quién se dejaba penetrar. Todos los espectadores nos deslizábamos silenciosos en medio de aquel mar que ardía. Se movían como lava manando de un volcán, sorbiéndose. Eran miradas que buscaban roces interminables, una sonrisa, una prueba de que aún existían.
Un espectáculo de encuentro y de pérdida, de verdades y de mentiras. De desahogo y de desaliento.
Debí de haberme ido, pero hice un esfuerzo y me quedé. Intenté cerrar los ojos pero no podía, sentía sus miradas en mi rostro, en mi pecho, sentía asombro, horror, desconcierto. Me sentí sucia.
Pero allí no había manzanas ni pecados. Todos estaban desnudos: viejos y jóvenes, mujeres esmirriadas y gordas. Pálidos con la piel de color azulada y con bolsas colgándoles de sus barbillas o esbeltos con poco pecho y culos encogidos. Igual que burbujas flotaban y reflotaban en la oscuridad, se zambullían en su placer, se deslizaban, se sobaban como para quitarse la angustia.
Pretendían llegar a la pequeña muerte.
Algunas parejas y algún chico suelto se acercaron a donde estábamos nosotros. Todos a su manera querían participar de la escena con ojos lujuriosos. Miraras donde miraras te encontrabas ojos con la mirada encendida, ojos babeantes, ojos que absorbían, ojos indagando, ojos comparando. Ojos que festejaban el sexo.
Ignacio me miraba con insistencia. Éramos mirones: ellos y nosotros.
Tenía razón Bukowski cuando decía que los que se hacían swingers se convertían en cuerpos sin alma…
Fragmento entresacado de mi libro Sexo, corazón y vida (Anroart, 2010)