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Ciudad de México, 24 de enero de 2025 (Neotraba)

Hace unos años tuvimos una bodega llena de libros donde acudían libreros de varias partes de México, desde Yucatán hasta Tijuana, también surtíamos a colegas de todos los puntos donde tradicionalmente se vendían libros viejos en la Ciudad de México: el Callejón de la Condesa, el Corredor Balderas, Plaza del Ángel, la Plaza de la Santa Veracruz y la Lagunilla.

Era un lugar muy concurrido, recibíamos a personajes importantes del mundo libresco como al buen Enrique Fuentes, de la Librería Madero y bibliófilos que llegaban en coches de lujo.

Muchos conocían los rincones donde guardábamos las piezas, otros hurgaban en las compras recién adquiridas, unos con mayor fortuna, por ejemplo: un día David halló una primera edición de Lorca en el entrepaño más bajo de los anaqueles centrales, nadie lo había notado porque estaba forrado con un plástico muy desgastado y sucio; Alex encontró una extraña plaqueta de Remedios Varo; Enrique descubrió varios ejemplares firmados por Xavier Villaurrutia que pertenecieron a un cantante de ópera; Horacio compró una colección de centenares de aguilares que eran de un excéntrico jugador de dominó que falleció un día después de deshacerse de ellos. Vendimos parte de bibliotecas importantes como la de Fernando Benítez, con cartas de Octavio Paz a Elena Poniatowska, carpetas firmadas de Toledo y Monsiváis, ediciones limitadas de Leonora Carrington, libros del siglo XVII ilustrados a mano, decenas de códices, etc.

Mitos, leyendas y chismes se cuentan de la casa de la calle Andes, pero jamás confesé la historia de la niña de Barranca del muerto. La bodega tenía sólo cuatro metros de ancho, pero veinticinco de fondo, era como una salchicha dividida en dos: la parte frontal era para recibir a los compañeros del gremio y la parte trasera era donde laboraba únicamente el personal de la empresa. Ese era mi lugar de trabajo predilecto, permanecía entre libros desde las once de la mañana hasta las once de la noche, olvidándome hasta de la familia, una actividad nada recomendable. Pasaban miles de libros entre mis manos, leía mucho y tomaba varios litros de café diariamente que me llevaron a algunas crisis de ansiedad.

Después de las seis de la tarde me quedaba solo, pero, aunque no creo en ello, percibía una presencia, era como si tuviera a alguien mirándome en todo momento, me acostumbré, debo aceptar que me daba miedo ir al baño, para llegar ahí debía recorrer un pasillo estrecho y oscuro de nueve metros de largo donde, continuamente, se fundían las lámparas, pero al ser incrédulo de cuestiones sobrenaturales me convencía de que eran sugestiones creadas por mí mismo y valientemente recorría el pasillo.

Así pasaron meses, me adapté a sentirme observado, un par de ocasiones al voltear hacia el lúgubre corredor creía ver algo, pero se lo adjudicaba al cansancio. Un día me llegó una biblioteca que compramos muy cerca de Mixcoac, libros antiguos de historia de México, entre los testigos que descubrí estaba una foto de una niña vestida de blanco, me impactó, pero no sabía el porqué, salí al pasillo, era de día y me encontré con el casero, un anciano septuagenario, miró la foto y me dijo: es igualita a la niña que se aparece en la casa, ¿la has visto? Sólo se te aparece cuando estás triste, a todos los inquilinos se les presentó, no te asustes, cuando era niño y la vi por primera vez. Mi abuela me explicó que era el alma de un angelito que murió en la Revolución, hija de un hacendado de mala fe, cuando vio que llegaban los rebeldes mató a toda su familia y luego se suicidó, sus restos terminaron aquí, en Barranca del muerto.

Me quedé helado y con la piel chinita. Días antes de abandonar definitivamente la bodega mencioné lo de la niña a varios compañeros y todos al unísono respondieron, ¿tú también la viste? Todos la vieron al menos una vez y nadie había mencionado nada. Cuando salí por última vez de la bodega, agradecí los momentos vividos y secretamente me despedí también de la niña.


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